El tiempo es una noción
construida para integrar sucesión y duración que cambia de una cultura a otra y
de una época a otra. Pero en todas ellas se ha medido y se sigue midiendo: los
primeros calendarios ―babilónicos y egipcios―, basados en la astronomía, tienen
más de 5000 años. En la Antigüedad se mantenía una percepción cíclica del
tiempo, que se extendía al futuro inmediato, al pasado reciente y al presente
actual: lo que se salía de esos límites pertenecía al mito y la leyenda. Desde
ese tiempo cíclico, en una evolución prolongada y compleja, se llegó en
Occidente al tiempo lineal e irreversible de la actualidad, que se divide en fracciones iguales y
reconocibles, y en el cual se diferencian con nitidez pasado, presente y
futuro.
Parece que los romanos fueron de
los primeros en interesarse por establecer el curso de la historia y por marcar
mediante acontecimientos destacados su periodización: antes o después de la
guerra de Troya o de los Argonautas, las olimpiadas o la fundación de Roma (ab urbe condita) fueron algunos de los
hitos utilizados para ese cometido. Sin embargo, fue la instauración del
cristianismo la que consiguió transformar por completo la concepción del
tiempo: con su advenimiento, adquirió una estructura determinada como algo
creado con principio y fin que guardaba en su interior una división
fundamental: lo acontecido en la era antes del nacimiento de Cristo y lo
acontecido en la era posterior al nacimiento de Cristo. El papa Bonifacio IV
tomó la decisión, en el año 607, de
abandonar en los escritos la abreviatura más habitual a. u. c. (ab urbe condita) para
contar los años desde la fundación de Roma en favor de las abreviaturas a. D. (anno Domini, año del señor) y p.
C. (post Christum) o d. C. (después
de Cristo), pero hasta el siglo XVII no
se sistematizó también el cómputo de los años anteriores al nacimiento de
Cristo como a. C. (ante Christum, antes de Cristo). Todas las abreviaturas citadas se
escriben con un blanco de separación entre las letras después del punto porque cada
una de ellas representa una de las palabras componentes de una expresión
compleja.
No obstante, a pesar de su progresiva
universalización a lo largo de los siglos, estas abreviaturas cronológicas no
gozan en la actualidad de una aceptación generalizada ni siquiera en el mundo
occidental. Y el motivo es su sesgo religioso y no el reconocido error de
datación de unos cinco años cometido desde su inicio, en el año 527, por el
monje Dionisio el Exiguo, experto matemático que se había propuesto elaborar el
primer calendario cuyo origen fuera el nacimiento de Cristo. En todas las áreas
del conocimiento, intelectuales, académicos y científicos laicos o no
cristianos prefieren recurrir por su neutralidad a las expresiones ―y las abreviaturas
correspondientes a ellas― era común (e. c.) o era vulgaris (e. v.) y antes
de la era común (a. e. c.), todas recogidas y autorizadas por el Diccionario de la lengua española de la
RAE.
Hay quienes sostienen que estas
últimas expresiones y abreviaturas no son más que eufemismos, puesto que evitan
la referencia a la figura religiosa, pero aceptan la misma datación. Pero es
precisamente por aceptar esa misma datación por lo que han prosperado y ahora
son usadas en multitud de instituciones culturales y educativas a lo largo del
mundo: sin duda, constituyen un avance en la unificación de pautas entre
culturas, ideologías y religiones que no se consideran representadas por un
calendario de origen cristiano. Asimismo, teniendo en cuenta que toda
periodización histórica es una construcción intelectual basada a menudo en
criterios subjetivos, parece razonable aceptar que sea la persona que escribe
la responsable de elegir qué abreviaturas utiliza para referirse a años y
siglos. No obstante, debe tenerse presente que en textos donde no se mezclen
siglos y años de antes y después de nuestra era, no será necesario añadir
ninguna especificación porque no cabría error de interpretación. Y también es
necesario recordar que muchas veces, dependiendo del tipo de texto ―literario,
ensayístico…―, será preferible escribir al completo ‘de nuestra era’ o ‘antes
de nuestra era’ en lugar de recurrir a las abreviaturas, sean cuales fueren las
elegidas.
Termino este texto como lo he
empezado: el tiempo es una noción construida para integrar sucesión y duración
que cambia de una cultura a otra y de una época a otra. En la cultura aymara, por ejemplo, se
considera que el futuro está detrás ―puesto que es imposible verlo―, y el
pasado, delante ―puesto que se ha visto, se ha vivido y hay datos para comprobar
lo que fue―. Así, lo que se ve es real y está delante; lo que no se ve está
detrás y no existe. La palabra aymara con la que se enuncia el pasado es nayra, que significa, literalmente, ojo,
a la vista, al frente; la palabra con la que se enuncia el futuro es qhipa, cuyo significado es detrás, a la
espalda. El presente es el lugar cierto ―aunque a menudo inseguro― desde donde
se concibe todo.
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Curiosísima me parece la concepción del tiempo aymara, Carmen.
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