Marie de Gourney |
La mayoría de las novelas parten de un punto de crisis que da pie para iniciar la trama y presentar a los personajes principales. Dicha crisis se corresponde con varias de las acepciones que se recogen en el DRAE: «(Del lat. crisis, y este del gr. κρίσις). […] 2. f. Mutación importante en el desarrollo de otros procesos, ya de orden físico, ya históricos o espirituales. 3. f. Situación de un asunto o proceso cuando está en duda la continuación, modificación o cese. 4. f. Momento decisivo de un negocio grave y de consecuencias importantes. 5. f. Juicio que se hace de algo después de haberlo examinado cuidadosamente. […] 7. f. Situación dificultosa o complicada».
La crisis fundacional de esta novela de la que ahora escribo no es la muerte prematura de la madre de Marie, sino la llegada de los Tercios Viejos españoles a las tierras familiares, acontecimiento que interrumpe la monotonía cotidiana y llena de anhelos de viajes la cabeza del padre, amo y señor. Su decisión de marchar a Sevilla es la que origina una mutación trascendental en el desarrollo de otros procesos, crea una situación dificultosa y complicada, y lanza a Marie a los caminos, convertida en dama andante, tal vez sin haber examinado con detenimiento los peligros del trance en que se pone.
La Beata de los Huevos |
Así comienza el primer capítulo de La historia escrita en el cielo:
1. El Camino Español
Dos mujeres bordaban al
tibio sol de mediodía, resguardadas tras la fachada de la casa de dos pisos,
construida en piedra; la mayor estaba sentada en un alto sillón de madera
oscura, mientras que la más joven se había acomodado a sus pies en una silla
baja. Ambas levantaron los ojos de la tarea al escuchar el galope de un caballo
que se acercaba por el camino de tierra e intercambiaron unas breves palabras
de sorpresa. Desde el lugar donde se encontraban no podían ver de quién se
trataba, pero al poco apareció una criada para anunciarles:
—¡Alegraos, señora, pues
al fin hubo noticias! ¡Llegó carta y paquete de Castilla!
—¿Dónde están?
Traédmelos de inmediato ―pidió la mujer mayor, levantándose agitada de su
asiento y dejando caer al suelo el bastidor del bordado.
—Enseguida os los
entregará Armand. Yo me he adelantado para comunicaros la buena nueva, pues no
se me escapa con cuánta ansia la esperabais.
La joven también se
alzó de su silla cuando vio que llegaba, casi corriendo, un hombre más bien
grueso, de mediana edad y rostro afable, cargado con un bulto envuelto en una
burda tela oscura y cerrado con varias vueltas de cordel lacrado.
—¿No decíais que hubo
carta? ―preguntó con cierta desilusión la dama mayor cuando lo tuvo cerca.
—Así es, señora
―respondió Armand con una amplia sonrisa, a la vez que se sacaba del jubón un
papel doblado y sellado―. Los nuevos voluntarios de los Tercios Españoles se
dirigen a Flandes y han acampado cerca de Besanzón. El sargento Villamediana
tenía el encargo de venir a entregaros el envío de vuestro esposo, pero avanzan
a marchas forzadas y yo lo excusé de que hiciera el camino hasta aquí.
—¿Cómo está mi esposo?
―preguntó la dama angustiada, mientras cogía el papel que Armand le alargaba―.
¿Sabe algún suceso el sargento?
Armand la tranquilizó:
—No os inquietéis, mi
señora. Quedó sano y salvo en la corte castellana, sin ningún contratiempo
digno de mención... pero os aconsejo que leáis la carta. En ella creo que
hallaréis cuantas razones precisáis para serenar vuestro corazón.
La dama se dejó caer en
el sillón, hizo saltar el lacre con manos temblorosas y se enfrascó en la
lectura. Cuando estaba a punto de terminar, una gruesa lágrima rodó por su mejilla.
La hija, preocupada, se
acurrucó a su lado:
—¿Qué sucede, mamá?
¿Son malas noticias?
La madre abandonó la
carta sobre el regazo y lanzó un hondo suspiro.
—No. Las noticias son
buenas, pero tu padre está muy lejos. Nacerá su hijo y no habrá vuelto ―expresó
con tristeza, tocándose el vientre apenas abultado.
—¿Puedo leerla? —pidió
la hija, extendiendo la mano para alcanzar la carta.
—Sí. Te dedica varios
párrafos. Mi buen Maxim también se interesa por vosotros ―anunció a los dos
criados―. No se olvida de nadie más que del hijo que va a nacer dentro de pocos
meses.
—Señora —replicó la
criada―. No conoce su existencia. Cuando partió para Castilla, no sabía que
estabais encinta. ¿Cómo esperáis que se ocupe de él?
—Debéis advertirle
―intervino Armand―. El amo ha de estar al corriente de vuestro venturoso estado.
Tengo para mí que se enojará si lo mantenéis en la ignorancia de un asunto de
tanta trascendencia para su casa.
La dama no contestó.
Hacía casi seis meses que su esposo, el señor de Gourney, había salido de viaje
aprovechando la vuelta a la Península Ibérica del capitán Jacinto de Zadava,
con quien había recorrido el Camino Español hasta Génova para embarcar allí
rumbo a Barcelona. Ambos hombres se habían conocido años atrás, cuando los Tercios
Españoles que se dirigían a Flandes buscaron un camino por tierra que
atravesara dominios imperiales al verse obligados a abandonar la ruta marítima seguida
hasta entonces por el Canal de la Mancha debido al acoso que sufrían a manos de
sus enemigos franceses, ingleses y holandeses. La casa solariega rodeada de
viñedos de Maxim de Gourney se hallaba a varias leguas de Besanzón, capital del
Franco Condado, y esta circunstancia, unida a la gran afición que profesaba su
dueño por la cosmografía y la cartografía, había propiciado que muy pronto los
oficiales españoles de los Tercios buscaran su colaboración para confeccionar
mapas del terreno del denominado Camino Español, que comenzaba en Lombardía y
atravesaba Saboya, el Franco Condado y Lorena hasta adentrarse en los Países
Bajos, territorio del imperio siempre necesitado de soldados por los frecuentes
levantamientos que se iban sucediendo.
El capitán Jacinto de
Zadava era un militar curtido en el combate y amante de la aventura que había
descrito al señor de Gourney sin escatimar detalles su proyecto de embarcarse
en breve rumbo al Nuevo Mundo, del que tantas maravillas se escuchaban. Le
habló de las asombrosas civilizaciones que se habían descubierto, de las
riquezas sin cuento que encerraban sus tierras, y de su fauna y flora
exuberantes que librarían del hambre al Viejo Mundo, tan castigado por las
guerras, las sequías y la peste. Y todavía quedaba mucho por descubrir y
explorar, pues según mostraba el mapa que había comprado a un cosmógrafo
andaluz, había grandes extensiones denominadas Terra Incognita por encima de la
América Septentrionalis y debajo de la América Meridionalis. Le mostró además
unas semillas llamadas cacao que provenían de un árbol que en el Nuevo Mundo
crecía silvestre y con las cuales se preparaba una bebida de sabor amargo, conocida
como chocolate, cuyas propiedades vigorizantes y curativas comenzaban a
reconocerse en la Península Ibérica, y otras pepitas diminutas de una hortaliza,
llamada tomate, cuya sabrosa pulpa roja poseía un gusto tan agradable que
resultaba difícil prescindir de ella una vez que se había probado. Le explicó
asimismo que la Casa de la Contratación de Sevilla había creado una escuela de
cosmógrafos, cartógrafos y pilotos por la necesidad que había de ellos para confeccionar
las cartas de marear, imprescindibles para la navegación atlántica a las Indias
Occidentales.
A Maxim de Gourney se
le hicieron muy cortos los días que compartió con el capitán Jacinto de Zadava,
y durante los meses siguientes a su partida se dedicó a estudiar con ahínco
cuanto pudo obtener en Besanzón y Lyon sobre las últimas novedades de la
cartografía, dedicando una atención especial a los notables hallazgos del
cartógrafo flamenco Gerardus Mercator, quien había resuelto el problema de representar
la superficie terrestre sobre un pliego de papel valiéndose de las proyecciones
polares equidistantes, que conseguían evitar las distorsiones en la zona del
ecuador. También se puso al corriente de los adelantos habidos en el
instrumental marino, pues la navegación a estima o por fantasía, basada en el
uso combinado de los portulanos y la brújula que se empleaba en las rutas
marítimas mediterráneas, había cedido el paso a una náutica más técnica con
planteamientos matemáticos, que se caracterizaba por el empleo de instrumentos
de precisión como el astrolabio, las tablas astronómicas y unas cartas más
minuciosas que los portulanos medievales, puesto que la navegación de altura
por el imponente Atlántico, conocido como el Mar Tenebroso antes de la epopeya
americana, los había vuelto imprescindibles.
Cuando consideró que
estaba preparado, comunicó a su esposa Amélie la intención que tenía de ofrecer
sus servicios a la Casa de la Contratación sevillana.
—Habré de pasar un
examen, querida mía, para que me permitan hacer la carrera de Indias, pero
espero superarlo con fortuna en poco tiempo —le explicó exultante—. Partiré
solo y, una vez que me haya establecido, si las cosas me van tan bien como
espero, mandaré a buscaros.
Amélie lo miró atónita,
levantando la cabeza del complicado bordado que la entretenía y dejando en
suspenso la puntada, sin acabar de comprender el alcance de sus palabras.
El señor de Gourney
prosiguió su exposición:
—El capitán Jacinto de
Zadava regresará a nuestras tierras dentro de unos meses, y he determinado
aprovechar su viaje y compañía para presentarme en la corte castellana. Él
también está interesado en zarpar a las nuevas Indias, y tal vez pueda
acompañarlo.
Su esposa no puso
objeciones. Lo escuchó como quien oye llover, pensando que era un capricho más
que acabaría olvidando en cuanto surgiera ante sus ojos alguna otra novedad que
lo distrajera de la monotonía cotidiana que tanto lo hastiaba.
Así pues, prosiguieron
con su vida acostumbrada, sin ningún sobresalto destacable hasta la mañana en
que llegó, montado en su negro corcel, el furriel mayor de los Tercios
Españoles con la encomienda de solicitar provisiones y albergue para el capitán
don Jacinto de Zadava y los soldados que regresaban de Flandes a Génova, una
vez concluida la campaña bélica que se les había encomendado. El señor de
Gourney aceptó de buen grado que acamparan cerca de sus viñedos y se ofreció a
viajar con él a Besanzón y los pueblos vecinos para facilitarle la obtención de
los víveres y pertrechos necesarios para su estancia, que en esta ocasión sería
fugaz porque debían llegar al puerto genovés en una fecha prefijada para
embarcar en la flota que zarparía hacia Barcelona. El peligro del turco
desaconsejaba que se navegara en navíos sueltos, pues la probabilidad de acabar
en las mazmorras de Argel era cada vez más elevada.
—Amélie, querida mía
—anunció Maxim a su esposa—, ordena que preparen mi equipaje, pues partiré con
el capitán en breve, tal como te indiqué tiempo atrás que tenía previsto.
Y Amélie se encargó de
disponerlo todo con la abnegación que la caracterizaba, pues no hubo modo de
convencerlo para que abandonara su caprichosa pretensión y se quedara en sus
tierras. Varias fueron las lágrimas que vertió ahora la dama al recordar unos
hechos ocurridos hacía meses que le causaban tan honda melancolía.
—No llore, mi señora
—le aconsejó la criada—. El llanto y las penas son perjudiciales en su delicado
estado.
—No llores, mamá
—reiteró la hija, acariciándole la mano―. Nana tiene razón. Te hará daño.
Además, no hay motivo. Papá está contento y cuenta cosas muy curiosas y
entretenidas. ¿No te gustaría conocer esas ciudades y gentes de las que habla?
Si Dios lo quiere, nosotras también las contemplaremos dentro de poco, cuando
nos mande llamar y nos reunamos con él. ―Luego se dirigió al criado―: Armand,
abramos el paquete que nos ha enviado, pues seguro que guarda asombrosas
sorpresas que nos distraerán.
El criado cortó con su
navaja el cordel que cerraba el fardo, y dentro aparecieron dos saquitos, cada
cual con un pliego de papel pegado. En el primero decía:
Os mando un pequeño
acopio de cacao con la receta que emplean para hacer chocolate los monjes de
San Ginés. Veréis que no se trata de la bebida amarga que nos dio a probar el
capitán Jacinto de Zadava, sino de otra dulce por la miel y la leche que se le
añade a la semilla molida. Su uso se ha extendido mucho por su buen sabor,
unido a sus propiedades reconfortantes y al hecho de que, a decir de los clérigos,
dicha bebida no rompe el ayuno. Superé grandes impedimentos para obtener la
receta, pues la corte castellana la guarda a buen recaudo para impedir que se
propague a otros reinos, cosa que no creo que consiga, y me atrevo a augurar
que en pocos años el chocolate será la bebida distinguida de todo nuestro Viejo
Mundo.
En el segundo saquito
se especificaba:
Esta otra hortaliza que
os será desconocida recibe el nombre de batata, papa o patata. Las hay dulces
que se toman asadas o cocidas, despojándolas de su piel, y otras más insípidas a las que se les añade sal y se
comen guisadas de muchas formas, así como fritas en el aceite de oliva que en
estas tierras tanto abunda. Son un manjar delicioso que creo que librarían del
hambre a nuestros pueblos si se extendiera su cultivo, pues alimentan tanto
como el pan y su elaboración es más sencilla. He probado el tomate del que nos
habló el capitán Jacinto de Zadava y coincido en afirmar que su pulpa es
sabrosísima y excelente para la salud, por más que algunos no le tengan
confianza y solo utilicen la planta para adorno de jardines. Os mando unas
instrucciones para que plantéis las semillas que nos dejó...
—Nunca volverá —expresó
entre lastimeros suspiros la dama, interrumpiendo la lectura de su hija―. Está
maravillado con tantos descubrimientos y, cuando zarpe hacia esas tierras del
Nuevo Mundo, se olvidará de nosotros.
—No lo hará, mamá
—respondió la hija―. Además, aún faltan muchos meses para que se embarque, si
es que consigue el permiso de la Casa de la Contratación. Las flotas no salen
hasta finales de verano, época en que los vientos les son favorables para la
navegación. Antes le llegará nuestra carta con la noticia de que va a tener un
hijo...
—No —la interrumpió la
dama―. No vamos a comunicárselo hasta que nazca. Deseo que prosiga sus planes
hasta entonces.
—Pero eso no es
recomendable, mamá ―repuso su hija―.
Mejor sería…
—No hay más que
hablar ―cortó tajante la señora―. No me
contrariéis, pues conozco bien a mi esposo y sé lo que deseo y me conviene.
—Se hará como os plazca
―intervino conciliadora la criada para evitar más disputas―. Ahora entrad en la
casa, mi señora, pues es la hora de almorzar, y en cuanto baje el sol hará
frío.
La dama se levantó del
asiento y se dejó arrastrar al interior de la casa por su hija y la criada,
mientras Armand recogía el contenido del fardo y lo llevaba a la cocina.
Quisieron ayudarla a
subir la escalera que conducía a sus aposentos, pero Amélie se negó.
—No me tratéis como a
una inválida ―expresó, soltándose de sus manos―. Puedo caminar sola, pues no
estoy enferma. Id a vuestras ocupaciones y servidme el almuerzo en mi
antecámara. No bajaré al comedor.
La hija y la criada
obedecieron y se dirigieron a la cocina antes de que la señora Amélie hubiera
llegado al segundo piso. No estaba enferma, tenía razón, pero su embarazo
tardío la había debilitado y con frecuencia le fallaba la respiración. Por eso
tuvo que detenerse para recobrar el aliento, agarrada a la barandilla, una vez
que estuvo arriba. Del corredor que se abría enfrente surgió una anciana enjuta
vestida de negro. Era una prima lejana de su esposo que había aparecido sin
previo aviso en una silla de manos alquilada al poco de la partida de
aquel, pretextando una visita que ya se
prolongaba en exceso. La anciana fijó sus ojos penetrantes de ave rapaz en
Amélie mientras expresaba:
—¡Vaya, querida prima,
iba a buscaros! ¿Qué fue lo que pasó? ¿A qué vino tanto alboroto? Sabéis que no
os conviene excitaros. Lo que fuera debieron comunicármelo a mí.
—De ningún modo,
señora. Era carta de mi amado esposo y venía a mí dirigida ―repuso sin tardar
Amélie.
—¿Carta de mi primo?
—se admiró la anciana, tapándose la boca con las manos en un aspaviento
exagerado―. Dádmela para que la lea, me interesa mucho.
—No es para vos
—replicó la dama tajante.
—Pero ahora que él no
está, como pariente más cercana, me veo obligada a ocupar su lugar como ama de
esta casa y he de estar al corriente de sus noticias.
—El ama de esta casa
soy yo, no lo olvidéis, y no os preciso en absoluto. Tengo una hija y criados
que nos cuiden. Nos bastamos y sobramos solas.
—No os excitéis,
querida prima ―cambió el giro de la conversación la anciana al ver que no le
favorecía el que estaba tomando―. Yo solo pretendo vuestro bien y el de vuestra
hija. Por cierto, yo también debo comunicaros una agradable noticia: mi hijo llegará
en breve para unirse a nosotras. Necesitamos un hombre en esta casa, ahora que
el querido Maxim está lejos, para que se haga cargo de sus negocios.
—No necesitamos nada,
señora. Armand conoce bien nuestros intereses y cuenta con la confianza de mi esposo.
Creo que deberíais aprovechar el viaje de vuestro hijo para regresar con él a
vuestra casa. Os agradezco la visita, pero dura demasiado y tendréis cosas que
resolver lejos de aquí.
A la anciana se le
afiló el semblante ante esas palabras y un breve temblor desdibujó sus finos
labios, pero fue cuestión de segundos. Se repuso de inmediato y, como si no las
hubiera escuchado, replicó:
—Querida, os agradará
conocerlo. Es algo mayor que vuestra hija y lo he sabido criar para hacer de él
un hombre de provecho. Formarán una buena pareja. Pero dadme el brazo, bajemos
al comedor. Voy a ordenar que tiendan la mesa y nos sirvan allí el almuerzo.
Y antes de que Amélie
pudiera impedirlo, la agarró con fuerza para obligarla a iniciar el descenso.
—No, soltadme ―se negó
la dama resuelta, tratando de liberarse a codazos―. Almorzaré en mi antecámara.
Soltadme os digo.
Pero la anciana no
cejaba en su intento. Hubo un forcejeo entre ambas, y Amélie perdió el
equilibrio y cayó de espaldas. La anciana contempló sin inmutarse desde lo alto
de la escalera cómo la esposa de su primo rodaba escalones abajo como si de un
ovillo de lana se tratara. Luego prorrumpió en gritos y lamentos al comprobar
que permanecía tirada en el suelo sin moverse:
—¡Pobre de mí, auxilio,
a mí la gente de esta casa! ¡Socorro, socorro! ―y fue descendiendo peldaño por
peldaño con toda calma.
¿Qué más sucede? Este es el índice de capítulos de La historia escrita en el cielo
1. El Camino Español2. El convento de Santa Bárbara
3. Marie la ladrona
4. La baronesa Chantal Delacroix
5. El Monte de las Ánimas
6. El abrazo del oso
7. La sal en el fuego
8. El enano y el banquero
9. La beata, el caballero andante y los galeotes
10. Entre izas y rabizas
11. El Hospital de la Caridad
12. La sagrada familia
13. Lluvia sobre mojado
14. Amarillo indio, azul ultramar
15. Amor quita amor
16. A tientas los celos matan
17. El llanto de las sibilas
18. ¿Dónde estáis, amor?
19. Los espejos del pasado
20. El escriba del cielo
Epílogo
ESinteresante, tiene un buen comienzo, dan ganas de saber que pasará.
ResponderEliminarPues es fácil saberlo, Ignacio. Solo tienes que ponerte a leer...
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