jueves, 19 de marzo de 2020

Mi padre

Mi padre
Mi padre olía a limpio, a campo. Lo recuerdo con su camisa blanca y su sombrero de paja volver de sus labores agrícolas o ganaderas. Subía las escaleras hasta el baño del segundo piso dejando rastros de barro seco, chocolates los llamaba mi madre, que enseguida mandaba a alguna de nosotras a barrerlos. Mi padre se lavaba minuciosamente las manos y se frotaba las uñas con un cepillo siempre que llegaba a casa, y luego nos besaba y abrazaba, y se sentaba a presidir la mesa. Nunca le servía el primero mi madre, y los dos se ocupaban de que todos nos alimentáramos bien. Siempre fuimos lo más importante para ellos, la misión  crucial de sus vidas.

Mi padre nos leía a veces trozos de una enciclopedia Labor que nos fascinaban. Eran historias sobre Ulises o Nerón o la huida de los judíos por el desierto… pero él las convertía en verdaderos relatos épicos no solo por la entonación que sabía dar a la lectura, sino porque añadía de su inventiva pasajes maravillosos que nos mantenían alerta y expectantes, queriendo saber más y más. También nos construyó de cartulina, con escuadra y cartabón, una aldea de casitas geométricas blancas, con calles estrechas y un arco de entrada, que fue pegando sobre una caja de cartón a la que hizo un agujero en la base. Fueron horas y horas de trabajo, la mesa del comedor ocupada, mamá cosiendo cerca y sus hijas zascandileando alrededor, a ratos curiosas, a ratos aburridas. Venid, llamó mi padre una vez terminado el trabajo, y nuestros arrobados ojos vieron brillar con luz propia las minúsculas ventanitas y puertas de la aldea gracias a la bombilla que había dentro de la caja. Otra vez, papá, otra vez, no nos cansábamos de repetir. La aldea, situada al otro extremo del portal sobre una montaña creada con musgo y corcho, se convirtió en la admiración de nuestro belén jamás igualada por ninguna otra cosa. Una de las maravillas de nuestra infancia.

Otra de esas maravillas fueron los felipitos. En el recibidor de casa había un arcón grande de madera donde se guardaban las mantas y sobre el cual dejábamos las carteras cuando volvíamos del colegio.  Debajo vivían los felipitos, unos seres pequeños que corrían a esconderse cuando nos percatábamos de su presencia. ¡Míralos, míralos!, gritaba mi padre, que siempre era el primero en detectarlos y nos explicaba que si había visto cuatro llevando una escalera, que si eran dos, vestidos de fiesta… Los felipitos nos acompañaban siempre y eran motivo de conversación y envidia de nuestros primos, que vivían en Madrid y en sus casas no había.

Los domingos, mi padre se sentaba en una silla baja en la cocina y limpiaba con betún y cepillo todos los zapatos que le íbamos pasando. También nos cortaba el pelo con unas tijeras especiales que tenía guardadas. Incluso se lo cortaba a mi madre. Decían que tenía gracia para hacerlo. Y se ocupaba de administrarnos choques de vitaminas cada cierto tiempo: cada cual tenía su caja de ampollas con su nombre que tomábamos a la vista de nuestro padre cuando nos correspondía. A veces también nos ponía lavativas que nos gustaban muy poco pero que nos sanaban cuando estábamos enfermas.

Mi padre y mi madre hablaban de cuentas de vez en cuando. Éramos muchos en casa y probablemente costaba ajustarlas. No te preocupes, le decía mi padre, si vienen mal dadas, pondremos un circo. Cada cual aprenderá a hacer una gracia. Yo puedo cantar «La donna è mobile». Crecimos, por eso, creyendo que era un gran tenor, hasta que con los años descubrimos que tenía una oreja enfrente de la otra, pero también que él habría sido capaz de hacer lo que fuera para sacar adelante a su familia.

Nunca hubo cobijo más seguro que la casa en el campo de mi padre y mi madre. En tiempos de zozobra, ya madre yo misma, soñaba que volvía con ellos, que nada terrible me podría pasar estando a su lado. Se me llenan los ojos de lágrimas al escribirlo. Se me llenan de lagrimas al recordar cómo mi padre llevaba a los hombros a mi hija Cecilia cuando ella, que había empezado a andar, tenía miedo de su sombra y se negaba a poner los pies en el suelo cuando la veía y saltaba asustada, gritando y llorando.

Gracias, padre querido. Gracias por traerme al mundo; gracias por alimentarme, cuidarme y dejarme volar. Gracias por enseñarme el valor de las cosas. Gracias por permitirme pensar por mí misma. Gracias por cuidar de mi hija como si fuera tuya. Gracias.   


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