«¡Qué corta es la vida!», suspira la madre de Clara que, a sus espléndidos noventa y ocho años, acaba de superar una operación de cadera y vuelve a caminar tan animosa como solía. Clara y yo nos conocemos desde algo más que mediado el siglo pasado porque comenzamos juntas nuestra educación en el colegio talaverano que nuestros padres eligieron para nosotras. Mi madre había llegado a Talavera de la Reina después de casarse, y cuando sus hijas mayores alcanzaron la edad de ser escolarizadas, preguntó a sus conocidas por las opciones existentes. Le aconsejaron matricularnos en el colegio femenino con mayor solera y prestigio de la ciudad, la Compañía de María, conocido popularmente como La Enseñanza y albergado desde 1899 en el antiguo convento de los dominicos, situado en la calle de Santo Domingo. Así fue como iniciamos nuestra formación acogidas por la cariñosa madre Juana Peñalba en la preciosa clase de maternales, repleta de juguetes y bañada por el sol que entraba a raudales a través de sus amplios ventanales desde el cuidado patio al que daba. «A mí me gusta mucho el colegio, pues caramelos y estampas dan, ¡ay, si me mandan decir las letras, ay, mi cabeza qué mala está!», cantábamos con nuestras tiernas vocecillas.
Mi primer recuerdo del colegio
es avanzar hasta la entrada por el largo pasillo de brillantes baldosas de la
mano de mi hermana Lola, algo asustada y apretando el cabás azul que me había
regalado la abuela. Dentro llevaba la merienda envuelta en una servilleta de
cuadros rojos, un lapicero y poco más… Tengo una imagen borrosa de la primera
amiga que hice: se llamaba María Rosa y le brillaba muchísimo la melena rubia
mientras dibujaba, pero nos abandonó enseguida porque su padre era sastre y
había encontrado trabajo en Madrid. Marina fue mi siguiente amiga según mi
memoria, y ambas perseveramos en el colegio y compartimos aula hasta terminar
el último curso de Bachillerato Superior. Esos años iniciales de enseñanza
elemental también los compartimos con Adela, Virginia, Marisol, Prado, Josa, las
dos Palomas, Cuca, Montserrat, Sagrario, Laly y muchas otras compañeras que
aparecen en la foto de Ingreso, pero cuyos nombres que tan bien conocía por
entonces se me han ido olvidando con el paso de los años.
Qué contentas ascendimos todas
con nuestros uniformes azul marino, formadas en fila india, por los peldaños de
la majestuosa escalera que nos conducía al primer piso donde estaban las aulas
de Bachillerato. Año a año se nos fueron uniendo nuevas compañeras, María
Luisa, Patro, Margarita, Carmen, Nieves, Ana, Cristina, y también fuimos
perdiendo a otras. Si no me falla la memoria, Margarita fue nuestra delegada de
curso hasta el final y ella fue quien nos enseñó en primero de Bachillerato el
villancico que comenzaba: «En los rigores de noche fría, María arrulla al Niño
Dios, cantando amores su melodía es el latir del corazón…». Tras incontables
ensayos, conseguimos entonarlo a dos voces tan afinadas que nos impusimos al
resto de las interpretaciones de otras clases y resultamos ganadoras del
concurso navideño.
Echando la vista atrás, pienso que si algo merece ser destacado del ideario docente de nuestro colegio, es el empeño que pusieron nuestras enseñantes en hacer ameno el estudio. Sin duda, se nos exigía esforzarnos para aprender y conseguir aprobar todas las asignaturas impartidas, pero también se nos alentaba a dejar correr nuestra imaginación y a mejorar nuestras habilidades manuales, deportivas o intelectuales. Podíamos tomar clases de piano, guitarra, violín e idiomas; podíamos hacer murales y dibujos para decorar las clases; podíamos inventarnos números musicales, bailes y obras de teatro que se representaban en el enorme salón de actos, cuyo escenario e iluminación superaban los de muchos teatros del país. Tuvimos nuestro equipo de baloncesto en el que destacaban Amancia, Conchita, Celia, Carmen, Nieves, Ana, Marina, Paloma, Patro y Cristina; tuvimos nuestro «cuerpo de ballet» en el que participábamos, entre muchas otras, Clara, Josa y yo; tuvimos nuestro equipo de gimnasia rítmica en el que la clase al completo demostraba su habilidad haciendo malabarismos con un palo; hacíamos atletismo y saltábamos el potro y el plinto con gran destreza Cuca y Laly y con menos las demás. Y todas corríamos como locas durante el recreo en el patio grande cuando jugábamos a guardias y ladrones ―la palabra clave que había que decir para que no se te escapara la presa era ¡enria!, y Virginia sobresalía por su total entrega al papel que le hubiera correspondido― o al balón prisionero, que mantenía nuestras barrigas firmes por los balonazos que recibíamos y parábamos con tal de no rendirnos. ¡Qué frío pasábamos en invierno durante las clases de gimnasia sueca al aire libre vestidas con nuestro atuendo deportivo, compuesto por camisa blanca, falda azul tableada hasta debajo de las rodillas, pololos del mismo color y bambas!
La nuestra fue una generación analógica, en una época en la que ni se vislumbraba lo que nos reservaba el futuro digital no tan lejano. Durante nuestra infancia, los mayores escuchaban en la radio «el parte», seriales como Matilde, Perico y Periquín, las imitaciones de Pepe Iglesias «El Zorro» y las sucesivas novelas de Guillermo Sautier Casaseca. No recuerdo que hubiera programación infantil más que la repetición cantada de la tabla de multiplicar. Pronto apareció la televisión, que en pocos años se ganó un lugar privilegiado en casi todos los hogares. Como solo había una cadena en blanco y negro, todas veíamos lo mismo y podíamos comentarlo al día siguiente: Eurovisión, zarzuelas ―que cantábamos a voz en grito entre clase y clase― y Estudio 1, que incluso veían las internas del colegio cuando se representaban obras dramáticas merecedoras de interés a criterio de las monjas. En la televisión contemplamos arrobadas el surgimiento de los Beatles, con sus rompedoras melenas para los estándares de entonces, que tuvieron fervientes seguidoras en Gloria, Flor, Josa y María Luisa. Nos esforzábamos en aprender sus canciones en una lengua que nos era extraña, así como las de Mamas & the Papas, pero a algunas nos gustaba más la melancólica Françoise Hardy y su «Tous les garçons et les filles de mon âge se promènent dans la rue deux par deux…» porque la entendíamos. Si tenías empeño, en nuestro colegio era fácil aprender buen francés porque nuestra madre fundadora, santa Juana de Lestonac, provenía de Burdeos. En las clases de Literatura Francesa de quinto de Bachillerato, recuerdo lo bien que leía Marisol, como si acabara de llegar de París.
Para entonces ya habíamos
logrado superar la aterradora Reválida de cuarto, y la clase se había dividido
en Ciencias y Letras según nuestras inclinaciones. Todas habíamos cursado antes
Latín en tercero con la erudita madre María López Calo, que además nos impartía
Lengua y Literatura. Ella nos enseñó las declinaciones y una serie de normas
fundamentales para comprender la sintaxis latina y la de cualquier lengua
romance de ella derivada. Había unas pautas básicas para lograrlo: leer hasta
el punto (esto es, un sentido completo); buscar el verbo; atendiendo a este,
buscar el sujeto y los complementos… Nunca fallaba. Tradujimos en ese curso
trozos del rapto de Proserpina y de la guerra de las Galias, aprendiendo a
discernir la estructura lingüística subyacente que es indispensable para sistematizar
el pensamiento, facilitando de este modo la expresión oral, y sobre todo
escrita, de las ideas.
En quinto de Bachillerato la
clase al completo volvió a disfrutar la asignatura de Ciencias Naturales con
don Ángel del Valle, que también nos había enseñado en tercero. Recuerdo que aprendimos
cristalografía y todos los huesos y músculos del cuerpo humano. Don Ángel del
Valle era un profesor duro, intransigente, tal vez porque acababa de terminar
la carrera, era joven y debía imponer su autoridad ante las miradas
inquisidoras de tantas adolescentes inquietas. Desde luego, aprendimos
muchísimo con él y también nos hizo pasar malos ratos, pero lo que se me quedó
grabado a fuego fue su definición de la menstruación femenina en unos tiempos
en los que del cuerpo humano había partes que no se nombraban y mucho menos
estudiaban. Nos reveló, y son palabras textuales según mi recuerdo: «La regla
son lágrimas de sangre que llora vuestro organismo por no haber sido
fecundado». Ahí queda eso…
Sí, nuestros cuerpos habían
crecido, hacía tiempo que hablábamos de chicos, lucíamos minifaldas y nos
arrebujábamos en maxiabrigos. Nuestras educadoras nos repetían que estábamos a
punto de salir al mundo y debíamos ser responsables, pero lo que más nos
apetecía era reírnos. Prado componía versos satíricos con rimas hilarantes
sobre cualquier cosa o persona: «Sobre la ancha estepa castellana, / cabalga el
Cid montado en una rana…». «Feo no, tampoco guapo, / ningún defecto te tapo. /
Ojos negros, tez cetrina / pareciera que vuelve de luchar en Salamina…». Al
buenísimo sacerdote que nos impartía clase de religión lo recibíamos cantando:
«Saúl mató a mil, David a veinte mil, don Julio Capitoli a más de cincuenta
mil…». Y nunca se quejó ni nos acusó porque era un hombre verdaderamente santo.
Debimos de cometer tantas gamberradas que nuestras monjas enfadadas nos
permitieron en sexto hacer la excursión a Andalucía, pero no nos agasajaron con
fiesta de despedida en la huerta, como era lo acostumbrado. Imagino a la madre
Santos, a la madre Díez, a la madre Sánchez, a la madre López Calo e incluso a
la severa madre Adelaida rogando clemencia en nuestro nombre porque todas ellas
nos habían educado a lo largo de nuestros muchos años de colegio… Pero las
monjas nuevas, recién llegadas a nuestras vidas, no lo consideraron oportuno y
nos privaron de ese hermoso regalo que sí disfrutaron nuestras antecesoras.
Recuerdo bien haber ido al final de quinto a la espléndida huerta a merendar
cerca de la gruta y el estanque con las compañeras de sexto que ya dejaban el
colegio. No me acuerdo de la canción que les cantamos nosotras, pero sí de la
que ellas entonaron a nuestras monjas educadoras: «Ya viene la estudiantina, la
estudiantina llegó y una mujer la ilumina con sus azules y el corazón. Después
sigue madre Santos, madre Calo va detrás…» y pasaban a nombrar a toda la
comunidad. ¡Qué injusto me pareció ese castigo, qué desproporcionado
arrebatarnos ese privilegio! Fue la
prueba definitiva, la decepción de despedida con la que nos enfrentaríamos al mundo
ancho y ajeno.
El colegio había sido la primera
sociedad en la que tuvimos que poner en práctica los valores morales inculcados
por nuestros padres y nuestras educadoras. Y no siempre fue fácil. Como en toda
sociedad, había injusticias, favoritismos y violencia, creo que más verbal que
física. Superar las críticas (¿bragas de colores?, ¿ropa de paleta?) y mantener
amistades contra viento y marea fueron retos que nos endurecieron para después
arrostrar lo que nos aguardaba fuera. ¿Quién no sufrió una buena llantina en el
colegio? Puede que yo más que nadie, lo confieso, porque de pequeña me acusaban
de ser de mantequilla Soria o de pastafrola ―no sé, por cierto, de dónde
saldría esta expresión que utilizábamos en la niñez como insulto, pues al
parecer procede de la gastronomía argentina―; en fin, se me acusaba de ser toda
una mimbre llorona.
Pero a veces mi mar de lágrimas
estaba más que justificado. Recuerdo estar concentrada en mi pupitre
respondiendo por escrito a las preguntas del examen de Ingreso. De improviso, entró
en el aula la madre Gloria Hernando, que era la prefecta, y se me acercó
escandalizada al verme manejar habilidosamente el bolígrafo Bic con la mano
izquierda. De inmediato ordenó a la madre Gabriela Díez, nuestra profesora, que
me la atara a la espalda, y tuve que continuar escribiendo con una mano derecha
que era casi inútil. La letra me salía casi ilegible, como arañazos de gallina,
y era incapaz de concentrarme. Lloré hasta emborronar la hoja del examen, pero
aprobé con buena nota gracias sin duda a la bondad de la madre Díez. Y ni ella
ni yo olvidamos este cruel incidente. Yo acababa de aprobar la Reválida de cuarto
con calificación de notable cuando llegó al colegio otra niña zurda. La madre
Díez me hizo llamar al refectorio para que me
conocieran sus padres y se tranquilizaran. A esa niña ya no le iban a
atar nunca la mano izquierda a la espalda.
Qué corta es la vida, repito con la madre de Clara igual que he empezado. De todo esto que cuento han pasado tantos años que algunas de las vidas de las niñas de mi clase ya han acabado: Cristina, Flor, Isabel, Cuca… a todas os recordamos con añoranza y cariño, y ha sido un golpe saber que os hemos perdido. Deseo que ninguna se haya quedado sin alcanzar alguno de los objetivos íntimos que se hubiera propuesto, más allá de plantar un árbol, tener un hijo o escribir un libro… Estas mujeres tan vividas que ahora somos nos hemos reencontrado gracias a los avances de la era digital. Hemos creado un grupo de WhatsApp que va creciendo con fotos y noticias; en unos días comeremos todas juntas en Talavera, nos abrazaremos, nos pondremos al día, pero sobre todo rememoraremos los viejos tiempos en los que crecimos. Y aunque tal vez nos cueste reconocernos, aunque el espejo se empeñe en contradecirnos, siempre seremos las alegres compañeras de antaño, cuando las primaveras olían a las flores de la huerta y la esperanza era ese sentimiento dulce y con alas que nos impulsaba hacia un elevado futuro. Todas, las presentes y las ausentes, aunque a veces me falle la memoria, seréis por siempre las niñas de mi clase.
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