Perspectiva histórica
Por tanto, avéis de saber que, quando yo hablo o escrivo, llevo cuidado de usar los mejores vocablos que hallo, dexando siempre los que no son tales.
Juan de Valdés, Diálogo de la lengua, c. 1535
Todas las lenguas poseen una ortografía, entendida como el conjunto de
reglas y usos consensuados que rigen su sistema de escritura estándar. No se
trata de una ciencia, sino de una herramienta gramatical cuyo objetivo es
mejorar la escritura sistematizándola para que coincida con el habla y sea
compartida y comprendida por todos los hablantes.
Del español actual se dice que es una de las lenguas más fonéticas que
existen, con lo cual se quiere dar a entender que escribimos como hablamos,
esto es, que cada signo escrito corresponde a un sonido y solo a uno, por lo
cual cualquier hispanohablante es capaz de recoger por escrito lo que escucha
sin dudar en las letras que debe emplear para ello.
Sin embargo, no siempre fue así. En los
albores del castellano, la lengua carecía de fijeza y quienes sabían escribir
recogían sus pensamientos con la pluma como buenamente se les ocurría.
Coincidían en el habla y la escritura formas que representaban distintos
estadios de evolución desde el latín y se tardó siglos en avanzar, eliminando
arcaísmos y asimilando vocablos procedentes sobre todo del árabe por los muchos
siglos de convivencia en las mismas tierras y también, en menor medida, del
francés, debido a la afluencia de peregrinos galos que acudían a Santiago por
Roncesvalles.
En el siglo XIII, el rey Alfonso X el Sabio se impuso la tarea de fijar
la lengua castellana y acogió en su corte a juglares, historiadores y hombres
de leyes y ciencia para que se dedicaran a componer en romance textos nuevos y
otros de procedencia árabe y judía que antes traducían. Puede afirmarse que con
la ingente producción de la corte alfonsí se creó la prosa castellana. El rey sabio
fue el primero en recurrir sistemáticamente a emendadores del lenguaje, cuya labor consistía en revisar la
ortografía para aplicar un criterio unificador a las obras producidas. El mismo
rey parece que llegó a participar personalmente en la corrección de algunas de esas
obras:
el Rey faze un libro, non por
quel escriua con sus manos, mas porque compone las razones dél, e las emienda
et yegua e enderesça, e muestra la manera de cómo se deuen fazer, e desí escriue las qui él manda, pero dezimos por
esta razón que él faze el libro (General
Estoria, libro XVI, cap. XIII).
En nuestra historia de la lengua, se conoce como castellano drecho (esto es, «derecho», «correcto») el empleado por
el rey Alfonso y su corte, que se correspondía en lo básico con el lenguaje de
Burgos, pero también tenía en cuenta el de Toledo y el de León. La
regularización ortográfica alfonsí perduró hasta el siglo XVI y fue la más
utilizada para transcribir los sonidos del castellano. Sin embargo, por lo que
se sabe hasta ahora, dicha regularización ortográfica se limitó al uso de las
letras, prescindiendo de la puntuación.
En 1492, mientras Cristóbal Colón creía navegar con sus tres carabelas
rumbo a las Indias, salió a la luz la Gramática
castellana de Antonio de Nebrija, que dedicaba a la ortografía una de sus
partes. Nebrija, desechando el sentir extendido por entonces de que la lengua
vulgar, aprendida en el hogar de boca de la madre, no necesitaba la misma reglamentación
filológica que se empleaba en la enseñanza de las lenguas cultas (el latín y el
griego), fue el primero de nuestros hombres de letras en aplicar los paradigmas
de la gramática clásica al castellano. Su propósito queda de manifiesto en el prólogo
dedicado a la reina Isabel la Católica: «lo que agora i de aquí adelante en él
se escribiere, pueda quedar en un tenor i entenderse por toda la duración de
los tiempos que están por venir».
Ese mismo anhelo de entendimiento, de universalidad, movió a los
eruditos que en siglos posteriores fueron dando a la imprenta sus estudios
gramaticales. En el siglo XVI se completó la unificación de la lengua y es
entonces cuando comienzan a considerarse sinónimos español y castellano. A Nebrija le siguieron, entre otros, Juan de Valdés, quien en su Diálogo de la lengua (c. 1535) pretendió
reglamentar los usos con un criterio no siempre irrefutable pero atinado en
muchos casos de duda; Cristóbal de Villalón, cuya Gramática castellana (1558) ya recogió signos de puntuación (párrafo, punto, coma, colum, vírgula,
paréntesis, interrogante y cessura);
Bernardo de Aldrete, que en su Origen y
principio de la lengua castellana (1606) logró intuir bastantes de las
leyes fonéticas por las que se había regido el paso de los sonidos latinos al
castellano; y Gonzalo Correas, quien además de reunir un extenso Vocabulario de refranes y frases
proverbiales (1627), propuso diversas modificaciones ortográficas,
recogidas en su Tratado de Ortografía
Castellana (1630). Por su parte, Sebastián de Covarrubias compuso el Tesoro de la lengua castellana, o española
(1611) en un intento de investigar el origen de las palabras del español
siguiendo el modelo establecido por san Isidoro de Sevilla en sus Etymologiae latinas (612-621), según él
mismo reconoce en su prólogo.
Lo escrito se consideraba la norma por antonomasia de una lengua y,
por tanto, todos los que se acercaron al estudio del español compartieron el
mismo objetivo: fijar su escritura, del mismo modo que existía una escritura
fija para el latín y el griego. Por esta razón, la ortografía floreció desde los albores del castellano/español en
tratados que al principio se circunscribieron a la escritura de las letras,
pero después pasaron a interesarse también por la acentuación de las palabras,
la puntuación, el uso de las abreviaturas e incluso de las mayúsculas. En lo
referente a la ortografía de las letras, ha de destacarse el empeño que pusieron
los gramáticos desde Nebrija en relacionar fonema y grafía ―esto es, sonido y
su representación―, ciñéndose en la escritura al criterio fonológico y dejando
como complementarios el criterio del uso y el etimológico.
El español no se encontraba en un periodo de auge, sino de declive,
cuando en 1713 se fundó la Real Academia de la Lengua por iniciativa de Juan
Manuel Fernández de Pacheco, siguiendo el modelo instituido por el cardenal
Richelieu en 1635 para la Academia francesa. Desde su origen, la Real Academia
se marcó como meta prioritaria la elaboración del diccionario de la lengua
española más amplio posible, pero para acometer semejante tarea la primera
labor fue fijar de nuevo y modernizar la ortografía, pues el sistema fonológico
había cambiado con el paso del tiempo, pervivían usos duplicados de algunas
letras y había ciertas vacilaciones debidas a la introducción en los siglos
anteriores de grafías latinizantes. Según Emilio Cotarelo y Mori, las
innovaciones más importantes en cuanto a ortografía fueron:
acabar con la absurda confusión
de la b, la v y la u estableciendo en primer lugar
la diferencia entre estas dos últimas, haciendo siempre vocal la u y consonante la v; y luego fijar los casos en que debía emplearse con preferencia a
la b y viceversa. Establecer diverso
empleo de la z y la ç escribiendo z entre dos vocales (azada, destrozar) y ç después de consonante (arçon, trença). Uniformar también el
empleo de la x con sonido de j, acordando que las voces que proceden
de otras que tienen s (simple o
doble) y ps se escriban con x (xabon) y las que tengan en
la original c, p, l, i, con j. Se adoptaron reglas acerca de la h, de la doble ss, de la q o la c y de la ch y q; reglas todavía
imperfectas e indecisas, por no atreverse a romper con el uso establecido. Y
más extraño es todavía que en la discusión habida (13 de febrero de 1722) sobre
la ll prevaleciese, por votación, el
criterio de considerarla al igual del latín como dos letras, aunque con sonido
especial y propio de una sola. Es el caso más declarado de la tiranía latina.
(«La fundación de la Academia Española y su primer director D. Juan Manuel F.
Pacheco, marqués de Villena», Boletín de
la Real Academia Española, año I, t. I, abril de 1914, cuaderno II, p. 120).
Estas reglas de ortografía se aplicaron al Diccionario de autoridades ―conocido de este modo, aunque no era su
título, por los ejemplos que ilustran las voces y publicado en seis volúmenes
entre 1726 y 1739―, que se considera el acta fundacional de la Academia y supuso
un gran avance respecto a sus precursores. Aunque el diccionario académico no
nació con fines normativos, su transcendencia, el prestigio de la institución y
el favor que gozaba del rey acabaron confiriéndole tal carácter, que ha conservado
a lo largo de los siglos hasta la actualidad en sus sucesivas ediciones, ya sin
citar «autoridades» en la definición de las palabras.
En el tomo V del diccionario (aparecido en 1737), se definía del
siguiente modo la orthographía:
s. f. El arte que enseña a
escribir correctamente, y con la puntuación y letras que son necesarias, para
que se le dé el sentido perfecto, quando se lea. Es voz Griega, que significa
recta escritura. Latín. Orthographía. ANT. AGUST. Dial. de Med. Pl.23. Por las
medallas se sabe la orthographía verdadera de muchos nombres propios de
Romanos.
En 1741, dos años después de la publicación del sexto y último tomo
del mismo diccionario, vio la luz la primera edición de la Orthographía española elaborada por la Academia, donde se
desarrollaba lo establecido por ortografistas y gramáticos anteriores, respetando
el criterio fijado desde Nebrija (a su vez,
heredado del latino Quintiliano) de «escribir como se pronuncia», pero
también se prestó atención a la etimología y el uso, estableciendo una
jerarquía: la ortografía de la Academia se guiaba por la pronunciación en los
casos de letras que no presentaban dudas; cuando no había diferencia de
pronunciación para grafías distintas (por ejemplo, g, j y x o b y v),
se regía por la etimología y cuando se desconocía el origen de la palabra, se
atenía al uso habitual para escribirla. Así fue como se sentaron las bases de
nuestra ortografía moderna.
Más de quince ediciones de la obra se han publicado desde entonces,
siempre con miras a alcanzar la unidad idiomática. En la segunda edición,
aparecida en 1754, cambió el título a Ortografía
de la lengua castellana, renunciando al criterio etimológico con la
eliminación de la ph de origen griego
en favor de la f castellana. En la
edición de 1803 entraron por vez primera en el alfabeto español como letras
unitarias e independientes los dígrafos ch
y ll, que a partir de ese momento
pasaron a ordenarse aparte.
Unidas a los procesos de independencia de los países latinoamericanos,
surgieron algunas propuestas de reforma ortográfica que aspiraban a simplificar
la escritura del español. Las más conocidas son las de Andrés Bello (Indicaciones sobre la conveniencia de
simplificar i unificar la ortografía en América, Londres, 1826) y Domingo
Faustino Sarmiento (Memoria sobre la
ortografía americana, Santiago de Chile, 1843). Ambos reformistas
pretendían facilitar el aprendizaje de la ortografía suprimiendo la h, la u acompañante de la q y
la g, la y, que debería ser i, la k, la v y la z. Parte de sus
ideas fueron recogidas en la reforma ortográfica que aprobaron Chile, Ecuador,
Colombia, Venezuela, Nicaragua y Argentina, con lo cual se creó una disparidad
ortográfica en el idioma español que perduró hasta 1927.
En 1952 la RAE publicó las Nuevas
normas de prosodia y ortografía con el objetivo manifiesto de preservar la
unidad de la lengua escrita en todos los países hispanohablantes frente a la
diversidad de la lengua oral. En pocas palabras, se propuso evitar que pronunciaciones
divergentes de la norma castellana (como el ceceo,
el seseo, el yeísmo y demás) se introdujeran en la lengua escrita. Al definir
además la ortografía como el conjunto de normas que regulan la representación
escrita de una lengua, se asumió también la fijación del uso de las letras
mayúsculas y minúsculas, de los acentos, de los signos de puntuación o de las
abreviaturas. La tilde de las partículas a,
o, e, u se había suprimido ya en la reforma del sistema acentual de 1911 y
en esta nueva revisión se retocaron algunas otras (se suprimió, por ejemplo, el
acento en asimismo), dejando además
al libre albedrío tildar o no ciertas palabras (este, ese, aquel, solo). Sin embargo, la Asociación de Academias de
la Lengua Española, que reunía a todas las latinoamericanas nacidas tras la
independencia, tardó en aprobar las Normas
porque deseaba una reforma ortográfica de mayor calado.
Ese tren reformista se perdió sin remedio, aunque sí se logró un
impulso consensuado y la participación de todas las academias de la lengua española
del mundo para la elaboración de la Ortografía
de la RAE aparecida en 1999, que presentó interesantes novedades al
reconsiderar problemas ya tratados a lo largo de la historia como, por ejemplo,
la reducción de los grupos -ps y -pt en los helenismos, que a partir de
entonces recomendó ―pero no obligó a― volver a escribir completos a fin de equiparar
esta grafía a la del resto de las lenguas cultas. De este modo, psicología volvía a ser la «ciencia de la mente» (psique y logos) y no sicología, la
«ciencia de los higos» (sykon y logos), como tanto se habían quejado los
filólogos. Asimismo, tras casi doscientos años considerándolas letras, en esta Ortografía la Academia devolvió su
carácter de dígrafos a la ch y la ll, con lo cual se reintegraron en el
orden alfabético que les correspondía, esto es, en la c y en la l. Además, por
petición de varias Academias americanas, se regularizó el uso de la tilde en
las formas verbales incrementadas con pronombres (diome las gracias; olvidose de todo; cósele el botón) y en los
diptongos e hiatos (chiita; aúllan; día;
dehesa; reúnen; jesuita; construido), que desde entonces siguen en todos
los casos las reglas generales de acentuación.
La edición más reciente de la Ortografía
es la de 2010, también consensuada con la Asociación de Academias de la
Lengua Española. Entre las novedades más importantes que introdujo, está la
exclusión definitiva del abecedario de los signos ch y ll, puesto que, como
se ha señalado, no son letras sino dígrafos, esto es, conjuntos de dos letras o
grafemas que representan un solo fonema. Por consiguiente, el abecedario del
español actual consta solo de veintisiete letras. Además se suprimió la tilde
en palabras con diptongos o triptongos ortográficos (guion, truhan, fie, liais, etc.) para unificar su pronunciación
como monosílabas (aunque muchos hispanohablantes las pronuncien como bisílabas)
y se eliminó definitivamente la tilde diacrítica en el adverbio solo y los pronombres demostrativos,
incluso en casos de posible ambigüedad, en virtud de las reglas generales de
acentuación. También se establecieron nuevas normas para el uso de los
prefijos, incluido el prefijo ex, que
recibe el mismo trato que los restantes, y se suprimió la tilde diacrítica de
la conjunción o entre cantidades,
puesto que ya no existe el riesgo de confusión que la aconsejaba. Por último,
se equiparó el tratamiento ortográfico de los extranjerismos y los latinismos,
incluidas las locuciones.
En el estado actual de nuestra ortografía, la gran mayoría de los
hispanohablantes somos capaces de escribir correctamente el nombre de la
capital de España como Madrid aunque
escuchemos a un madrileño pronunciar Madrí,
a un catalán pronunciar Madrit o
a un castellanomanchego pronunciar Madiz.
Del mismo modo, aunque en la tienda pidamos una docena de güevos, en nuestra lista de la compra
habremos escrito huevos como es
debido. Sin embargo, hay letras que
siguen creando confusión y discordia. El español es una lengua casi fonética: casi,
así, subrayado, debido sobre todo a las dificultades que crean la h, la b y la v, pero también en
menor medida la ll y la y, la x, la g y la j.
Abundan las reglas de ortografía para evitar los errores de bulto,
pero muchas de ellas no son fáciles de recordar y siempre hay excepciones que
también hay que memorizar: «Todos los verbos terminados en -bir y -buir se
escriben con b, menos hervir, servir y vivir», aprendimos de pequeños. Sus compuestos y
derivados siguen la misma regla: escribimos, pues, convivencia
y distribuidor; hervidero y servicio;
prohibición y sobreviviente. «Todas
las palabras terminadas en -aje se escriben con jota, menos ambages, enálage e hipálage, aprendimos también,
y había que hacer un alarde de memoria para recordar esas dos últimas
palabras que jamás habíamos utilizado ni escrito. La lista de reglas ortográficas
podría seguir y seguir, y no niego su utilidad cuando somos capaces de tenerlas en mente. Sin embargo, para aprender ortografía,
es decir, la escritura correcta de las palabras, lo más importante es la
memoria visual, que se ejercita leyendo no cualquier cosa, sino buena literatura.
Conocer el origen de las letras conflictivas y el motivo por el cual
se escribe, por ejemplo, huele pero olor, huevo pero ovario, huérfano pero orfanato
también ayuda a fijar la escritura correcta de esas palabras para no volver a
dudar jamás ni confundirnos al emplear adición o adicción, por añadir otro ejemplo de doble consonante que puede llevar a error. Pero es tema demasiado largo que trataré en la siguiente entrada de este
blog. Por hoy termino con una cita de uno de mis poetas favoritos que no habla
de ortografía en sí sino del buen uso del lenguaje, lo que sin duda facilita una
buena escritura:
«¡Pobrecito!» dicen los mayores cuando
ven a un niño que llora y se queja de un dolor, sin poder precisarlo. «No sabe dónde le duele». Esto no es
rigurosamente exacto. Pero ¡qué hermoso! Hombre que mal conozca su idioma no
sabrá, cuando sea mayor, dónde le duele, ni dónde se alegra. Los supremos
conocedores del lenguaje, los que lo recrean, los poetas, pueden definirse como
los seres que saben decir mejor que nadie dónde les duele. (Pedro Salinas, Aprecio y defensa del lenguaje, Puerto
Rico, primera edición, 1944).
La lengua destrabada
Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.
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Brillante tu blog Carmen, de gran ayuda y contribuye muchísimo a la educación en general. Desde Santa Fe, Argentina,, te saludo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Eduardo. Ando viajando por Noruega estos días y no había visto tu comentario, que te agradezco. Un saludo desde Myrkdalen.
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