El sábado pasado por la tarde me inyectaron, por fin, la primera dosis de la vacuna contra la covid-19 de AstraZeneca. Fue en el estadio Wanda Metropolitano, que está a más de 30 kilómetros del lugar donde vivo. Así es la libertad que nos gastamos en la Comunidad de Madrid. Por miedo a la distancia y a las grandes colas que esperaba de las vacunaciones masivas tan publicitadas, fui con tiempo y llegué media hora antes de la marcada en la cita. En efecto, nada más salir del aparcamiento, había mucha infraestructura dispuesta para distribuir enormes masas de gente, pero nadie ―es literal― ocupándola. Llegué yo sola al punto de entrada, donde me pidieron mis datos; de ahí seguí, como me indicaron, el carril marcado hasta llegar a los puestos de vacunación, donde tampoco tuve que esperar nada: la mayoría estaban ociosos. Volvieron a pedirme los datos y me senté para que me vacunara en el brazo derecho, puesto que soy zurda, una enfermera encantadora que no me hizo ningún daño. A continuación me entregaron una hoja con toda la información sobre el lote de mi vacuna, los efectos que cabía esperar y el plazo previsto para la segunda dosis (10 o 12 semanas). El último paso fue aguardar sentada 15 minutos, que yo misma debía controlar, en un espacio habilitado a tal efecto para comprobar que no experimentaba ninguna reacción adversa. Durante el tiempo que permanecí allí, hubo un flujo débil pero constante de personas más o menos de mi misma edad que llegaban en estricto silencio, con la mascarilla puesta, y se marchaban cuando se cumplía lo estipulado. Yo hice lo mismo. En total, el proceso se completó en menos de 25 minutos. A la hora fijada de mi cita, yo ya estaba recorriendo los 30 kilómetros en coche para regresar a casa.
Me siento privilegiada. Tenía muchas ganas de vacunarme, por mí y por
los demás. Es lo único que se puede hacer para intentar recuperar una vida
semejante a la que había antes de la propagación del maldito coronavirus. Tuve febrícula
al día siguiente y un dolorcillo en el lugar del pinchazo que poco a poco se ha
ido pasando. Ojalá mi cuerpo reaccione como es de desear y produzca los
ansiados anticuerpos; ojalá me llamen para inyectarme la segunda dosis cuando
me toque. Tengo tantas ganas…
Informa María Moliner en su Diccionario
de uso del español que ‘gana’ es palabra gótica con parientes de sentido
afín en las lenguas escandinavas y que significa «deseo o apetito de hacer
cierta cosa o disposición adecuada para hacer algo». Aunque difiere en cuanto
al origen de la palabra, pues la hace provenir del griego, Sebastián de
Covarrubias ya la recoge en su Tesoro de
la lengua castellana, o española (1611)
con el mismo significado: «deseo, apetito, voluntad, y aquellas cosas de que
tenemos gana las apetecemos, por tener gozo y contento en ellas». La gana
también puede ser mala o buena: comió de
mala gana; lo ayudó de buena gana; o
indicar la inutilidad de hacer algo: buena gana tienes de madrugar tanto. En plural, aparece en varias
locuciones con sentidos diversos: ese día
nevó con ganas (en exceso, mucho); quería
viajar, pero se quedó con las ganas (fracasar en un cometido); a ese político le tienen muchas ganas (provocar
animadversión e interés de enfrentamiento); no
le vino en gana/ganas acompañarnos (dignarse, consentir). Las ganas a menudo se califican de locas o rabiosas: tengo unas ganas rabiosas de beber una cerveza. Pero
quizá uno de los usos más repetidos últimamente de la ‘gana’ debido al
cansancio provocado por tantos meses de restricciones de derechos ciudadanos a
cuenta del estado de alarma decretado para combatir la pandemia y, sobre todo, debido
a la trivialización de la palabra ‘libertad’, omitiendo interesadamente la
responsabilidad que siempre conlleva, sea estas chulescas expresiones castizas:
no me da la gana llevar mascarilla; no me
da la real gana guardar la distancia de seguridad y hago
lo que me da la gana porque en Madrid somos libres…
A las pocas horas de haberme puesto la primera dosis de la vacuna de
AstraZeneca, la Puerta del Sol, las calles y los parques madrileños se llenaron
de gente insensata que celebraba el fin del estado de alarma y proclamaba su «libertad
de vivir a la madrileña» bebiendo, bailando, gritando, simulando torear o haciendo
el oso, que para eso los toros aquí se consideran parte vital de nuestra
«cultura» y el animal plantígrado es la mitad del símbolo que representa a esta
nuestra ciudad capital. Esas imágenes incívicas y bochornosas han dado la
vuelta al mundo. ¿Quiénes son los responsables? De esta pandemia no estamos
saliendo mejores; muchos ni siquiera lograrán sobrevivir. No importa, si se
saca rédito político. Al final, a pesar del ingente esfuerzo del personal
sanitario, se acabará imponiendo la ley de la selva darwiniana y la selección
natural, el sálvese quien pueda de la historia. Y se seguirá haciendo política
en el sucio barro que todo lo impregna.
¿Sabes de qué tengo ganas? es el título de una canción de
amor mexicana que comienza con estas palabras y solía cantar maravillosamente María
Dolores Pradera. Ojalá en lo único que tuviéramos que pensar en estos días
aciagos fuera en lo que dice la letra de la canción. Ojalá el amor y el respeto
mutuo imperaran en nuestras vidas ahora y en el futuro.
La lengua destrabada
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