Mi
padre olía a limpio, a campo. Lo recuerdo con su camisa blanca y su sombrero de
paja volver de sus labores agrícolas o ganaderas. Subía las escaleras hasta el
baño del segundo piso dejando rastros de barro seco, chocolates los llamaba mi
madre, que enseguida mandaba a alguna de nosotras a barrerlos. Mi padre se
lavaba minuciosamente las manos y se frotaba las uñas con un cepillo siempre
que llegaba a casa, y luego nos besaba y abrazaba, y se sentaba a presidir la
mesa. Nunca le servía el primero mi madre, y los dos se ocupaban de que todos
nos alimentáramos bien. Siempre fuimos lo más importante para ellos, la
misión crucial de sus vidas.
Mi
padre nos leía a veces trozos de una enciclopedia Labor que nos fascinaban. Eran
historias sobre Ulises o Nerón o la huida de los judíos por el desierto… pero
él las convertía en verdaderos relatos épicos no solo por la entonación que
sabía dar a la lectura, sino porque añadía de su inventiva pasajes maravillosos
que nos mantenían alerta y expectantes, queriendo saber más y más. También nos
construyó de cartulina, con escuadra y cartabón, una aldea de casitas geométricas
blancas, con calles estrechas y un arco de entrada, que fue pegando sobre una
caja de cartón a la que hizo un agujero en la base. Fueron horas y horas de
trabajo, la mesa del comedor ocupada, mamá cosiendo cerca y sus hijas zascandileando
alrededor, a ratos curiosas, a ratos aburridas. Venid, llamó mi padre una vez terminado
el trabajo, y nuestros arrobados ojos vieron brillar con luz propia las minúsculas
ventanitas y puertas de la aldea gracias a la bombilla que había dentro de la
caja. Otra vez, papá, otra vez, no nos cansábamos de repetir. La aldea, situada
al otro extremo del portal sobre una montaña creada con musgo y corcho, se
convirtió en la admiración de nuestro belén jamás igualada por ninguna otra
cosa. Una de las maravillas de nuestra infancia.
Otra de
esas maravillas fueron los felipitos. En el recibidor de casa había un arcón
grande de madera donde se guardaban las mantas y sobre el cual dejábamos las
carteras cuando volvíamos del colegio. Debajo
vivían los felipitos, unos seres pequeños que corrían a esconderse cuando nos
percatábamos de su presencia. ¡Míralos, míralos!, gritaba mi padre, que siempre
era el primero en detectarlos y nos explicaba que si había visto cuatro
llevando una escalera, que si eran dos, vestidos de fiesta… Los felipitos nos
acompañaban siempre y eran motivo de conversación y envidia de nuestros primos,
que vivían en Madrid y en sus casas no había.
Los
domingos, mi padre se sentaba en una silla baja en la cocina y limpiaba con
betún y cepillo todos los zapatos que le íbamos pasando. También nos cortaba el
pelo con unas tijeras especiales que tenía guardadas. Incluso se lo cortaba a
mi madre. Decían que tenía gracia para hacerlo. Y se ocupaba de administrarnos
choques de vitaminas cada cierto tiempo: cada cual tenía su caja de ampollas
con su nombre que tomábamos a la vista de nuestro padre cuando nos
correspondía. A veces también nos ponía lavativas que nos gustaban muy poco
pero que nos sanaban cuando estábamos enfermas.
Mi
padre y mi madre hablaban de cuentas de vez en cuando. Éramos muchos en casa y
probablemente costaba ajustarlas. No te preocupes, le decía mi padre, si vienen
mal dadas, pondremos un circo. Cada cual aprenderá a hacer una gracia. Yo puedo
cantar «La donna è mobile». Crecimos, por eso, creyendo que era un gran tenor, hasta
que con los años descubrimos que tenía una oreja enfrente de la otra, pero
también que él habría sido capaz de hacer lo que fuera para sacar adelante a su
familia.
Nunca
hubo cobijo más seguro que la casa en el campo de mi padre y mi madre. En tiempos
de zozobra, ya madre yo misma, soñaba que volvía con ellos, que nada terrible me
podría pasar estando a su lado. Se me llenan los ojos de lágrimas al
escribirlo. Se me llenan de lagrimas al recordar cómo mi padre llevaba a los hombros
a mi hija Cecilia cuando ella, que había empezado a andar, tenía miedo de su
sombra y se negaba a poner los pies en el suelo cuando la veía y saltaba
asustada, gritando y llorando.
Gracias,
padre querido. Gracias por traerme al mundo; gracias por alimentarme, cuidarme
y dejarme volar. Gracias por enseñarme el valor de las cosas. Gracias por
permitirme pensar por mí misma. Gracias por cuidar de mi hija como si fuera
tuya. Gracias.
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