Las mujeres que quieren algo más que la vida familiar vuelven político lo personal, aunque no lo pretendan, con cada paso que dan fuera del hogar. Una mujer en el Parlamento o en una plataforma política equivale a hacer público algo tan personal como una boca femenina o el bajo de una falda.
Barbara
Sichterman, 1986. (La traducción del
inglés es mía).
La primera vez que me llamaron ‘feminista’ tenía yo menos de dieciocho
años y viajaba en un autobús de línea que cubría la ruta entre Talavera de la
Reina y Madrid. A mi lado había sentado un buen hombre del cual solo recuerdo
que era corpulento y de pelo cano. No habían dado aún las nueve de la mañana,
cuando sacó un puro de la chaqueta y se puso a encenderlo parsimonioso con un
mechero. Yo carraspeé molesta en cuanto me llegó el apestoso humo; luego tosí
una o dos veces, pero como el buen hombre no se dio por aludido, lo miré,
probablemente poniéndome colorada hasta las pestañas, pues yo entonces era
tímida, y dije que me estaba molestando y que había elegido precisamente ese
asiento porque se suponía que era de no fumadores. El buen hombre me devolvió
atónito la mirada y, meneando la cabeza, soltó: «Joder con la feminista».
Él había hablado en alto adrede, para que todos lo escucharan. Era una
invitación a una conversación tumultuosa de las que tanto gustan en lugares
públicos, y el anciano que iba sentado en nuestra misma fila al otro lado del
pasillo no tardó en intervenir, comentando algo así como
que «apañados estábamos entre tantas minifalderas y ecologistas…». No entendí
el resto de su parlamento porque la buena mujer que iba a su lado se irguió
cuanto pudo, levantando la cabeza peinada con apretada permanente, para acudir en mi
defensa gritando más fuerte: «Que sí, que la chica tiene razón, ¡vamos, hombre, habrase visto!, es
una falta de consideración y una asquerosidad ponerse a echar humo en un sitio
cerrado donde viajamos tantos sin podernos mover… ¡y a estas horas!».
He de reconocer que a mí lo de ‘feminista’ me había sonado a insulto: como
cuando llamaban a una minifaldera, fuera ecologista o no, ‘perra’, ‘zorra’ o
‘loba’. Y me sentí ofendida, aunque entonces desconocía el alcance del lenguaje
sexista. Sin embargo, mi madre no estuvo de acuerdo cuando le expliqué el
incidente: ella, que siempre fue biempensante, dedujo que la palabra no tenía más
significado que ‘rebelde’. Pensé que, si era así, el fumador de puros tenía
razón.
Yo llevaba en rebeldía desde que podía recordar: me negaba a escribir
con la mano derecha, que era torpe, y utilizaba siempre la izquierda, con la
que era capaz de cortarme las uñas siendo bien pequeña, peinarme a mí y a mis
hermanas, abotonar los vestidos, atar los nudos de los zapatos y hacer
preciosos dibujos que coloreaba sin salirme de los bordes. «Te vas a condenar»,
me repetían en el colegio las monjas maestras cuando me ataban la mano a la
espalda para corregirme un defecto tan vil. Nunca lo creí ni me dejé convencer:
fruncía el ceño y apretaba los labios, pensando que con la de cosas importantes
que sucedían a nuestro alrededor en el mundo, no podía haber un dios tan ocioso
como para estarse fijando en un detalle tan nimio como con qué mano yo hacía
las cosas. Callaba, pero a la menor distracción de las monjas, me soltaba la
mano prohibida y volvía a utilizarla. Creo que a los diez años, cuando la madre
superiora me exigió al final de curso hacer el examen de ingreso al
bachillerato con la mano izquierda atada, fue la primera vez que me atreví a plantar
cara: «Si Dios hubiera querido que escribiera con la derecha, como las demás
niñas, no me habría dado una mano izquierda tan buena». No me sirvió de nada mi
valentía. Hice el examen con la mano atada: nunca lo he olvidado.
Mirando hacia atrás desde el lugar privilegiado que otorga el paso del
tiempo, afirmaría que la primera noción sobre ‘feminismo’ que tuvo esta siniestra rebelde
con causa provino de una novela del famoso escritor, hoy olvidado, José Luis Martín
Vigil, Un sexo llamado débil, que
contaba la vida de tres chicas, Coro, Paula y Baby (aún recuerdo sus nombres)
desde la adolescencia hasta la universidad. Había en ella un personaje
especial, una profesora de literatura, que les decía a las chicas algo así: «Si
nueve de cada diez estrellas utilizan Lux, entérate de qué jabón utiliza la
décima para no comprarlo tampoco». El anuncio de ese jabón se repetía sin cesar
en la publicidad de la televisión, y la profesora de literatura intentaba hacer
pensar a sus alumnas más allá de los cánones de belleza establecidos y del
lugar en el mundo que la sociedad les había destinado. Creo recordar también que
ese personaje se ajustaba al estereotipo de feminista extendido, tanto entonces
como ahora, entre el común de los
mortales y los medios de comunicación: mujer soltera que apenas se
arregla, tiene más estudios e intereses intelectuales que la media de su mismo
sexo y vive algo amargada, sacando defectos a casi todo. De las feministas, las
sufragistas son las que más salían y salen en los medios de comunicación debido
a las novelas y películas estadounidenses e inglesas. Incluso en Mary Poppins la atolondrada madre de
clase alta era sufragista, como lo acreditaba la banda ―semejante a las de las
reinas de belleza― que lucía sobre su puntiagudo pecho: era precisamente su
lucha incansable por la igualdad, que la
alejaba de su casa y de sus obligaciones para con su marido y sus hijos, la que
propiciaba la llegada de la niñera mágica. Pero en España, después del fracaso de
las dos repúblicas, no habían quedado sufragistas. Para qué, si en una
dictadura como la nuestra, ni los hombres de pelo en pecho votaban.
Cuando mis padres planearon sacrificarse para mandar a todas sus
hijas, igual que a su único hijo, a la universidad, no lo hicieron por afán de
mejorar la sociedad en la que vivíamos, sino para asegurarse de que fuéramos
capaces de valernos por nosotras mismas; en definitiva, para asegurarse de que
fuéramos libres. Algunos conocidos, medio en broma, medio en serio, los
censuraban: «¿Para qué tanto estudio? Son guapas y se casarán… si no se vuelven
unas marisabidillas de esas tan insoportables». La respuesta de mis padres
siempre fue la misma: los estudios nunca nos estorbarían puesto que, si
queríamos casarnos, nos servirían para tener capacidad de elegir mejor y, de permanecer solteras, nos posibilitarían para
encontrar un trabajo con que mantenernos sin depender de la caridad ajena.
De este modo, sin haberme parado a pensarlo, crecí convencida de que
yo dirigiría mi destino y que, si encontraba un compañero, jamás lo
consideraría «la cuchara que me iba a
dar de comer» ni lo elegiría por eso. Estas palabras las escuché muchas veces
en boca de mi madre porque la suya se las había repetido una y otra vez a ella
y sus dos hermanas desde el momento en que empezaron a noviear. Mi abuela, a su
modo, les quería asegurar el futuro, advirtiéndoles de que se fijaran en
aspectos importantes de los chicos que las pretendían y no en nimiedades
pasajeras. Lo mismo hizo mi madre con nosotras al darnos estudios, y lo mismo
hice yo con mi hija al enseñarle a proteger su cuerpo y su mente, a decidir por
sí misma. A ser independiente. A labrar su propia vida.
¿Qué nos impulsa a actuar de determinado modo ante circunstancias de
la vida? No nos habíamos puesto de acuerdo las hermanas cuando un día alguna
decidió que ya había llegado el momento de que nuestro único hermano, que es el
penúltimo, aprendiera a hacerse su cama. Mi madre afeó tal pretensión: siendo
tantas nosotras, ¿qué nos costaba ocuparnos de eso? «Somos iguales, mamá, tiene
que aprender», respondió alguna de las mayores. Y, sin embargo, pasados los
años, como mujeres activas fuera de casa, todas las hermanas hemos padecido la
doble jornada, el precio de la liberación femenina prometida, porque jamás de
los jamases se pueden descuidar los deberes familiares considerados propios de nuestro
sexo y apenas compartidos con el otro.
En el pasado, como ahora, existía violencia de género, aunque no
tuviera nombre. Quien más quien menos conocía a alguna malcasada que sufría
maltrato, quien más quien menos sabía de padres misóginos, ausentes o infieles, de madres
tan abnegadas como infelices, de curas con sobrinas jóvenes, de solteronas
desamparadas, de chicas arrojadas al arroyo, casadas a la fuerza o mandadas a
Londres en avión… Ayer, igual que hoy, la lista de infortunios debidos al
género era interminable. Hoy, al menos, algunos despiertan el interés mediático
y logran solución. Para otros, cuando son
irremediables, no queda más que gritar ¡nunca más!, a sabiendas de que
lo mismo repetiremos a los pocos días y enseguida otra vez. ¿Hasta cuándo?
Ser feminista significa defender la igualdad de derechos y deberes en
la sociedad, prescindiendo del género. Hombres y mujeres somos diferentes: tenemos,
por ejemplo, hormonas distintas y órganos sexuales distintos. Las mujeres
parimos hijos y los hombres no. La fuerza física de los hombres suele ser
superior a la nuestra. Según las estadísticas, la población de mujeres en el
mundo es mayor que la de los hombres y, sin embargo, somos casi invisibles en
la historia o las ciencias porque son los hombres quienes ocupan los principales
cargos de poder y prestigio. Ocupan la narrativa que cuenta, la de mayor valor.
Incluso en la cocina: hay más cocineros que cocineras con fama, a pesar de ser
las mujeres quienes, en general, se han encargado de alimentar a la humanidad a
lo largo y ancho del mundo y de los siglos; las que han pasado recetas de
madres a hijas. Las mujeres también ganan menos que los hombres por el mismo
trabajo: ¿esa discriminación tiene que ver con la preparación o la
inteligencia? Parece que no, puesto que
una mujer puede ser igual o más inteligente, creadora e innovadora que un
hombre, y algunas, incluso, igual de fuertes (aunque esa cualidad sea una
rémora del pasado que ya no debiera importar).
Por tanto, el hombre gana más por el simple hecho de ser hombre. Aunque
la humanidad ha evolucionado, las ideas sobre el género siguen ancladas en el
pasado. Y lo permitimos.
Hace no muchos años, el día en que al encargar un pedido especial para
una celebración, el pescadero, con papel en mano, me preguntó para apuntarlo: «¿Señora
de?», yo respondí que no era señora de nadie, sino Carmen Martínez Gimeno. Dueña
de mi misma. Entonces ya tenía conciencia de que era feminista, a pesar de que no
falten quienes se sientan incómodos cuando uso esa palabra. Muchas personas
afirman defender los derechos humanos para no verse obligadas a pronunciar
‘feminista’. Pero es una trampa: defender los derechos humanos es un punto de
partida; además, hay que tener la valentía de reconocer que han sido las
mujeres, la mitad de la humanidad, quienes han sufrido exclusión solo por haber nacido con ese género o
haberlo adoptado por propia decisión.
Yo soy feminista igual que soy zurda. Zurda nací y no consiguieron
corregirme porque no supieron darme razones que me convencieran para relegar mi
mano siniestra hábil en favor de la otra diestra mucho más torpe (de esa lucha enconada, saqué en
limpio convertirme en ambidextra para algunas tareas, como hacer punto, conducir o
utilizar el ratón del ordenador). Fui feminista antes de saberlo, en parte por
la educación que recibí y en parte por las experiencias vividas en los
distintos países en los que he tenido la suerte de pasar largas temporadas. La misma
rebeldía que me mantuvo zurda me obliga a cuestionarme las cosas, a ser
progresista y a defender la idea de que la igualdad de oportunidades, la
igualdad de derechos y deberes, conduce a una sociedad mejor, más justa. Porque
el feminismo no consiste más que en eso: en que cada cual pueda tomar sus
propias decisiones y asumir las responsabilidades que le correspondan, siempre
en igualdad y en libertad, prescindiendo de su género.
En 1851, Sojourner Truth, abolicionista afroamericana tras haber
sufrido en propia carne la esclavitud, contestó del siguiente modo a un
clérigo que se oponía a la concesión de derechos civiles a las criaturas
desvalidas y físicamente débiles que eran para él las mujeres:
Ese hombre de ahí dice que las
mujeres necesitan ayuda para subir a los carruajes o brincar zanjas, y que en
todas partes se les ceden los mejores sitios. A mí nadie me ayuda a subir a los
coches ni a saltar charcos y barro, ni me ofrece su mejor asiento… y ¿acaso
no soy yo una mujer? […] ¡Mírenme! ¡Miren este brazo! […] Con él he arado,
sembrado y recogido cosechas, sin ayuda de ningún hombre… y ¿no soy yo acaso una
mujer? He sido capaz de trabajar y
―cuando podía― de comer tanto como un hombre, ¡y también de aguantar el látigo!
Y ¿acaso no soy yo una mujer? He traído al mundo trece hijos, y he visto como a la
mayoría los compraban otros hombres para hacerlos esclavos, y cuando lloré a
gritos mi duelo de madre, nadie más que Jesús me escuchó… Y ¿no soy yo acaso una
mujer? (Citado en History of Woman Suffrage, de Elizabeth Cady Stanton et al., vol. 1, pág. 116. La traducción del inglés es
mía. Se pueden consultar los seis
volúmenes que componen esta obra en varios sitios de internet).
Sojourner jamás aprendió a leer ni a
escribir, y hablaba un inglés popular deficiente, pero fue capaz de alzar
su voz en la Convención de Derechos de las Mujeres celebrada en Akron (Ohio, EE
UU). Su pregunta «Ain’t I a woman?» («¿Acaso no soy yo una mujer?») corrió como la
pólvora, convirtiéndose en un lema de la lucha por los derechos de las mujeres.
Sojourner fue feminista mucho antes de saber lo que eso significaba, como
tantas otras de nosotras. Como tantos hombres justos. Como debería serlo la
sociedad entera.
Tres
libros para acercarse al feminismo
Chimamanda Ngozi Adichie (2015), Todos deberíamos ser feministas, trad.
de Javier Calvo, Barcelona, Penguin Random House. (Existe edición
digital). Una visión actual que hace hincapié en la situación africana. Muy
ilustrativo y sencillo de leer, como todo lo que escribe esta autora nigeriana.
Mary Wollstonecraft (1994), Vindicación de los derechos de la mujer, trad. de Carmen Martínez
Gimeno, Madrid, Cátedra. Uno de los pilares de los estudios sobre
feminismo, escrito en la Inglaterra de finales del siglo XVIII por una mujer
adelantada a su tiempo, «en nombre de la razón e incluso del sentido común»,
según ella misma afirmó.
Kate Millett (1995), Política sexual, trad. de Ana María Bravo García y Carmen Martínez
Gimeno, Madrid, Cátedra. Libro escrito a finales de los años sesenta en los
Estados Unidos, en plena vorágine de movimientos reivindicativos encabezados
por colectivos de estudiantes, mujeres y personas de raza negra. Sus
planteamientos provocaron apasionados debates sobre muchos asuntos relacionados
con el género que continúan vigentes.
La lengua destrabada
Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.
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Magnífico artículo, Carmen. Voy a compartirlo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Mercedes.
EliminarCarmen, no tengo el gusto de conocerte, pero me ha encantado el artículo. Viendo que nuedtra común amuga Mercedes Gallego lo ha compartido, te pido permiso para hacer lo mismo. Muchas gracias y un saludo.
ResponderEliminarMuchas gracias, tocaya, por leer este artículo y compartirlo. Me alegro de que te haya gustado.
EliminarUn cordial saludo.
Hola, Carmen. Me ha emocionado mucho tu artículo y lo he colocado en facebook. Gracias por tu sensibilidad y por hacerme sentir tan identificada. Enhorabuena y un saludo.
ResponderEliminarGracias a ti.
EliminarUn abrazo.