En 2014 se cumplió (que no celebró) el IV centenario de la publicación
en Tarragona, en casa de Felipe Roberto, del conocido como Quijote de Avellaneda, escrito por un tal licenciado Alonso Fernández
de Avellaneda, natural de la villa de Tordesillas, de quien no se tenía noticia de ninguna otra obra anterior. La novela se tituló Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha, que contiene su tercera salida: y es la quinta parte de sus aventuras (los textos en rojo remiten a ediciones digitales). En el
prólogo quedaban claras las intenciones del autor:
Como casi es comedia toda la
historia de don Quijote de la Mancha, no puede ni debe ir sin prólogo; y así,
sale al principio desta segunda parte de sus hazañas éste, menos cacareado y
agresor de sus letores que el que a su primera parte puso Miguel de Cervantes
Saavedra y más humilde que el que segundó en sus Novelas, más satíricas que
ejemplares, si bien no poco ingeniosas.
No le parecerán a él lo son las
razones desta historia, que se prosigue con la autoridad que él la comenzó y
con la copia de fieles relaciones que a su mano llegaron ―y digo mano pues
confiesa de sí que tiene sola una; y hablando tanto de todos, hemos de decir
dél que, como soldado tan viejo en años cuanto mozo en bríos, tiene más lengua
que manos―; pero quéjese de mi trabajo por la ganancia que le quito de su
segunda parte.
Muchas son las suposiciones sobre el autor de
este Quixote nada cervantino pero
ninguna se ha podido probar. Lo único cierto es que el tal licenciado Fernández
de Avellaneda aprovechó la fama de la que ya gozaba el Ingenioso Hidalgo nueve
años después de ser publicado para dar a la imprenta una segunda parte que ya
se presagiaba al término de la primera: «La tercera vez que salió de su casa [don
Quijote] fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas que en aquella
ciudad hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor y buen
entendimiento». El verso del Orlando furioso que servía de
colofón: «Forse altri canterà
con miglior plettro» (Quizá otro cantará con mejor plectro) era una invitación —sin
duda tan artificiosa como cuando Cervantes se quejaba de ser mal poeta («Yo que
siempre me afano y me desvelo / por parecer que tengo de poeta la gracia que no
quiso darme el cielo»)— a tomar la pluma.
Sólo digo que nadie se espante
de que salga de diferente autor esta segunda parte, pues no es nuevo el
proseguir una historia diferentes sujetos. ¿Cuántos han hablado de los amores
de Angélica y de sus sucesos? Las Arcadias,
diferentes las han escrito; la Diana no
es toda de una mano. Y pues Miguel de Cervantes es ya de viejo como el castillo
de San Cervantes ―y por los años tan mal contentadizo que todo y todos le enfadan,
y por ello está tan falto de amigos, que cuando quisiera adornar sus libros con
sonetos campanudos, había de ahijarlos, como él dice, al Preste Juan de las
Indias o al Emperador de Trapisonda, por no hallar título quizás en España que
no se ofendiera de que tomara su nombre en la boca, con permitir tantos vayan
los suyos en los principios de los libros del autor de quien murmura, ¡y plegue
a Dios aun deje, ahora que se ha acogido a la Iglesia y sagrado!― conténtese
con su Galatea y comedias en prosa,
que eso son las más de sus Novelas: no nos canse.
Estaba en lo cierto Fernández de Avellaneda
al afirmar que en la Antigüedad clásica y la época medieval la autoría no había
gozado de unos límites bien definidos y que eran muchos los que bebían de
textos de otros para componer los propios. La copia a mano de los textos originales
para su difusión favorecía esa autoría desdibujada en la que muchos podían
meter su cuchara sin recibir reproches. En latín, la palabra plagium (proveniente del griego plágios, que significa oblicuo,
desviado) se empleaba para designar la apropiación indebida de esclavos ajenos
o la compra de un hombre libre a sabiendas de que lo era para utilizarlo como
esclavo. Por tanto, un plagiarius era
un ladrón de esclavos, alguien capaz de comprar o vender a un hombre libre como
esclavo, hasta que Marcial (siglo I d.C.), en uno de sus epigramas, comparó sus
poemas con esclavos manumitidos y acusó de plagiarius
(secuestrador) a un poeta rival, que había recitado los poemas como propios.
No fue hasta finales del siglo XV cuando surgió el concepto de derechos
de autor, impulsado por la difusión de la imprenta. La ciudad de Venecia fue la
primera en crear un sistema de concesión de privilegios o derechos de monopolio
para la impresión de ciertos libros, y de inmediato esta práctica sobre derechos
de publicación exclusivos se extendió a otros países, hasta convertirse en algo
habitual en la Europa de los siglos XVII y XVIII. Sin embargo, se trataba de un
asunto entre el impresor y el monarca, que se distribuían las ganancias
generadas por los libros impresos bajo licencia, pero rara vez suponía ingresos
para el autor que había creado y vendido su obra al impresor. Tampoco lo protegía del
plagio.
En la época de Cervantes, los plagiarios
podían ser objeto de cierta censura moral, pero carecía de consecuencias legales. ¿Fue
plagio lo que cometió Fernández de Avellaneda? Él mismo terminaba el prólogo de
su novela quijotesca afirmando:
En
algo diferencia esta parte de la primera suya, porque tengo opuesto humor
también al suyo; y en materia de opiniones en cosas de historia, y tan
auténtica como ésta, cada cual puede echar por donde le pareciere, y más dando
para ello tan dilatado campo la casilla de los papeles que para componerla he
leído, que son tantos como los que he dejado de leer. No me murmure nadie de
que se permitan impresiones de semejantes libros, pues éste no enseña a ser
deshonesto, sino a no ser loco; y, permitiéndose tantas Celestinas —que ya
andan madre y hija por las plazas—, bien se puede permitir por los campos un
don Quijote y un Sancho Panza a quienes jamás se les conoció vicio, antes bien,
buenos deseos de desagraviar huérfanas y deshacer tuertos, etc.
Cervantes debió de montar en cólera al
enterarse de que esta Segunda Parte que no había salido de su pluma estaba ya en
letras de molde y conseguía lectores, pero no se resignó.
Respondió como mejor sabía: apresurando la escritura del texto en el que ya
estaba trabajando y metiendo dentro de él esta novela que no era suya como un
elemento más, con lo que la trama ganó en complejidad, pero sin descubrir el
nombre verdadero del impostor por no darle mayor fama o acaso porque no lo supo.
Así, cabría afirmar que ambos escritores se influyeron mientras libraban una
batalla literaria, de cuyo vencedor, tras
el paso de los siglos, no quedan dudas.
Desde el punto de vista legal, no es fácil
demostrar un plagio. Incluso cuando existe coincidencia de ideas, si se
expresan con palabras diferentes, no se consideran copiadas. Menos aún cuando varían
el punto de partida o la conclusión. Ni cuando se emplea la obra de otro
indicando las fuentes.
A veces, cuando se bebe de un escritor clásico
de todos conocido, más que de plagio, se trata de un homenaje:
Los galeotes eran doce hombres a pie, unidos a una gruesa
cadena de hierro por los cuellos, además de llevar esposadas las manos. Los
acompañaban dos guardas a caballo y dos más a pie, provistos de escopetas de
rueda, dardos y espadas. Además, sabiendo la suerte que habían corrido el
caballero y otros infelices viajeros asaltados por los bandidos, habían
esperado la llegada de una cuadrilla de la Santa Hermandad para que los
custodiara mientras cruzaban los cerros en los que se habían hecho fuertes. Sus
miembros, vestidos de paño verde y luciendo los distintivos que les
correspondían según la categoría que ocupaban en la institución, tenían
facultad para perseguir, aprehender y juzgar a los delincuentes, así como para
ejecutar sentencias incluso de muerte cuando se trataba de reos que habían
cometido su delito en despoblado. Como esta circunstancia era de dominio
público, no abundaban los salteadores que se atrevieran a hacerles frente, por
lo cual pasaron las temidas gargantas sin más contratiempo que el calor
asfixiante, redoblado por la necesaria lentitud con la que se desplazaban
debido a los grilletes que atosigaban a los galeotes. Cuando habían recorrido
un par de leguas, la cuadrilla se despidió, afirmando que se adelantaba para
asegurar el camino por Sierra Morena.
De este modo, prosiguieron su torpe avance sin que
sucediera nada digno de mención, hasta que les salió al paso, lanza en ristre,
un individuo entrado en años, desgarbado, seco de carnes y de rostro enjuto,
vestido con una armadura abollada y tocado con un casco singular, caballero en
un rocín tan flaco que apenas parecía aguantar su peso. Llegaba acompañado de
un labriego de rostro mofletudo y barba cerrada que cabalgaba en un burro no
mucho mejor que la montura de su amo. Marie y la beata se hallaban lejos de la
cadena de galeotes y no pudieron escuchar lo que dicho individuo le preguntó a
los guardas, pero vieron que a continuación se dirigía hacia uno de los presos,
luego pasaba al siguiente, y así sucesivamente hasta llegar al cuarto, hombre
de rostro venerable y barba larga que se echó a llorar. Como el quinto
condenado tenía la voz bronca, a Marie y la beata les llegaron algunas de sus
palabras:
—Este hombre honrado va condenado por cuatro años a galeras
―oyeron que explicaba.
Algo replicó el labriego barrigudo que no lograron
entender, y les pareció que el galeote le respondía, entre otras cosas, que el
anciano iba a galeras por alcahuete y por hechicero.
Siguió una larga plática del caballero que no alcanzó a sus
oídos, ni la respuesta del anciano, quien al terminar lloró de nuevo con
desconsuelo. A continuación el caballero se puso a hablar con el siguiente
preso, y así prosiguió interesándose por cada uno hasta que llegó al último de
la fila, que era un hombre más bien joven y agraciado, aunque bizqueaba un
poco. Iba más atado que los demás con una cadena en el pie que se le liaba por
el cuerpo y le impedía todo movimiento de las manos. Las dos jóvenes escucharon
cómo los guardas revelaban al de la armadura que dicho individuo había cometido
más delitos que los demás juntos e iba con tantas prisiones porque temían que
se les escapara. Lo habían condenado a diez años en galeras, lo que suponía la
muerte civil. El galeote tenía facilidad de palabra y declaró que estaba
pasando a papel su vida, por lo cual no le importaba su condena porque allí
tendría tiempo de completar su libro.
—Hábil pareces —repuso el caballero de la armadura.
—Y desdichado —respondió el galeote—, porque siempre las
desdichas persiguen al buen ingenio.
—Persiguen a los bellacos —intervino uno de los guardas.
El galeote se incomodó con dichas palabras y profirió
algunas amenazas, ante lo cual el guarda alzó la vara para darle su merecido,
pero el caballero se puso en medio y evitó los golpes, manifestando a
continuación:
—De todo cuanto me habéis dicho, hermanos carísimos, he
sacado en limpio que aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que
vais a padecer no os dan mucho gusto y vais a ellas muy de mala gana y muy en
contra de vuestra voluntad.
Y prosiguió con razones semejantes, enumerando los delitos
de cada uno, para concluir pidiendo a los guardas que los desataran y dejaran
marchar en paz.
El guarda de mayor rango respondió:
—¡Donosa majadería! ¡Bueno está el donaire con el que ha
salido al cabo del rato! ¡Los forzados del rey quiere que le dejemos, como si
tuviéramos autoridad para soltarlos, o él la tuviera para mandárnoslo! Váyase
vuestra merced, señor, norabuena su camino adelante, y enderécese ese bacín que
trae en la cabeza, y no ande buscando tres pies al gato.
―¡Vos sois el gato y el rato y el bellaco! —respondió el
caballero.
Con estas palabras, arremetió contra él lanza en ristre y
lo derribó malherido al suelo. Como los demás guardas no esperaban tal
acontecimiento, no reaccionaron a tiempo y, cuando quisieron ponerle remedio,
los galeotes habían aprovechado la ocasión para romper las cadenas. La revuelta
se logró porque el labriego contribuyó a soltar al último preso, quien quitó la
espada y la escopeta al guarda caído y, apuntando con ella sin dispararla
jamás, consiguió que los restantes huyeran por el campo, perseguidos por las
pedradas que sus compañeros de cadena les lanzaban.
Marie y la beata habían contemplado la asombrosa escena
escondidas tras unas peñas, desde donde también fueron testigos de la pelea que
se desató a continuación entre el caballero libertador y los galeotes, que
primero lo lapidaron junto con su escudero y luego, una vez derribado a tierra
bajo el manto de piedras, lo apalearon. Al labriego lo dejaron en cueros y,
tras repartirse los despojos de la batalla, cada cual se fue por su lado para
escapar de la Santa Hermandad, a la que sin duda los guardas darían aviso de lo
ocurrido.
Este texto pertenece al capítulo 9, «La beata, el caballero andante y los galeotes», de mi novela La historia escrita en el cielo. Es
fácil apreciar que se trata de una reelaboración del conocidísimo pasaje de los
galeotes escrito por Cervantes que tantas veces escuché leer a mi padre durante
mi infancia y adolescencia. Él tenía una edición del Quijote como libro de cabecera, y tanto nos hablaba de la novela
que cuando la estudié primero en el colegio y después en la carrera —con mucho
detenimiento, pues cursé una asignatura dedicada por entero a Cervantes—, me
pareció que, dejando aparte los elementos formales y la erudición académica,
poco más de la enjundia que no nos hubiera desvelado mi padre podría yo extraer.
He seguido siendo lectora asidua del Quijote,
del que poseo diferentes ediciones, y por eso, cuando escribía mi novela,
ambientada en el siglo XVII, con una protagonista que se ve obligada a salir a
los caminos cual «dama andante», me pareció natural hacer que tropezara con el
Caballero de la Triste Figura. Y esto es lo que pasa tras la suelta de los
galeotes:
Marie y la beata salieron de su escondite con ánimo de
socorrer a quienes habían recibido tan cruel castigo de manos de los
malhechores que habían liberado. Cuando se acercaban, escucharon que el
caballero declaraba a su escudero:
—Siempre, Sancho, lo he oído decir, que el hacer bien a
villanos es echar agua en la mar. Si yo hubiera creído lo que me dijiste, yo
hubiera excusado esta pesadumbre; pero ya está hecho; paciencia, y escarmentar
para desde aquí adelante.
Tan maltrechos y ensimismados se hallaban que no se habían
percatado de la presencia de las dos jóvenes. Marie estaba a punto de
presentarse, cuando una voz le recomendó que no lo hiciera:
—Dejadlos solos para que se laman sus heridas en paz y
armonía ―manifestó el anciano galeote de la larga barba, que se la mesaba
sentado en una roca pelada—. No debéis mezclaros en su historia, pues ya la
escribe Cide Hamete Benengeli, autor arábigo y manchego, y vos no tenéis parte
en ella.
Ahora que lo contemplaba de cerca, Marie pensó que su
rostro le resultaba conocido.
—¿No sois vos Catafilo, el
judío errante que conocí en el Monte de las Ánimas? —le preguntó cuando
cayó en la cuenta.
Es este anciano Catafilo,
personaje apenas trascendente en la novela de Cervantes, quien se convierte en
otro crucial para la trama de la mía… Y
así continúa girando la rueda de la noria literaria.
Beber de escritores
fallecidos hace siglos, sean grandes o pequeños, cuesta poco, pues, como tantas
veces se ha repetido, los muertos son de trato fácil. Sin embargo, planteo esta
cuestión: ¿qué sucedería si se me pasara por la imaginación, cual otra
Fernández de Avellaneda, escribir una segunda parte con las aventuras de
Hércules, protagonista también manchego de Los pelícanos ven el norte de Pablo de Aguilar González?, ¿qué si me negara a
dejar morir a Violeta, personaje que da título a La pintora de estrellas de Amelia Noguera, y me propusiera escribir
una segunda parte para concederle una vida feliz?, ¿y qué si osara salvar con
mi pluma al escritor condenado de Nunca dejes de bailar de Carmen Grau
para permitirle conocer a su hijo que ya estará a punto de nacer?
Termino con un apunte más
sobre la palabra «plagio»: si en México alguien te dice llorando que le
plagiaron a su hijo o a su esposo, se refiere a que lo secuestraron. Como en
tantos otros casos, en América se ha conservado esa acepción antigua de la
palabra, procedente del latín, como secuestro para obtener un rescate, mientras
que a este lado del océano se ha perdido. Aquí plagio, por suerte, no significa
más que copia o imitación fraudulenta de una obra ajena.
¿Quién es culpable y quién inocente?
La lengua destrabada
¿Quién es culpable y quién inocente?
La lengua destrabada
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