miércoles, 15 de abril de 2015

Medir el tiempo

Medir el tiempo
Amélie Beauvry-Saurel, Dans le bleu
Reloj, no marques las horas
porque voy a enloquecer.
Ella se irá para siempre
cuando amanezca otra vez.
No más nos queda esta noche
para vivir nuestro amor
y su tictac me recuerda
mi irremediable dolor…
                                       Los Panchos


No sirve de nada destrozar el reloj arrojándolo contra la pared. Aunque no se mida, el tiempo seguirá corriendo inexorable en las alegrías y en las tristezas. Es ley de vida y de muerte.

Una de las características del ser humano es que posee conciencia del tiempo. Siente su paso en la experiencia personal, tanto física como psíquica, y observa el efecto que causa a su alrededor. El tiempo corre a una lentitud (o rapidez) que somos capaces de percibir: pensamos y sentimos mientras transcurre y actuamos en consecuencia, aprovechando o dejando pasar oportunidades.

La conciencia del tiempo es casi tan antigua como la humanidad y también el deseo de entenderlo, ponerle límites, medirlo. El tiempo astronómico basa su medida en la rotación de la Tierra sobre su eje y alrededor del Sol, así como en la rotación de la Luna alrededor de la Tierra. La combinación de estos movimientos da como resultado los días, los meses y los años. Sin embargo, las semanas no están relacionadas con ningún ciclo astronómico y se piensa que se originaron para marcar el intervalo más conveniente entre los días de mercado. Por eso en la historia hubo semanas de cinco, seis y diez días. La de siete días ya se utilizaba en Caldea y fue establecida como medida del tiempo por la ley mosaica en los tiempos bíblicos. De ahí se fue extendiendo poco a poco al mundo occidental. De todos modos, también hay quienes sostienen que la semana guarda cierta relación con las sucesivas fases lunares (nueva, cuarto creciente, llena y cuarto menguante), cada una de las cuales excede por muy poco los siete días. Tanto los días de la semana como los meses se escriben en el español actual con letra minúscula, puesto que se consideran nombres comunes y no propios (nos vamos en agosto; te espero el martes).

La rotación de la Tierra propició que desde el comienzo de la historia pareciera que el Sol sale todos los días por el Este y se pone por el Oeste. Fue sencillo delimitar el día solar como el intervalo de tiempo que transcurre entre esos dos momentos a ojos de un observador en un lugar determinado. La medición de los meses del año fue más complicada, se rigió por las labores agrícolas y ha variado a lo largo de los lugares y los siglos. En Occidente, del calendario juliano (nombre en honor del emperador romano Julio César, que lo estableció en el año 46 a. C.) de doce meses que comenzaba el 1 de enero, se pasó tras el Concilio de Trento (1545-1563) al calendario gregoriano, pues se quería corregir el desfase que se había producido desde el primer Concilio de Nicea (325 d. C.), cuando se estableció el momento astral en el que debía celebrarse la Pascua y, en relación con ella, el resto de las festividades litúrgicas móviles.

A las embarazadas casi a término y a las parturientas de entonces nadie les desearía «una horita corta», como se hace en España ahora, pues aunque el paso del tiempo se antojara más rápido o lento según el estado de ánimo de quien dirigiera los ojos al sol para calcular su posición en el cielo y hacerse una idea sobre cuánto del día restaba, no había mecanismos más precisos para determinar lapsos temporales cortos como la hora, los minutos y los segundos. Siglos atrás, los primeros relojes de sol, arena o agua (que los griegos llamaron clepsidras) no permitían medir con exactitud las horas del día. Ni siquiera los días eran todos iguales: regidos por el sol, eran más cortos en invierto y más largos en verano, tanto para las venturas como para las desventuras, así como para las jornadas laborales.

Con la propagación del cristianismo, las campanas de las iglesias que fueron salpicando el paisaje urbano comenzaron a marcar las horas canónigas por las que se guiaba la actividad cotidiana de la población: tocaban maitines (medianoche), laudes, prima, tercia, sexta (mediodía), nona, vísperas y completas. Sin embargo, tampoco eran mediciones precisas, pues las campanadas de prima y completas se hacían coincidir, en cualquier época del año, con el alba y el crepúsculo, y partiendo de ellas se distribuía el resto de los toques. Por tanto, solo en los equinoccios se conseguían fracciones temporales homogéneas.

El reloj mecánico, fabricado a finales del siglo XIII, no alcanzó difusión en Europa hasta mediados del siglo siguiente, pero su aparición se limitó a las zonas más prósperas y urbanizadas. Con él se instauró la hora de sesenta minutos, se fijó la jornada laboral igual para todo el año, y el tiempo se hizo laico: las torres de los ayuntamientos comenzaron a lucir relojes por los que eran conocidas las ciudades, y las campanas de las iglesias perdieron su primacía en la medición del tiempo.

Unido al auge del reloj de bolsillo, se extendió el concepto de puntualidad, definido por María Moliner en su Diccionario de uso del español como «exactitud de la manera o del momento de hacer las cosas, de llegar a un sitio, etc.». La expresión «a toque de campana», aplicada a la manera de realizar algo, bien por propia voluntad, bien por obligación, refleja la importancia que ya había cobrado la medición precisa del tiempo, del que buena parte de la humanidad ha acabado siendo esclava. Lo atestiguan expresiones tan habituales en español como «no hay tiempo que perder», «ganar tiempo» o «el tiempo es oro». Hoy que los minutos —e incluso los segundos— son la unidad de tiempo más usada y que tenemos medidores de las horas en cualquier lugar al que dirijamos la vista, el tiempo nos acosa, acucia, aguijonea, apremia, apura… y pocas personas lo dejan correr y mucho menos lo matan. Casi nadie puede permitirse el lujo de pasarse las horas muertas en alguna actividad de su gusto. Sin embargo, quienes somos puntuales todavía tenemos que hacer tiempo cuando en una cita nos toca esperar a quienes acostumbran llegar con la hora pegada y cargados de pretextos. A pesar del cautiverio reconocido (o quizá debido a él), en problemas o enigmas de difícil solución seguimos confiando en que el tiempo dirá y también lo ponemos por testigo y garante de nuestras certezas: «Y si no, al tiempo».

Ese tiempo largo al que fiamos curas de heridas y olvidos de afrentas se mide desde la Antigüedad en años, como ya se ha indicado, identificados en la actualidad con números de una serie continua que en el mundo occidental toma como punto de partida el nacimiento de Cristo. Los años y siglos anteriores a esta fecha se especifican añadiendo a. C., y los posteriores, con la adición de d. C. o la coletilla de nuestra era. Los años se escriben en números arábigos sin ninguna puntuación en su interior, y los siglos, en números romanos (en el siglo II a. C.; en el año 2000 a. C.; en el año 300 d. C; en el siglo III de nuestra era). La escritura de los años en números romanos, habitual en el pasado, está hoy restringida a usos cultos muy específicos. 

El adjetivo anual se aplica a aquello que sucede o se repite cada año; bienal, a aquello sucede o se repite cada dos años; trienal, a aquello que sucede o se repite cada tres años; cuatrienal, a aquello que sucede o se repite cada cuatro años; quinquenal, a aquello que sucede o se repite cada cinco años; sexenal, a aquello que sucede o se repite cada seis años; septenal, a aquello que sucede o se repite cada siete años; octenal, a aquello que sucede o se repite cada ocho años; decenal, a aquello que sucede o se repite cada diez años; quindenial, a aquello que sucede o se repite cada quince años, y vicenal, a aquello que sucede o se repite cada veinte años. El adjetivo bisemanal significa dos veces por semana; bimensual, dos veces al mes; bimestral, cada dos meses; trimestral, cada tres meses; cuatrimensual cuadrimensual, cuatro veces al mes; cuatrimestral, cada cuatro meses; trianual tres veces al año. En cuanto a la duración, un bienio comprende dos años; un trienio, tres años; un cuatrienio, cuatro años; un lustro quinquenio, cinco años; un sexenio, seis años; un septenio, siete años; un octenio ochenio, ocho años; un novenio, nueve años; un decenio década, diez años; un oncenio, once años; un quindenio, quince años; un veinteñal, veinte años; un decalustro, cincuenta años; un siglo centuria, cien años, y un milenio, mil años. En este siglo XXI que vivimos, estamos iniciando el tercer milenio de nuestra era.

Volviendo a las horas del día, en latín estaban asociadas con números, uso que se ha mantenido en español y muchas otras lenguas hasta la actualidad. Existen en español dos sistemas para designar los veinticuatro intervalos horarios del día: En el primero, limitado a contextos institucionales y administrativos, se emplean los sustantivos numerales del cero al veintitrés para asignar un número a cada uno de los intervalos horarios en que se divide el día a fin de expresar tiempos exactos, que suelen escribirse en cifras: el Talgo sale a las 14 horas y 17 minutos. La visita al museo se efectúa a las 11 y las 16 horas. Cuando el intervalo horario se especifica en letras, alternan la expresión yuxtapuesta (a las dos veinte, restringida a algunos países hispanohablante) y la coordinada (a las dos y veinte), así como la presencia o ausencia de horas y minutos dependiendo de su necesidad para la comprensión del texto (a las dos horas veinte; a las dos horas y veinte minutos, a las tres horas y veinte). Al escribir cifras, se utilizan dos puntos o uno solo para separar horas y minutos: las 14:30 o las 14.30.

En el segundo sistema se emplean solo los numerales del uno al doce y se añade junto a la referencia horaria una especificación distintiva, que puede ser la abreviatura a. m. (del latín ante meridiem) y p. m. (del latín post meridiem), con las que se distinguen las horas anteriores al mediodía de las posteriores. El momento correspondiente al punto de división del sistema, el mediodía, se representa como m. (del latín meridies). En dicho sistema las horas siempre han de escribirse en cifras. Es poco utilizado en el habla corriente: le dije que nos veríamos a las 10 p. m. para cenar.

Lo habitual en el habla cotidiana es emplear este segundo sistema de doce horas, pero añadiendo un complemento introducido por la preposición de para determinar la parte del día en que se sitúa. Estas partes son la madrugada (comprendida desde la medianoche hasta el amanecer), la mañana (comprendida desde el amanecer hasta el mediodía), la tarde (comprendida desde el mediodía hasta la puesta del sol) y la noche (comprendida desde la puesta del sol hasta la medianoche). Asimismo, se usa la mañana con un sentido próximo a la madrugada (me despertaron a las dos de la mañana). Otras veces, la franja de la madrugada se acumula a la noche (me despertaron a las dos de la noche).

A estos intervalos se agrega también el mediodía, periodo de límites poco concretos que puede cubrir desde las doce hasta las dos, aunque lo más habitual es situar su fin hacia la una: quedamos en vernos a la una del mediodía. Sin embargo, estas referencias varían según países y costumbres. En gran parte de América se emplea el saludo buenos días o buen día hasta las doce, y buenas tardes, hasta las seis o las siete, mientras que en España la hora límite entre mañana y tarde se sitúa en torno a las dos y se suele asociar con el hecho de haber comido. No es rara la respuesta, cuando se dan las buenas tardes a alguien: para mí todavía son días, que aún no he comido. Además, en muchos países se emplea la tardecita en el sentido de la última hora de la tarde, aunque sin límite preciso; la nochecita, en el de primera hora de la noche, y la mañanita, en el de la primera hora de la mañana.

En otros casos, el mediodía se circunscribe al punto que separa la mañana de la tarde y no se usa como franja horaria. Así pues, designan el mismo instante las expresiones las doce de la mañana, las doce del mediodía y las doce del día, pero la primera es tan poco usada en el español americano como la última lo es en el español europeo. Cuando mediodía va precedido de la preposición a, puede emplearse con artículo o sin él (lo esperamos a mediodía; lo esperamos al mediodía). En cuanto a la medianoche, siempre se concibe como un punto y no como un segmento o intervalo. Por tanto, no acompaña a designaciones horarias numéricas: nos vimos a medianoche, a la medianoche o a las doce de la noche, pero nunca a las doce de la medianoche. Las variaciones de la duración del día y la noche a lo largo de las estaciones del año tienden a desdibujar los límites entre la tarde y la noche, aunque se suele entender que están fijados entre las siete y las nueve: nos encontraremos a las ocho de la noche; nos encontraremos a las ocho de la tarde.

En el sentido de las doce de la noche, se aconseja escribir medianoche en una sola palabra, aunque también se admite en dos: no llegó hasta la media noche del domingo. El plural de medianoche es medianoches, y el de media noche, medias noches. La locución a media noche se escribe siempre en dos palabras. Por su parte, mediodía se escribe siempre en una sola palabra y su plural es mediodías.

La hora se pide, se da o se tiene: ¿Qué hora es? (también ¿qué horas son?) ¿Qué hora tienes? ¿Me da usted la hora? La respuesta varía: Son las dos; las dos en punto; las dos y cuarto. Aunque se percibe cierta vacilación en la concordancia de número (son la una; ya es las cinco), se recomienda emplear las variantes concordadas: es la una; ya son las cinco. Las fracciones que se añaden a la designación de la hora se suelen expresar mediante intervalos de cuartos: la una en punto, la una y cuarto, la una y media, las dos menos cuarto. En buena parte de América Latina se emplea la variante un cuarto para o cuarto para en lugar de menos cuarto. Los minutos que faltan para alcanzar la hora siguiente se expresan en España con la conjunción menos (las ocho menos veinte; las diez menos diez), mientras que en el español americano se suele emplear para seguido del nombre de la hora (veinte para las diez; cinco para las ocho).

Ultima multis, añadían en latín muchos de los relojes de sol alzados en los muros meridionales de las iglesias medievales, recordando que la muerte es nuestro destino inexorable y súbito. La leyenda de otros ahondaba en el mismo concepto: Laedunt omnes, ultima necat, que se traduce como «todas las horas hieren, la última mata». Pero no se ha de olvidar que la nada no puede ser triste puesto que es nada. Además, esa hora última que mata también será prima multis, la primera para muchos: la esperanza.

«Varios tragos es la vida / y un solo trago es la muerte» (Miguel Hernández, «Sentado sobre los muertos», 1937). Vale (que es adiós en latín).




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4 comentarios:

  1. Hola Carmen:
    Como siempre, una entrada muy interesante. Me hiciste recordar aquel poema de Renato Leduc que se hizo famoso en la voz de muchos cantantes mexicanos, "Tiempo y destiempo". "Sabia virtud de conocer el tiempo. A tiempo amar y desatarse a tiempo. Como dice el refrán dar tiempo al tiempo. Que de amor y dolor alivia el tiempo..."
    Es interesante como nos volvemos esclavos del tiempo e incluso limitamos nuestra existencia por el tiempo. Frases como "No tengo tiempo", "Cuando tenga tiempo", "Ya tendré tiempo", etc., nos hacen perder sentido de la realidad y nos llevan a postergar la vida misma. Qué ironía que cuando pensamos que ya tenemos tiempo para gozar de la vida, es precisamente cuando ya no lo tenemos.
    Gracias Carmen por hacernos reflexionar acerca del tiempo. Ese tiempo que es nuestro, que nos pertenece y que deberíamos usarlo, gozarlo y apreciarlo. ¡Saludos!

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  2. Acabo de escuchar dos versiones de Tiempo al tiempo a cuál mejor: la de Chavela Vargas y la de María Dolores Pradera. Gracias por recordarme esos versos, Paricia, que había olvidado. Y no puedo estar más de acuerdo con tus sabios comentarios.

    Muchas gracias por pasarte a leer.

    Un abrazo.

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  3. Yo también te doy las gracias, Carmen, por este artículo, que me ha hecho repasar algunas cositas y he ha enseñado muchas más. Y en relación con la, desde mi punto de vista, incorrecta costumbre de muchas personas de decir "Buenos días" hasta su hora de almorzar (yo conozco a gente que almuerza a la 1 de la tarde y a mucha más que lo hace alrededor de las 3 y media), me chirría al oído. Por último, doy por hecho que cuando comentas algunas diferencias entre el español americano y el europeo, en aquel incluyes la variante de Canarias (la mía, por cierto), y pongo como ejemplos "Todavía faltan quince para las dos punto" y "Faltan cinco para las y media", expresiones que a mí me gustan mucho y que he escuchado decir a personas mayores, aunque creo que no a personas jóvenes, supongo que por influencia de la forma de hablar peninsular a través de la televisión. Un cordial saludo y seguiré leyéndote y aprendiendo.

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  4. Pues, Rosa Marina, reconozco que desconocía esa variante de la hora propia de Canarias que citas y tampoco la he visto recogida en la literatura que consulto para componer mis artículos. En cuanto a español europeo y español americano, es la terminología que usan los académicos de la lengua y de ellos la he copiado.

    Me alegro de que te haya gustado el artículo.

    Un abrazo.

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