Desde la Antigüedad, la retórica se ha definido como el arte de persuadir mediante la palabra. El mismo Aristóteles la concibe como un arte, entendido este como técnica u oficio y no como condición estética, y aunque la considera la contraparte de la dialéctica, la tradición la ha asociado a la poética más que a la lógica:
La retórica es una antistrofa de la dialéctica, ya que ambas tratan de aquellas cuestiones que permiten tener conocimientos en cierto modo comunes a todos y que no pertenecen a ninguna ciencia determinada. Por ello, todos participan de alguna forma de ambas, puesto que, hasta un cierto límite, todos se esfuerzan en descubrir y sostener un argumento e, igualmente, en defenderse y acusar. Ahora bien, la mayoría de los hombres hace esto, sea al azar, sea por una costumbre nacida de su modo de ser. Y como de ambas maneras es posible, resulta evidente que también en estas materias cabe señalar un camino. Por tal razón, la causa por la que logran su objetivo tanto los que obran por costumbre como los que lo hacen espontáneamente puede teorizarse; y todos convendrán entonces que tal tarea es propia de un arte (Aristóteles, 1983: I. 1354.a ss.).
Como disciplina, la retórica es el conocimiento de cómo el ser humano construye su mundo mediante la palabra. Su objeto es el estudio de los mecanismos necesarios para fabricar un discurso capaz de convencer a un auditorio. Y puesto que es una disciplina del discurso, está relacionada con las demás que comparten su objeto.
Durante muchos siglos, la
retórica constituyó una parte medular del sistema educativo de Occidente y se
convirtió en preceptiva: si se podían describir los procedimientos utilizados
por los autores clásicos que habían creado grandes discursos o excelentes obras
literarias, bastaría con inventariar dichos procedimientos y emplearlos de
nuevo para obtener textos de la misma calidad. Así surgieron las listas de
preceptos considerados de obligado cumplimiento para expresarse bien.
Las preceptivas se desarrollaron
hasta el siglo xix, aunque en su largo camino contribuyeron al desprestigio
creciente de la retórica, puesto que la imitación mecánica se demostró estéril,
y su enseñanza pareció cada vez más inútil. Sin embargo, hasta entrado el siglo
xx la mayor parte del estilo
literario estuvo en buena medida delineado por la retórica académica, con una
única excepción notable: el estilo literario de las escritoras, puesto que
ellas no habían recibido enseñanza reglada en las instituciones educativas
tradicionales que instruían en retórica, poética y el resto de materias en latín. Sin duda,
estas escritoras también recibieron la influencia de las obras masculinas que
habían leído y que formaban parte de la tradición académica basada en el latín,
pero ellas solían expresarse en un lenguaje distinto, mucho menos oratorio, lo
cual, unido a intereses diversos, parece que contribuyó al nacimiento de la
novela (Ong, 1987: 75-76).
El Diccionario de la lengua española académico, además de definir la
retórica como «arte de bien decir, de dar al lenguaje escrito o hablado
eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover» y como «teoría de la
composición literaria y de la expresión hablada», añade dos acepciones
negativas: «despectivo, uso impropio o intempestivo de este arte» y «coloquial,
sofisterías o razones que no son del caso»: ambas recogen el sentido que en la
actualidad se le ha atribuido como de discurso manipulador o hueco. Pero
también la retórica mantiene ahora una estrecha relación con la estilística,
propiciada por sus puntos de coincidencia. Cabría considerar que en muchos
aspectos la estilística actual es la continuación de la retórica clásica, la
cual ya prácticamente no existe como disciplina autónoma desde finales del
siglo xix.
La recuperación actual del
sistema retórico en sus aspectos estilístico-expresivo y
persuasivo-argumentativo y la concepción del discurso no solo como texto, sino
también como hecho retórico ha conducido a una retórica general literaria capaz
de proporcionar una teoría completa del discurso literario e ilustrar cada uno
de sus niveles (semántico, sintáctico, pragmático) desde todas las perspectivas
(creativa, inmanente o receptiva).
Las partes en que
tradicionalmente se divide la retórica, denominadas con la terminología latina,
que a su vez es traducción de la griega, son cinco: la inventio (invención) trata sobre qué decir. Es la parte que enseña
a hallar argumentos verdaderos o verosímiles que hagan plausible una idea; en
definitiva, enseña a encontrar la temática conveniente. La dispositio (disposición) trata del orden expositivo y de la
articulación de los argumentos y el resto de elementos para que resulten
eficaces. Se puede distinguir un orden natural (ordo naturalis) cuando prima la sucesión de los elementos en
virtud del curso de los argumentos, la secuencia cronológica de los hechos o la
conexión de las ideas; y un orden artificial (ordo artificialis), cuando se trastrueca el orden natural en aras
de mejorar la persuasión o por exigencias estéticas. La elocutio (elocución) enseña a dar forma a las ideas en expresiones
apropiadas; a adornar el lenguaje para atraer al público que escucha o lee
mediante una serie de recursos, entre los que destacan las figuras retóricas.
La memoria (memoria) instruye sobre
cómo recordar los distintos elementos del discurso en un orden específico. Y,
por último, la actio o pronuntiatio (acción o pronunciación)
enseña el modo de poner en práctica el discurso. Las dos últimas partes
pertenecen al discurso oral y no al escrito.
Por figuras retóricas ―llamadas
en la actualidad también literarias― se entienden aquellos artificios mediante
los cuales se varía el uso normal del lenguaje para conseguir un efecto
estilístico. Bien empleadas, sorprenden por su originalidad y mejoran la
comunicación por su poder de sugerencia y persuasión. Pero una figura es más
que un revestimiento u ornato: es también un instrumento indispensable de
conocimiento, pues mediante ellas se construye un modo de representación del
mundo que no puede ser reducido, sino solo traducido o interpretado a otro modo
de expresión: Juan es un tigre frente
a Juan es valiente y arriesgado. Por
este motivo, las figuras no solo pasaron al lenguaje literario, sino también al
periodístico, al publicitario y al político.
A lo largo de la historia de la
retórica se realizaron muchas clasificaciones de las figuras. La división clásica distinguía entre
figuras de dicción y figuras de pensamiento, según afectaran a la forma
o al significado de las palabras, pero debido a los problemas que creaba, se
pretendió mejorarla con sucesivos inventarios que respondían a los diferentes
planos lingüísticos (fonético, morfosintáctico o semántico). Como consecuencia,
la lista de figuras retóricas, con sus divisiones y subdivisiones en virtud de
diversas consideraciones a menudo difíciles de recordar, es prolija y en buena
medida inútil para la escritura: se trata en general de un catálogo para el
estudio del texto construido a posteriori
que, dentro de la elocutio, pretende
abarcar todas las posibilidades de expresión, atendiendo a sus cualidades, que
son la corrección (puritas), la
claridad (perspicuitas) y la belleza (ornatus). Dentro de este último marco
de la belleza es donde se concebían las figuras como un adorno añadido al
discurso normal o habitual del lenguaje, que se obtenía mediante tres formas:
transgresiones de la norma (claridad y corrección) que, puestas al servicio del
valor expresivo, se convierten en licencias; repeticiones, cuando se utilizan
para aumentar la intensidad; y recurso deliberado a mecanismos por lo demás
ordinarios de la lengua con el propósito de conseguir mayor expresividad o
intensidad (Garrido, 2004: 225-226).
La mayoría de los buenos
escritores emplean excelentes figuras retóricas sin pararse a pensarlo ni poner
etiquetas, y son otros eruditos quienes las desentrañan y comentan al analizar
sus textos. Algunas figuras retóricas son habituales en el lenguaje cotidiano
aunque no nos demos cuenta. Si decimos, por ejemplo, tengo un hambre que me muero, estamos utilizando una hipérbole (una exageración
desproporcionada); si comentamos que nuestro
portero pasó a mejor vida, recurrimos a un eufemismo (perífrasis para ocultar con una expresión amable una
palabra o realidad desagradable, en ese caso, la muerte); si afirmamos comer para vivir y no vivir para comer, empleamos
un quiasmo (figura de organización
sintáctica que consiste en una repetición con inversión de las palabras),
semejante al estribillo gongorino, basado en un refrán popular, «cuando pitos,
flautas, / cuando flautas, pitos» («Da bienes fortuna», 1581); y esforzándonos
un poco más, podremos llegar al retruécano,
que es un quiasmo más complejo (esto es, una figura de repetición en la que las
palabras cruzan además sus funciones sintácticas), como me río en el baño y me baño en el río o ni dices lo que sientes ni sientes lo que dices.
Entre las figuras de dicción que
relacionan sonido y sentido con fines expresivos, destaca la aliteración (repetición sistemática de
un mismo fonema o sonido, sobre todo consonántico, en un enunciado), como en el
verso de Rubén Darío «con el ala aleve del leve abanico» («Era un aire suave»,
1896) o en la blanca vela vuela blanda, veloz.
Asimismo, es un recurso frecuente en las rimas infantiles y los trabalenguas,
como cuenta cuántos cuentos cuentas o
tres tristes tigres comen trigo en un
trigal. En el caso de la figura conocida como calambur, el significado cambia según se agrupen las sílabas del
enunciado: ató dos palos frente a a todos, palos. Por su parte, el zeugma es una interesante figura
retórica que se construye por omisión: consiste en utilizar una sola vez una
palabra común para varios elementos análogos de la oración (un verbo para
varios sujetos, un adjetivo para varios sustantivos, etc.). Dentro del zeugma
se distingue el simple, cuando el elemento sobrentendido es idéntico al que sí
se ha enunciado: La vi marcharse pero no (la
vi) volver; y el complejo, cuando al final de una serie de elementos del
mismo nivel sintáctico se introduce uno perteneciente a otro diferente, que
aporta sensación de sorpresa y ruptura: Y
en mitad de la alegría que estallaba y mil vivan, que vivan los novios, aparecieron ellas, vestidas de andrajos y
desaliento. Junto a la puerta, la madre gritó su prisa, con las llaves ya
en la mano y ganas de cerrar.
Con el recurso al oxímoron se enfrentan dos palabras o
expresiones de significado literalmente contradictorio, como música callada, soledad sonora, hielo
ardiente, muerto viviente o secreto a
voces. La sinestesia, para
finalizar, define la mezcla y
confusión de las cualidades percibidas por los distintos sentidos corporales: colores sonoros, ojos habladores, oídos que
nos miran, olor agrio a leche cortada, silbido blando de la tarde consumida.
Los tropos, esas figuras
retóricas complejas que han alcanzado una importancia extraordinaria en la
escritura literaria, merecen un trato detenido y aparte, que en breve se les
dedicará.
Referencias bibliográficas
Aristóteles (1983). Retórica. Edición del texto con aparato crítico, traducción, prólogo y notas de Antonio Tovar, Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
Garrido, M. A.; A. Garrido, y A. García Galiano (2004. Nueva introducción a la teoría de la literatura, Madrid: Síntesis.
Ong,
Walter J. (1987). Oralidad y escritura.
Tecnologías de la palabra, trad. de Angélica Scherp, México: Fondo de
Cultura Económica.
© Texto compendiado de mi manual de escritura La lengua destrabada (Madrid: Marcial Pons, 2017), donde se puede
obtener una explicación más extensa al respecto.
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