Ilustración de Boni para Celia, lo que dice |
Algunas veces [Celia] está
triste (¡le dan tantos disgustos!) y tiene tanta pena que, aunque haya llorado
mucho, los sollozos la ahogan todo el día. Entonces los mayores dicen: «¡Dios
quiera que no tengas que llorar por algo más grande!». Y enseguida: «¡Feliz
edad!... ¡Qué dichosos son los niños!».
¡Dichosos! Ellos sí que lo son,
que se van a la calle cuando quieren, se acuestan cuando les parece bien, comen
lo que les gusta y rompen lo que se les cae, sin que nadie acuda a darles
azotes.
Celia, lo que dice, Elena Fortún, 1929
Días atrás, en una reunión navideña me mostraron
un libro sobre mujeres republicanas porque en una de sus muchas fotografías aparecía
una persona de nuestra familia. Interesada, al hojearlo me encontré con fotos y
biografías de Zenobia Camprubí, María Zambrano, Isabel García Lorca, Margarita
Xirgu o Victoria Kent, pero también con otros nombres femeninos menos conocidos
y, sobre todo, con uno que constituyó para mí una sorpresa. Estaba Elena
Fortún.
Encarnación Aragoneses Urquijo, que escribió
bajo el seudónimo de Elena Fortún (tomado del título de una novela histórica escrita
por su marido, Eusebio de Gorbea Lemmi), es la antaño famosa autora de una colección
de libros infantiles sobre una niña madrileña llamada Celia Gálvez de Montalbán
y su familia. Son los libros de Celia, ese personaje que acompañó la infancia e
incluso adolescencia de muchas niñas y niños de preguerra y posguerra, y que en
la década de los noventa del siglo pasado llegó a la televisión estatal
española en una serie corta de gran éxito dirigida por José Luis Borau.
Los libros de Celia: así los conocíamos en mi
infancia, sin prestar atención a quién los había escrito. Elena Fortún ya había
muerto cuando yo nací, pero muchos de sus libros que habían
sido de mi madre y de mis tías los guardaba mi abuela en un baúl que
había en su dormitorio de los llamados «mundo» (siempre creí que por la de
cosas admirables que atesoraba en su interior). A Paloma, la prima mayor, le
compraron más títulos (recuerdo Celia
madrecita, Celia institutriz y Cecilia
se casa) que pasaron a engrosar
la colección del baúl, y a ella le encantaba elegir alguno, casi siempre de los
más antiguos, y sentarse en una silla baja pintada de verde a leernos en voz
alta unas historias que nos dejaban boquiabiertas. ¡Qué imaginación tenía Celia
y en cuántos líos la metía!
Muchos años después, cuando yo trabajaba como
correctora de pruebas para Alianza Editorial en Madrid, compré a mi propia hija
algunos de los libros de Celia que, aprovechando el éxito de la serie
televisiva, empezó a reeditar en tapa dura dicha editorial, con ilustraciones
de Gori Muñoz. Mi hija los leyó todos contenta pero confesó enseguida que le
gustaba más la serie de televisión, que también compramos y vimos más de una
vez. La reedición de los libros fue un éxito, aunque tal vez no tan sonado como
la editorial esperaba. Probablemente la mayoría de los títulos con olor a nuevo
llegaron a las manos y las bibliotecas de lectores nostálgicos ya crecidos
(como yo misma), deseosos de compartir con su prole el placer que habían
experimentado en el pasado leyendo las aventuras de la niña madrileña.
Como tampoco es de extrañar, el renacer de
Celia provocó casi de inmediato la aparición de detractores supuestamente
progresistas que acusaron a Fortún de retratar en sus relatos una sociedad
pequeñoburguesa y decadente de Antiguo Régimen que más valía olvidar. Era el
Madrid acomodado del barrio de Salamanca, la sociedad bien que cerraba sus
puertas a cualquier intruso que no hubiera nacido en una buena cuna. Recuerdo
críticas acerbas en tertulias radiofónicas y columnas de periódico en las que sesudos
analistas en posesión de la verdad verdadera tachaban de ñoña y cursi a Celia y
todo lo que la rodeaba y ella representaba,
recomendando, en cambio, leer las múltiples aventuras de Guillermo, escritas
por la inglesa Richmal Crompton.
Eran muchos quienes presumían por entonces de
haber leído a Guillermo en la infancia y pocos quienes nos atrevíamos a
defender haber disfrutado con Celia. Confieso que a mí Guillermo me gustaba
poquísimo: sus aventuras tenían algo de estrambótico, sonaban raras, ajenas… de
niño pedante o memo. Entonces, a mis pocos años, la extrañeza de las
situaciones y las palabras que leía hacían que yo perdiera interés en seguir con
la aventura y abandonaba el libro a medias o corría para terminarlo cuanto
antes. Ahora sé la razón de la desazón que me provocaba esa lectura: es
dificilísimo traducir el lenguaje coloquial, más si es de niños; se suda tinta
para hallar los modismos justos, las exclamaciones apropiadas, si se pretende relatar
una gracia original sin que se pierda por el camino; es una tarea titánica
conseguir que, al traducirlo, un contexto extraño adquiera verosimilitud y se
entienda a la primera sin perder su particularidad ni caer en petulancias.
Sirva como ejemplo ilustrativo el siguiente texto, extraído casi al azar de Travesuras de Guillermo (1922):
No había tiempo que perder.
Corriendo, a su vez, como el viento, [Guillermo] bajó por la calle siguiente,
dejando tras de él a un señor de edad, acariciándose un pie y maldiciendo con
maravillosa volubilidad, de resultas del pisotón que le propinó. Al acercarse a
la puertecilla del jardín de su casa, Guillermo volvió a sacar el lápiz del
bolsillo y, mirando hacia atrás y disparando al mismo tiempo, franqueó la
puerta con gran rapidez.
El padre de Guillermo se había
quedado aquel día en casa porque tenía un fuerte dolor de cabeza y punzadas en
el hígado. Como pudo, se levantó del centro de la mata de rododendros contra la
que se había visto precipitado y asió a Guillermo por el cuello.
—¡Grandísimo bandido! —rugió—.
¿Qué significa esto de que cargues contra mí de semejante manera?
Al traducir, no es fácil lograr el equilibrio
necesario para reproducir sintaxis, vocabulario y situaciones peculiares que no
encajan en nuestros esquemas sociales ni mentales infantiles. Igual de difícil
resultaría traducir a Celia al inglés, desde luego. Los niños ingleses que la
leyeran también se quedarían estupefactos ante una traducción literal semejante
a su lengua. Y sin embargo, Guillermo y Celia, niño y niña, son paradigmas de
ingenuidad e imaginación, de perplejidad ante el incomprensible mundo de los
mayores, en sus respectivos entornos familiares y sociales; los dos igual de
bondadosos, de intuitivos, de perspicaces en su búsqueda del porqué de las
cosas… pero Celia siempre más triste. La tristeza está presente desde el primer
libro, Celia, lo que dice. Es uno de
sus rasgos característicos, así como la soledad:
Mamá se vestía para salir.
—¿Ya te vas?
—Sí, hija, ya me voy.
—¿Estarás cuando yo vuelva del colegio?
—No sé, pero creo que no.
—¿Por qué te vas todas las
tardes?
—No seas preguntona. Voy de
compras, de visitas, a tomar el té. ¡Qué sé yo!
—¿Y todas las mamás se van de
casa por la tarde?
—No sé qué harán las mamás, hija
mía. Lo que sé es que las niñas no son tan preguntonas como tú.
Yo me quedé triste y con ganas
de seguir preguntando. Al fin, dije:
—¡Si volvieras antes del
anochecer!...
—No podré. Anochece muy pronto.
Por justicia (literaria al menos), he de
añadir que, a pesar de todos los pesares, había algo más que compartíamos los
esnobistas lectores de Guillermo y los castizos lectores de Celia: para
nosotros eran personajes vivos, no los pensábamos salidos de la pluma de un
escritor y creíamos a pie juntillas que, con un poco de suerte, nos los
podríamos encontrar cualquier día en alguno de los lugares que frecuentaban. En
el caso de Elena Fortún, su personaje la absorbió tanto, llegó a mimetizarse de
tal modo con Celia Gálvez, que acabó convirtiéndose en ella: en Celia madrecita, por ejemplo, cuando la
protagonista —ya escritora que publica en Blanco
y Negro relatos para niños y contesta sus cartas— acude en verano a
Santander invitada por su tía Cecilia y conoce a otras chicas veraneantes de su
edad, «modernas, que viajan, que estudian» y la han leído en la revista, estas
se admiran de que exista de verdad y confiesan que la creían fruto de la
imaginación de una señora mayor con gafas. Fruto de la imaginación de Elena
Fortún, escritora a la sombra de sí misma.
Quizá este sea uno de los motivos por los que
su biografía pasó inadvertida; de que apenas nadie se interesara por su vida
hasta que Carmen Martín Gaite escribió al respecto y le devolvió cierta
visibilidad. Elena Fortún no fue una señora de la buena sociedad madrileña que
se entretenía escribiendo; tampoco poseía estudios universitarios pero se
esforzó en cultivarse. Sí es cierto, en cambio, que nació y murió en Madrid
(1885-1952), pero además vivió en muchos otros lugares de España y se vio
condenada al exilio en Argentina cuando los sublevados de África derrotaron a
la Segunda República. Era una mujer idealista, simpática, una republicana
convencida que tenía una fe ciega en que la educación salvaría al mundo y que no
disfrutó de una vida fácil. Muy joven
quedó huérfana de padre y, sin recursos propios, siguió el consejo de su madre
y se casó con un primo segundo, Eusebio Gorbea Lemmi, que era teniente de
artillería y escritor aficionado asiduo de los círculos literarios. La muerte a
los diez años de Manuel, conocido familiarmente como Bolín, el pequeño de los
dos hijos que tuvo, fue el segundo golpe fuerte que le propinó la vida. Después
llegarían la guerra civil, el exilio en Argentina y el suicidio de su marido,
incapaz de soportar la derrota republicana y su salida de España. Su primogénito,
Luis, que había perdido un ojo en un accidente de caza y jamás regresó del
exilio estadounidense, también
acabaría quitándose la vida, pero para entonces Elena Fortún ya había muerto y
él no había acudido a su entierro en Madrid.
Hace casi un siglo que esta escritora, que
siempre utilizó seudónimo, comenzó a publicar en el suplemento Gente Menuda de la revista Blanco y Negro, inspirándose en las
conversaciones que mantenían sus hijos durante los juegos en el Parque del Retiro
y que ella anotaba en un cuaderno. Quienes
la conocieron la han descrito como una mujer pequeñita, de ojos grandes y
oscuros, buena persona, algo chiflada e inclinada al ocultismo, la teosofía y
el espiritismo, sobre todo tras la muerte de su hijo, con quien pretendía
comunicarse. No se parecía en el físico a Celia, que es rubia: «Tiene el
cabello de ese rubio tostado que con los años va oscureciéndose hasta parecer
negro. Tiene los ojos claros y la boca
grande. Es guapa. Mamá se lo ha dicho a papá en secreto, pero ella lo ha oído»
(Celia, lo que dice, p. 7). El éxito
de las colaboraciones en Blanco y Negro llamó
la atención de la editorial Aguilar, que le ofreció un contrato para publicar
la colección de libros Celia y su Mundo. El personaje infantil, rodeado de
otros muchos como su hermano Cuchifritín o su prima Matonkikí, fue creciendo y
viviendo las mismas vicisitudes que su autora, ambas mujeres modernas según las
convenciones sociales vigentes por entonces pero hijas de su siglo y, por
tanto, presas de las ataduras patriarcales a pesar de su deseo siempre
insatisfecho de independencia y libertad…
en la medida de sus posibilidades y entendimiento. En las novelas de la
colección, autora y personaje van buscando su lugar en la sociedad, en el mundo
que ellas van aprendiendo a descifrar, como escritoras y como mujeres. La
ingenuidad y la ironía son sus armas preferidas para hacer crítica social en
argumentos sencillos, de muchos diálogos, con abundantes exclamaciones y puntos
suspensivos.
Para comprender la evolución creativa de
Elena Fortún, los títulos más interesantes de la colección son Celia madrecita y Celia, institutriz en América. En el primero, una Celia adolescente
afronta la muerte de su madre al dar a luz a María Fuencisla, se hace cargo de
la crianza de sus dos hermanas pequeñas y renuncia a estudiar en la
universidad: «Lloré sobre mis catorce años que habían sido felices hasta la
muerte de mi madre; mis tres cursos de bachillerato, que consideraba perdidos,
y los pájaros de mi cabeza, que aleteaban moribundos». La madre, que ya no es
el ángel del hogar decimonónico, muere justo antes del estallido de la guerra
civil. En el libro siguiente Celia está en Argentina; ha emigrado con su padre,
arruinado, y sus hermanas. Al principio del libro este le dice que allí serán
felices, que ella podrá reanudar sus estudios y «llegar a ser algún día una
gran escritora». Celia, como la misma Elena Fortún, intenta conseguir en Buenos
Aires alguna colaboración periodística con la esperanza de que su fama la haya
precedido, puesto que, en sus propias palabras, la «conocen todos los niños de
habla española». A sus diecinueve años, Celia encuentra trabajo en la estancia
El Jacarandá de la Pampa como institutriz de dos niñas medio indias, sobrinas
de un médico adinerado del que acaba enamorándose. Es el último libro con Celia
como narradora, pues el siguiente, Celia
se casa, ya está narrado por su hermana pequeña Mila (María Fuencisla).
Sin embargo, entre Celia madrecita y Celia,
institutriz en América había un vacío argumental. En el segundo se da por
supuesto que la guerra civil ha terminado y que Celia había mantenido un breve romance
con Jorge, un joven muy guapo al que en Santander las chicas apodaban Gary
Cooper. ¿Qué había pasado durante esos años de silencio literario? El
descubrimiento y la publicación de Celia
en la revolución vinieron a resolver el misterio. Elena Fortún no se había
quedado callada durante la conflagración. Había colaborado en varias
publicaciones periódicas para denunciar la situación de los hijos de los
combatientes, las desgracias que surgían a diario y hasta la triste suerte de
los animales domésticos que también perecían por doquier. La guerra no la
paralizó y aunque no pertenecía a ningún partido político, no dudó en trabajar para
mejorar las condiciones de la mujer y la infancia desde el Lyceum Club junto
con otras feministas destacadas, defendiendo la República hasta el final,
cuando ya sabía que la guerra estaba perdida y que le costaría el exilio. Desde
el otro lado del océano, en tierras argentinas, hilvanando recuerdos y vivencias, en 1943 terminó de redactar el
borrador de la novela más desgarrada de todas las suyas para dejar constancia
de la guerra pasada. La ingenuidad y la ironía ceden el paso a la crónica, casi
periodística, de los horrores que se van entrelazando y para los que Celia no
encuentra explicación. Es como una sucesión imparable de sinsentidos en la que
todos sufren, hasta los animales, abandonados o muertos con sus dueños. Este es
el comienzo:
El abuelo deja el periódico
violentamente y suelta una palabrota.
Teresina lo mira con los ojos
redondos de asombro y María Fuencisla, que come su sopita, hace un puchero con
su boquita fruncida.
—¡Abuelito, que has asustado a
las nenas!
—¡Más asustado estoy yo! ¿No
sabes lo que pasa? ¿No?
—No abuelito, no, no lo sé.
—Se ha sublevado la guarnición
de África.
Marisol Dorao fue quien
tuvo la fortuna de dar con el manuscrito inédito. Ella misma lo cuenta en el
prólogo de la novela:
La
primera vez que oí hablar de Celia en la
revolución fue en la editorial Aguilar: había sido pensado, había sido
escrito…
—Sí,
[Luis,] el hijo de Elena Fortún habló de un manuscrito, pero no sabemos dónde
está…, quizá lo tenga su viuda, que vive en Estados Unidos…
Aprovechando el viaje
transoceánico a un congreso de literatura en el que precisamente Dorao
presentaba una ponencia sobre Elena Fortún, visitó a Ana María Link, la suiza
que ya había enviudado de Luis. Muy amable, le entregó un bolsón de papeles,
pidiéndole que se publicaran, y entre ellos apareció el manuscrito. Se había
escrito a lápiz, en cuartillas que el tiempo ya había oscurecido, volviendo
borrosas las letras. Dorao lo pasó a máquina «con la comprensible dificultad,
agravada por el cansancio de la autora en los finales de capítulo, que le hacía
dejar palabras, e incluso frases, sin terminar». La editorial Aguilar publicó Celia en la revolución en 1987 con una
«Nota de los editores» en la que se explican los criterios de edición seguidos
ante el carácter de borrador del texto, que nunca llegó a ser revisado a fondo
por su autora, y las pequeñas incongruencias que surgen en el desarrollo del
argumento, más el prólogo de Marisol Dorao, donde habla del dolorido asombro de
la niña de quince años ante «la sangrienta, absurda y, esperemos que
irrepetible, lucha fratricida que fue nuestra guerra civil».
La tirada se agotó y nunca
se reeditó. El título está descatalogado y no he logrado encontrar la novela ni
en librerías de viejo ni en las virtuales. Estaba resignada a buscar una
biblioteca que la conservara en sus fondos, cuando descubrí que la podía leer en
línea gracias a Scribd (Celia en la revolución, con ilustraciones), el sitio web que permite a los usuarios compartir
documentos. Sin embargo, se trata de una edición algo descuidada, con
frecuentes empastelamientos y erratas, aparte de las leves incongruencias en el
argumento que ya señalaron en su día los editores de Aguilar al publicar la
novela. Con todo, la lectura de sus 247 páginas merece muchísimo la pena: Celia
vive en carne propia la vorágine de la guerra y va relatando lo que ocurre a su
alrededor con sus ojos pasmados de quinceañera. A poco de comenzar el relato,
su abuelo es fusilado por falangistas al haber entregado sus armas al pueblo
para que se defienda de los sublevados. Celia huye de Segovia montada en el
burro Picio con sus dos hermanas
pequeñas mientras la fiel Valeriana lleva el ronzal. Tras un accidentado viaje,
logran llegar a la capital:
—¿Es
esto Madrid?
—Sí.
Ya estamos en el barrio de Palacio.
—Mu
puerco está esto pa tener la capital tanta nombradía —dice gravemente.
Es
verdad. Los árboles de la plaza están como si hubiera pasado por ellos un
huracán, y el suelo, cubierto de ramas rotas, de hojas caídas pero no secas
—¡estamos en pleno verano!—, de papeles, de libros y de pedazos de plomo.
Tomo
uno y me lo pongo en la mano.
—Es
una bala.
—¡Suelta
eso! —dice Valeriana asustada.
Una
mujer con un chico, que ha venido con nosotros en el camión, se acerca y nos
explica lo ocurrido.
—Allí
está el Cuartel de la Montaña y lo han tomao el otro día… Dicen que se
encerraron dentro las tropas y los oficiales, y desde dentro disparaban. Pero los
paisanos con cañones y con fusiles desde fuera les hicieron hincar el pico…
Murieron achicharrados como chinches… a algunos los arrastraron por aquí.
Más adelante, la tía Julia
y su hijo Gerardo, en cuya casa se han refugiado, son fusilados por los
republicanos; las hermanas pequeñas de Celia, acompañadas por Valeriana, son
evacuadas de la ciudad y les pierden el rastro. Y Celia, entre bombardeos y
muertes, pierde el miedo y a sus pocos años aprende a sobrevivir y cuida de su
padre que ha caído herido en el frente, además de ayudar en el Albergue de
niños con sus amigas María Luisa y Fifina, otras dos valientes que sirven para
todo. Pero no dejan de ser adolescentes y, entre tanta miseria, entre tantas delaciones,
desgracias y hambruna, encuentran momentos de diversión e incluso se preocupan
por estar guapas, y piensan en el amor. Cuando Celia ha viajado desde Madrid hasta
Valencia para tratar de dar con el paradero de sus hermanas, aparece en escena Jorge:
Me
hospedo en una casona enorme de un título que logró escapar y sus criados han
hecho de la casa una pensión. Me ponen una cama, oculta con un biombo, en el
suelo y duermo mal… todo el cuerpo me duele. Del Albergue nadie sabe nada […].
Salgo temprano. Las calles de casas bajas y blancas, el cielo azul claro, la
temperatura deliciosa, mucha gente que va y viene, fruteros, verduleros,
restaurantes, cafés… ¡Parece que no pasa nada…! En la calle de la Paz, todos
los escaparates abiertos, ¡Haya collares y sortijas, figuritas de bronce,
relojes de lujo, jarrones! Un café elegante… Entro. Tal vez pueda desayunarme
[…].
—Señorita…
Compañera…
Un
miliciano está frente a mí sonriente.
—¿No
te llamas Celia?
—Sí…
—Yo
soy Jorge Miranda, el hermano de Adela… ¡Vamos, mujer, recuerda…! El año pasado
en Santander…
Siento
que me pongo encarnada, y entonces me avergüenzo aún más.
—Es
que… —se me llenan los ojos de lágrimas.
—Bueno,
bueno, ¡ánimo! Ya me supongo que te habrán ocurrido cuarenta mil desgracias…
Ahora, a todos… ¿Tu padre?
—En
la guerra… Ni sé siquiera dónde puede estar en este momento… Mi abuelito
fusilado… Tía Julia y Gerardo… fusilados también. Mis nenas en un Albergue… por
aquí, no sé dónde. Por ellas he venido.
La guerra continúa y se va
perdiendo. Celia empieza a darse cuenta, pero su padre le pide que no cambie de
ideales:
Yo
no sé a qué llama papá mis ideales, pero él continúa:
—Ten
en cuenta que el gobierno no tiene un ejército disciplinado, no tiene una
policía interna, no tiene nada que le defienda y haga cumplir sus órdenes, más
que este pueblo, indisciplinado y desatinado… este pobre pueblo en cuyas manos
estamos tú y yo, y no le tememos, ¿verdad, hija mía, que no le tememos? Tú has
cruzado durante meses todo Madrid dos veces al día por irme a cuidar al
Hospital de Carabanchel, y yo nunca he temido por ti… y ahora te oigo salir de
noche para ir a las colas y no temo que te pase nada… y aquí estoy solo, y he
estado enfermo y solo, con las puertas abiertas en medio del campo, y nunca he
temido nada… No, no tememos a este pueblo porque le queremos, y él lo sabe; la
inteligencia puede equivocarse, la intuición no se equivoca nunca.
—Sin
embargo, papá… yo no quiero hacerte sufrir… pero conozco a una mujer que ha
hecho fusilar a toda una familia, y esta familia le daba limosna a ella y a sus
hijos…
—¡Limosna,
limosna! —papá habla a gritos, como siempre que se exalta—. ¡Pero el pueblo no
quiere limosna!... y lógicamente, odia a quien le humilla dándosela… No, no es
eso, hija mía, no. El pueblo tiene derecho a trabajar, porque todo el mundo
tiene capacidad para ocupar sus manos, o su inteligencia, en algo útil… quiere
vivir en casas que le ofrezcan un poco de bienestar, quiere vestirse con
decencia, quiere escuelas para sus hijos… No míseras escuelas, sino la escuela
única, la escuela que ya existe en América, donde el hijo del obrero se sienta en el mismo banco que el hijo del
propietario, sin más diferencia que las limitaciones impuestas por la misma
naturaleza… Eso queremos tú y yo para el pueblo, y eso le hubiera dado la
República… y esa esperanza viene a quitarla esta revolución de aristócratas y
de lacayos…
Sus hermanas y Valeriana
no han aparecido, a pesar de que Celia ha viajado también a Albacete y Barcelona,
siguiendo las pistas que le dan del Albergue evacuado. Por fin se sabe que las
tres están a salvo en Francia, y Celia abandona Barcelona, que sufre terribles bombardeos,
para regresar a su casa en Madrid y aguardar el fin inminente de la guerra:
La
casa sin muebles está helada y fea… pero aún queda el retrato de mamá en el
comedor, y en mi cuarto del piso primero, las camitas de mis hermanas y el
armario de palo santo que siempre estuvo en mi casa.
—Vengo
a quedarme aquí hasta que acabe la guerra… Y luego vendrán papá y las nenas… ¡Qué bonita se
tiene que poner la casa para recibirlos!
Guadalupe
quiere darme de cenar unas pobres lentejas sin aceite… Pero yo soy quien trae
carne, y sardinas y salchichón. Al ver tan exquisitos y casi olvidados
manjares, Guadalupe enmudece…
—Solo
quiero dormir en mi cama, acostarme bajo mis mantas…, en las sábanas que bordó
mamá… ¡No me cierres la ventana, Guadalupe! Quiero ver, cada vez que me
despierte, el cielo de Madrid, tan hondo, tan aterciopelado… y con tantas
estrellas… ¡Huele a Madrid en el aire!
Elena Fortún |
Me
quedo sola en la ancha acera bajo los árboles aún desnudos de hojas… ¡Sola…!
Todos, uno tras otro, han ido dejándome sola antes de que me fuera…
La lengua destrabada
La lengua destrabada
Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.
¡Me encanta! Gracias, tocaya. Un abrazo.
ResponderEliminarPues lee Celia en la revolución, Carmen. Seguro que te gusta.
EliminarUn beso y feliz año.
Yo no he leído nada de Celia aunque si he oído hablar de ella, una vez tuve ocasión pero me pareció una niña muy cursi, entonces andaba por los 16 años y ya tenía otro tipo de lecturas en mente. Pero después de leerte y ya con los años que tengo jajaja creo que podría sacarle mucho más a las novela de Elena. Gracias Carmen, soberbia entrada ;-) Un beso
ResponderEliminarGracias a ti, Marīa José, por leer la entrada. Creo que Celia en la revolución es una novela muy interesante, tanto para adolescentes como para adultos. Las demás de Celia son muy distintas. A mí me gustan todas, y me encantaría encargarme de una nueva edición de Celia en la revolución. Da pena que libros tan interesantes caigan en el olvido.
ResponderEliminarUn beso.
Muchas gracias por tu estupendo artículo y por darnos a conocer la biografía de Elena Fortún. Devoraba los libros de Celia cuando era pequeña y Celia en la revolución ocupa un lugar privilegiado en mi biblioteca desde que se publicó. Existen pocos libros sobre la guerra civil escritos desde la inmediatez de lo ocurrido y este, en mi opinión, constutuye un testimonio valiosísimo.
ResponderEliminarDe nada, Carmen. Me alegro mucho de que te haya gustado el artículo. ¡Qué suerte tener la edición en papel de Celia en la revolución! Es muy difícil de encontrar y, como tú, pienso que es un testimonio valiosísimo de lo que ocurrió en aquellos años terribles. Mi madre pasó la guerra en Madrid cuando era niña y recuerdo que nos contaba cosas semejantes sobre el hambre, los bombardeos... En fin, sería estupendo que se hiciera una reedición de la novela. A ver si dándole publicidad lo conseguimos.
ResponderEliminarUn abrazo.
Hola Carmen. Hablamos el otro día (soy la chica del blog de nombre raro); no sé si llegué a presentarme con mi nombre, pero es el mismo que la protagonista de estas novelas.
ResponderEliminarA mí me las regalaban de pequeña y recuerdo que me hacía mucha ilusión porque la protagonista se llamaba como yo y tenía la sensación de que estaban escritas para mí (no conocía muchas Celias por entonces).
La primera que leí fue "Celia en el colegio". Luego, no sé en qué orden, "Celia lo que dice" y "Celia novelista". Después leí "Celia madrecita", y recuerdo que se me hizo aburrida a aquella edad. Esas cuatro las tengo en edición de tapa dura de Alianza Editorial. Luego compré "Celia y sus amigos" en una edición un poco peor, pero quizá algún día me lance a hacer la colección con todos iguales porque he visto por ahí ofertas interesantes de segunda mano. También me gustaría releerlos todos para verlos con otros ojos y quizá descubrir detalles que no aprecié en su momento. Ahora, releyendo fragmentos, me parece una narración muy bonita la de Elena Fortún.
No conocía algunas de las novelas de las que hablas en el artículo. Me ha gustado que me recuerdes a este personaje.
Un beso.
Hola, Celia, qué gusto encontrarte por aquí. Yo también me he paseado por tu blog e incluso lo he añadido a mi lista de los más interesantes. Y ya no se me olvidará su nombre porque, al comentarme que eres médico, entendí el sentido de Bibliofilosis letrae.
EliminarA mí los libros de Elena Fortún me gustaron de niña en su momento y la lectura reciente de Celia en la revolución me impresionó por lo que tiene de crónica de unos años de guerra narrados en primera persona. Es una novela que merecería una edición más cuidada de la que se hizo en su momento, que está agotada y descatalogada.
Un beso y gracias por pasarte a leer, Celia.
Pues me acabas de recordar lo que significaba el nombre de mi blog. Escribí una entrada explicándolo hace mucho tiempo, pero lo había olvidado. Sí, algo así como una enfermedad de adicción a los libros. Aunque también un poco una palabra mágica o un hechizo. Pero tampoco es tan raro: las palabras bibliófilo y letra existen, ¡sólo son cuatro letras extrañas añadidas al final!
EliminarTambién añadí tu blog al programa que uso para seguir las actualizaciones, gracias por pasarte por el mío.
Sí que es un nombre raro, Celia, y difícil de recordar para quienes no sepan griego y latín. A mí me llamó la atención la curiosa mezcla de palabras inventadas. En lugar de enfermedad, yo llamaría a la bibliofilosis «condición», no en el sentido de las malas traducciones del inglés (afección en español), sino en el de «natural, carácter o genio de las personas» (RAE) que se sienten atraídas por las litterae, las letras, aunque bien advierte el proverbio que «litterae non dant panem» (las letras no dan pan).
EliminarUn beso.
La editorial Renacimiento va a publicar todo Elena Fortún. Ya han salido Celia en la Revolución, Celia institutriz en América, Celia Madrecita y Mila y Piolín. http://www.libropatas.com/mundo-editorial/celia-en-la-revolucion-sera-al-fin-reeditada-junto-con-todos-los-libros-de-celia/
ResponderEliminarMuchas gracias por la información, Chrisss. Procuraré estar pendiente para comprar Celia en la revolución.
EliminarUn saludo.