viernes, 25 de octubre de 2013

Una novela por entregas: Angelina y el Nuevo Mundo (capítulo 12)

Amanecer en el aire
Aceptar tus sombras,
Enterrar tus miedos,
Liberar el lastre,
Retomar el vuelo.
No te rindas que la vida es eso,
Continuar el viaje,
Perseguir tus sueños,
Destrabar el tiempo,
Correr los escombros
Y destapar el cielo.

            Mario Benedetti








CAPÍTULO 12

S
URCA los cielos la nave, proyectando su sombra en la capa de nubes brillantes de sol. Guatemala, el país verde tachonado de brumosos volcanes, aún queda lejos, y Angelina entretiene las horas de espera contemplando absorta las imágenes que se suceden en la gran pantalla central. Están pasando una película de amor y aventuras con rubios protagonistas que roban diamantes, corren, esquivan disparos y se besan yaciendo en lujosas camas de hotel. La dolce vita, proclama el protagonista a la vez que lanza por los aires el sujetador granate de su amada. Ah, dolce far niente, susurra ella, y un primer plano muestra su mano de largas uñas rojas arañando suavemente una espalda torneada y desnuda ¿Dolchefarniente?, repite mentalmente Angelina sin comprender; dolchefarniente, le gusta cómo suena, dolchefarniente, ¿será el nombre escondido del apuesto protagonista? Su nombre escondido… un pinchazo en el corazón… Beto. No, no debo pensar en él, se niega Angelina, arrancándose nerviosa los auriculares, no debo, no quiero… pero su imagen es cada vez más nítida y se afianza sobre la pantalla en un fundido encadenado. Angelina cierra los ojos, fundido a negro, pero de nada vale: su coraza ha caído, sus defensas están ya traspasadas. «Tú serás mi Lapislázuli, ese es tu nombre escondido, el nombre de mi enamorada», había declarado Beto el sábado que se volvieron a encontrar a pesar de que Angelina se había propuesto faltar a la cita. Beto, el más cariñoso, el mejor valedor: «Yo soy el hombre, mi Lapislázuli, yo veo por ti y me has de respetar. ¿No traes la pulsera?». Una excusa adornada de rápidos besos para tapar la boca que apenas sirvió: «No, mi Lapislázuli, yo soy el que toma tus besos, tú no te has de ofrecer, tenlo en cuenta. No más esta vez lo consiento, no más esta vez, mi Lapislázuli». Y de nuevo lisonjas, los sueños de vivir juntos, de ser ricos… Angelina no lo había podido convencer para que buscara trabajo como ella: «Ah, mi Lapislázuli, no sabes tanto como crees. ¿A poco piensas que los riquillos han llegado a serlo no más trabajando? ¿A poco aún imaginas que se pueden comprar casas y barcos y buenas ropas y todo lo demás con lo que tú ganas? No, mi Lapislázuli, en esta vida viven bien los que roban y los demás los sirven… Verás, mi chiquita linda, como tengo razón, no más has de fijarte y hacer cuentas». No, Angelina no quiere pensar en Beto, mejor repasar los regalos que lleva, recrearse en la alegría de encontrar a su abuela, de volver a casa... A pesar de Beto: «Tienes que elegir, mi Lapislázuli, tu abuelita o yo. Nadie ha de estar por delante de mí». Paloma la había acompañado a comprar el billete y una maleta grande. Había preparado el viaje a espaldas de Beto y no se despidió siquiera. Lo había engañado y sabía que lo iba a pagar.
No, no debía pensar en eso. Se ajustó los auriculares y escuchó un villancico. Era distinto a los muchos que habían empezado a sonar machacones en Madrid antes de que diciembre se hubiera echado encima envuelto en niebla y lluvia. Doña Mercedes cantaba con la radio «pero mira como beben los peces en el río» cuando un martes  por la mañana entró Cecilia en la cocina con el correo en la mano. Había una carta para Angelina de su abuela, escrita con la letra vacilante de Melva. Angelina se retiró a su habitación para leerla: contaba pocas novedades, aparte de que el niño estaba empezando a caminar solito,  pero terminaba:
Pues sabrás Angelina que tu abuela no está buena. Le digo que se tome un remedio, ya ves que entiende de eso, pero no quiere, de nada serviría, arguye, porque le está llegando su hora. Es terca tu abuelita, yo no deseo asustarte pero le están faltando las fuerzas. Esto te lo escribo yo sin que ella sepa, yo ya cumplí avisándote para que después no te vayas a enojar.
Angelina se llenó de temor. Estaba tan ensimismada que hasta doña Mercedes se percató y le preguntó por el motivo de su tristeza.
—Supe por la carta que mi abuelita se quiere enfermar, mi señora.
—¿Se quiere enfermar? —repitió doña Mercedes.
—Así mero. Ya colmó su olla y el cabito se consume.
—Ay, hija, no entiendo nada.
—Allá en mi país decimos que cada cual llega al mundo con una vela para alumbrarse y una olla que llenar. No todas las velas son igualitas de largas ni arden parejo, así que hay que apurarse para llenar la olla antes de que el cabito se consuma. Desde hace rato mi abuelita viene diciendo que su cabito se agota y su olla ha de estar bien colmada, con tantas penalidades que le tocaron y a tantas personas como ha atendido.
—¿Cuántos años tiene?
—Ya está grande. Creo que unos sesenta y cinco.
—¡Huy, hija, eso no es nada! ¿Sabes los que tengo yo? Voy a cumplir ochenta y cuatro, ¿o son noventa y cuatro? Ya he perdido la cuenta…
Angelina negó con la cabeza antes de expresar:
—Allá es otro modo. Ella es viejita igual que yo ya soy grande para trabajar. No, yo no conozco a ninguna mujer que tenga ochenta y cuatro años allá. Murieron hace rato.
—Qué cosas dices, hija. Me impresionas.
Angelina permaneció callada porque le faltaban las palabras para explicar su pensamiento, pero sabía que a su abuela no le quedaba demasiado tiempo.
Doña Mercedes rompió el silencio.
—Creo que deberías ir a verla. Aprovecha para pasar las Navidades con ella. Yo hablaré con mi hija para que te dé permiso.
Angelina había comenzado de inmediato los preparativos para el viaje y volvió al convento de las Madres Oblatas. Quería ver de nuevo el cofre de doña Virtudes.
—¿Quieres llevarte tu herencia para enseñársela a tu abuela? —ofreció la monja.
—No, tengo miedo de que se me vaya a extraviar. Mejor usted la guarda. No más me gustaría ver las cositas para explicárselas bien a mi abuelita.
La monja sacó el cofre y Angelina lo abrió con su llave para repasar una por una sus pertenencias. Abrió el estuche granate y sacó la medalla con la filigrana.
—No creo que sea de valor —opinó la monja.
Estaba ennegrecida y Angelina la frotó contra su manga:
—Acá hay algo escrito.
La monja buscó una lupa en el escritorio y la aplicó a la medalla:
—Qué curioso, está en latín: Omnia mecum porto.
No lo comprendo —dijo Angelina.
—Yo tampoco. Pero la madre María Auxiliadora sabrá traducirlo.
Y salió en su busca mientras Angelina seguía frotando la medalla. Había encontrado otras palabras grabadas en la parte posterior cuando se la entregó a la nueva monja que acompañaba a la que conocía.
Fue rápida en su trabajo:
Omnia mecum porto es «llevo todo lo mío conmigo». A ver la otra cara: Do ut des. Eso es «doy para que des».
Angelina se encogió de hombros. Vaya palabras extrañas, pensó, y decidió guardarse la medalla antes de devolver el cofre cerrado al armario. Latín, latín, iba repitiendo mientras regresaba a casa para no olvidar el nombre de esa lengua desconocida. ¿De qué país sería? Se lo preguntó a doña Mercedes mientras le servía la cena, pero fue Paloma quien la sacó de dudas:
—El latín era la lengua de los romanos y ya no la habla nadie, pero de ella salieron el español, el francés, el italiano, el portugués… hay más pero no me acuerdo.
Sin embargo, no supo traducir las inscripciones. Cecilia sí, y lo hizo igual que la monja.
—Yo no lo entiendo, ¿qué significa? —preguntó Paloma.
—Así son las locuciones latinas, hacen pensar. Podrían querer decir muchas cosas. Son como una especie de acertijo. ¿De dónde has sacado la medalla?
Angelina adujo que se la habían regalado las Madres Oblatas.
Un acertijo, ¿sería capaz de descifrarlo? Angelina no dispuso de mucho tiempo para cavilar, pues los días pasaron deprisa entre los preparativos y Beto. Aunque no quería, al final tuvo que elegir. Por eso su alegría no era completa al regresar a Guatemala. Paloma tampoco estaba contenta antes de su viaje. Al observarla recoger sus cosas y preparar el equipaje, había reclamado:
—No vas a volver. Por eso te lo llevas todo.
—Volveré. Tú espérame, niña, porque no te miento.
Pero a Paloma le costaba creerla.
—Ven acá.
Angelina colocó a la niña delante de ella junto a la luz de modo que la silueta de las dos se recortara en la pared.
—¿Sabes cuál es tu sombra y cuál la mía?
La niña asintió.
—Pues ahorita yo me quito pero ¿viste?, te dejé mi sombra de recuerdo. No más es un préstamo. El día en que yo regrese me la habrás de devolver.
Paloma sonrió feliz y se puso a moverse como una peonza para acostumbrarse a su doble sombra.
Angelina sacó un pañuelo de la maleta y lo extendió, mostrando la llave negra de doña Virtudes.
—¿Me harás un favor?
Paloma asintió de inmediato.
—Primero te contaré un secreto. ¿Sabrás guardarlo en tu corazón?
Muy sería, Paloma movió afirmativamente la cabeza. Angelina le explicó la historia de doña Virtudes y su cofre.
—Esta es la llave que lo abre, y la medalla chiquita de las inscripciones estaba dentro. Esa me la llevo para que mi abuelita me ayude con el acertijo, pero quiero entregarte a ti la llave hasta que regrese para que no se me vaya a perder.
Paloma, poco acostumbrada a que le adjudicaran responsabilidades, preguntó:
—¿De verdad quieres que yo la guarde?
—Sí, niña, doña Virtudes confió en mí y ahora, igualito, yo confío en ti.
Y la escondieron juntas en el cajón secreto del joyero de Paloma.

Se ha encendido la señal que obliga a abrocharse el cinturón para que nadie pueda escaparse de su asiento. Pero esta vez no es porque haya turbulencias. La voz metálica del capitán resuena en los altavoces explicando que falta poco para llegar a Guatemala y hace buen día. El corazón de Angelina da un vuelco y repica en su pecho convertido en alegre campana. El avión comienza a perder altura, pero por la ventanilla sigue viéndose el mismo paisaje desde que amaneció: nubes luminosas que parecen comestibles, como el algodón de feria. Cuando por fin bajan más, empiezan a vislumbrarse grandes manchas verdes y grises, y luego oscuras serpientes retorcidas que son los ríos. Aparecen enseguida las primeras casas chiquitas, situadas sobre parcelas labradas. Cruzan una carretera sobre la que circulan automóviles diminutos de vivos colores, y a continuación los motores rugen furiosos y la nave se lanza en picado hacia una pista rodeada de filas de casas bajas pintadas de blanco. Pasan rozando los tejados, pero por suerte logran aterrizar sin aplastar ninguna.
Angelina es de los primeros viajeros que descienden y sigue los letreros para recoger su maleta negra, cargada de regalos, en la cinta rodante. Luego busca una camioneta que la lleve a la estación de autobuses y allí compra su billete para el último transporte a Quetzaltenango. Mientras aguarda la salida sentada en su asiento, mira el reloj y recuerda lo perdida que se sintió a su llegada a España. Ahora ya no lo está. Lo puso en hora en el avión antes de aterrizar y sabe que son las siete de la tarde. Hace tiempo que se ha puesto el sol y cuando llegue a su destino su abuela y Melva ya estarán dormidas.
El desvencijado autobús repleto de viajeros traquetea por la sinuosa carretera, deteniéndose cada vez que alguien lo solicita. Los niños de pecho se turnan para llorar reclamando su alimento y unos hombres, algo borrachos, discuten acaloradamente con voz pastosa. El conductor lleva puesta la radio y suenan las estrofas de las canciones navideñas que Angelina ha escuchado desde pequeña:
Cristo ya nació en Palacagüina
de Chepe Pavón y una tal María
ella va a planchar  muy humildemente
la ropa que goza
la mujer hermosa del terrateniente...
Palacagüina, quién sabe dónde quede ese lugar, piensa Angelina, mientras repite el estribillo. Le sonríe la india ataviada con el huipil de listas rojas típico de Sololá que se sienta a su lado, pero se mantiene en silencio, sosteniendo en su regazo una gran cesta cuyo contenido vela una gruesa tela color añil. Entran por fin en Quezaltenango y aunque Angelina se esfuerza por ver los imponentes volcanes, apenas atisba su silueta recortada en la negrura de la noche que atenúa una etérea luna.
Un muchachito raquítico y descalzo le ofrece cargar la maleta cuando la ve arrastrarla hacia la salida de la estación de autobuses.
—Está bueno, pero no me vayas a querer robar.
El muchachito niega con vehemencia, y Angelina pregunta:
—¿Conoces a doña Chona, la vendedora de recortes de pastel?
—Cómo no. Yo le compro cuando me alcanzan los centavitos.
—Soy su nieta y vine a cuidarla porque me dijeron que se enfermó.
El muchacho muestra su pesar y se afana en empujar la maleta que abulta más que él. No está pensada para estos avatares. Las ruedas tropiezan una y otra vez en las irregulares aceras y se atascan en la tierra de la calle sin pavimentar donde vive su abuela. El último trecho tienen que llevarla en vilo entre los dos, pero por fin llegan ante la puerta de toscas tablas que constituye el término del trayecto. Cuando el muchacho recibe tres dólares como paga, da las gracias con una alegría desbordante y echa a correr, desapareciendo de inmediato.
Toc, toc, llama Angelina pero no obtiene respuesta. Toc, toc, insiste.
—¿Quién? —pregunta una ronca voz masculina que no reconoce.
Angelina vacila un instante antes de responder:
—Busco a doña Chona.
—Estas no son horas. Vea que hay gente enferma en la casa. Regrese mañana.
Angelina se inquieta y reitera la llamada, gritando con todas sus fuerzas:
—¡Abuelita, abuelita! ¡Soy yo, ya llegué de España!
La puerta se entreabre y aparece la sombra de un hombre envuelto en una manta. Apenas se ve, pues solo alumbran la luna y las estrellas, hoy escasas.
—¡Prende la luz, Melva! —escucha entonces Angelina, a la vez que una figura familiar aparta al hombre de la puerta para abrirla de par en par.
Doña Chona se tapa la boca abierta con las manos, y Angelina repite:
—Ya llegué, abuelita.

© Carmen Martínez Gimeno

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viernes, 18 de octubre de 2013

Una novela por entregas: Angelina y el Nuevo Mundo (capítulo 11)

Viento negro, luna blanca.
Noche de Todos los Santos.
Frío. Las campanas todas 
de la tierra están sonando. 

       Juan Ramón Jiménez







CAPÍTULO 11

N
OVIEMBRE entró revuelto de brumas y hielo. El granizo golpeaba insistente las tejas y repiqueteaba contra los cristales, formando una cortina espesa que el afilado viento movía en ondas a su antojo. Triste se había levantado el sábado tan deseado. Angelina contemplaba desde la ventana de la cocina el manto de piedras blancas que iba cubriendo los arriates, humillando más si cabe las violetas, deshojando los pensamientos amarillos y descabezando los crisantemos rojos recién floridos que ella cuidaba a diario. El magnolio del rincón se sacudía en un remolino de hojas, librando una desigual batalla que dejaría sus gruesas hojas verdidoradas repletas de magulladuras. Los pájaros habían desaparecido. Angelina los imaginó volando ya próximos a los lugares soleados a los que habían emigrado, tal vez incluso a Guatemala, y se limpió con la mano una lágrima que se le había escapado.
Paloma lo notó y preguntó qué le pasaba. La cebolla que estaba picando, se disculpó Angelina, moviendo con precisión el largo cuchillo sobre la tabla de cortar donde había ordenado en coloridos montones las verduras necesarias para el sofrito de la carne que iba a cocinar. Pero Paloma no se dio por vencida:
—No me engañas, Angelina.
Y ella reveló al fin:
—Extraño a mi abuelita. Esta es una fecha muy señalada para las dos, pues es el día en que festejamos a mi papá, a mi mamá y a mi hermanito que no alcanzó a nacer. A nosotras con la guerra se nos perdió la memoria de muchas cosas, nos arrancó las raíces y nos obligó a ser andariegas, pero a ellos nunca los olvidamos, y cada año regresamos el día de los muertos al cerro de su tumba para preparar el altar con sus flores, su calabaza y la comida que más les gustaba. Hasta su traguito le ponemos a mi papá, y eso que a mi abuelita no le gustan los hombres tomadores: «Ya que tuvo una muerte tan amarga, que se dé su gusto este día», dice.
Paloma asintió con la cabeza y quiso consolarla:
—Podemos hacer una ofrenda en el jardín. Mis amigas y yo preparamos una preciosa cuando enterramos a un gorrión hace dos veranos.
—Se la llevaría el viento —gimoteó Angelina.
Paloma la abrazó por la cintura y reposó la cabeza en su pecho. Después le tiró de la mano para conducirla a su dormitorio.
—Tú prepara la mesa aquí. ¿Qué le gusta más a tu papá, el vino o el whisky?
Angelina se encogió de hombros, y Paloma se marchó corriendo.
Apenas había tenido tiempo Angelina de extender el manto de Zunil sobre la mesa de madera donde solía planchar, cuando Paloma regresó con dos botellas y un jarrón con tulipanes y margaritas artificiales.
—Ahora traeré más flores del jardín si quieres —precisó—. ¿Qué más necesitas?
Comida. No podrían preparar los platillos que se acostumbraban en Guatemala, pero Angelina adujo que sus papás nunca habían sido exigentes. Se contentarían con las lonchas de jamón, las rodajas de chorizo, el pan y las naranjas que sacó Paloma del frigorífico. Y se empeñó además en añadir leche porque estaba segura de que era lo mejor para el bebé muerto.
Angelina encendió tres velas blancas, se arrodilló y con los ojos cerrados comenzó a recitar en voz baja, balanceándose acompasadamente como si siguiera el ritmo de una música que Paloma no escuchaba.
—¿Qué haces, qué dices? —preguntó asustada—. ¿Van a aparecer tus muertos?
—Vendrán, sí, eso espero —respondió Angelina, abriendo los ojos.
Paloma alegó que la llamaba su madre y se marchó corriendo de la habitación porque no quería ver llegar a los esqueletos descarnados que se imaginó vestidos con ropas en girones. Angelina continuó recitando  la oración que había compuesto su abuela:
…he tendido el altar, comience la fiesta.
Regresad por un día de la región oscura,
salid pronto del sueño,
jefe de águilas, tejedora de plumas,
capullo que no abrió...
Un tenue rayo de sol se coló entre las espesas nubes y penetró por la ventana. Angelina volvió la cara hacia él y sonrió. Después se levantó del suelo, cerró la puerta y se dirigió a la cocina. Tenía que concluir sus quehaceres antes de que la echaran en falta. Y debía apresurarse, pues Beto la estaría aguardando junto a la boca del metro como habían convenido. El corazón le dio un brinco cuando pensó en él. Comerían juntos y después le pediría que la acompañara al convento de las Madres Oblatas. Ya sabía cómo llegar porque Paloma había buscado la dirección en la guía telefónica.
La retrasaron más de la cuenta las últimas ocurrencias de doña Mercedes, que si dónde está mi perfume, este no es porque huele a flores de muerto, no, esos zapatos no, que me hacen daño, Angelina, hoy quiero que me peines con un moño italiano, ¿dónde está Paloma?, a ver si se la van a llevar esos que roban niños, ¿no has oído el silbato?, el robadoooor… van pregonando los muy canallas. Angelina apenas tuvo tiempo de cambiarse de ropa y lavarse las manos para borrar los olores de los guisos. Ya en el autobús, sacó del bolsillo la pulsera de estrellas y se la abrochó. Es preciosa, pensó mientras la hacía girar alrededor de la muñeca, Beto me la dio porque me quiere. Me quiere, repitió para sí atolondrada, y le entraron ganas de reír.
Antes de que el autobús hubiera llegado a la parada, Angelina ya se había colocado junto a la puerta para descender la primera y corrió y corrió y corrió desmelenándose hasta llegar a la boca del metro donde habían quedado. Beto no estaba. Angelina lo buscó por los alrededores y miró su reloj. No, tampoco era tan tarde. Tal vez Beto no era puntual, así que debía aguardar paciente. Pero pasó una hora y luego otra. Ya me olvidó, se entristeció Angelina; no, tampoco, es pronto para pensar en eso: ha de haber tenido un imprevisto, se consoló. Y esperó una hora más. Pero se cansó. No iba a perder su día libre aguardando. Nada de penas, se dijo, y decidió tomar el metro para visitar a las Madres Oblatas, como tenía pensado.
Cuando llegó ante las puertas del jardín, ya había una gran cola de personas aguardando, aunque aún no habían empezado a servir las comidas. A primera vista se notaba que eran personas pobres, maltratadas por la vida, que cargaban bolsas de plástico y bultos con sus míseras pertenencias. Angelina se maravilló de no haberse dado cuenta la primera vez. Estaba recién llegada y en Guatemala no había visto blancos pobres, solo indios y negros, eso la había confundido. Cuánto había aprendido desde entonces: en esta ciudad la pobreza no respetaba razas, y había rubios de ojos azules y dientes de oro padeciendo miseria y aguantando estoicamente para llenarse el estómago el helado viento de ese día tan nublado que volvía a amenazar lluvia. Angelina tampoco había comido, pero no quiso ocupar el lugar de un necesitado y  se salió de la fila con la intención de acercarse a la puerta para hablar con la monja a quien buscaba.
—¡Eh, tú, no te cueles! —le gritó una mujer desgreñada que daba ansiosas caladas a un cigarrillo casi consumido.
Otras voces se alzaron para unirse a la protesta, y Angelina no quiso discutir y aguardó paciente a que fuera avanzando la cola. Cuando por fin le tocó subir las escaleras para entrar al comedor, la monja con el delantal blanco inmaculado que la saludó no era la que recordaba.
—No te quedes ahí, vamos, busca un sitio para sentarte —le dijo al ver su vacilación.
Angelina la obedeció y se colocó en el primer hueco que encontró. Otra monja de rostro redondo y sonriente le trajo una bandeja con sopa de fideos, guiso de carne, un trozo de pan y un flan, deseándole buen provecho.
La joven le dio las gracias y comió mecánicamente, pensando cómo actuar. Cuando terminó y se levantó a vaciar la bandeja, se dirigió a quien le había servido:
—Disculpe la molestia, yo vine acá por doña Virtudes.
—¿Cómo dices, que buscas a doña Virtudes? —replicó la monja—. Había una anciana que se llamaba así y venía mucho, pero ya murió.
—No, yo ya sé que murió. Vine acá por ella.
—Ay, hija, me alegro de que te trajera. Ahora puedes volver sola cuando quieras. Ale, hasta otro día —se despidió con prisas mientras preparaba nuevas bandejas.
Qué difícil le resultaba darse a entender, pensó Angelina. Pero estaba decidida a  lograr lo que se había propuesto y, en lugar de dirigirse a la salida, se adentró en el convento. Recorría un amplio pasillo de suelos resplandecientes, adornado con grandes macetas de aspidistras, cuando una voz la interceptó:
—¡Oiga! ¿Dónde va?
Angelina se volvió para encontrarse de frente con el rostro que tan bien recordaba.
—Disculpe el atrevimiento. La estaba buscando.
—Pues tú dirás en qué puedo servirte —replicó la monja.
Escarmentada de que no la entendieran, quiso ahorrarse las explicaciones y fue directa al grano:
—Vine porque doña Virtudes me dio a guardar esto —sacó del bolsillo la llave envuelta en el cartón y se la tendió.
Antes de cogerla, la monja, que la miraba fijamente, afirmó:
—Ya te he reconocido. Tú eres la hija del virrey.
—Qué pena con usted, señora, pero no. No más soy Angelina Jelik, de Guatemala. Lo demás lo inventó doña Virtudes.
—Lo sé, hija, lo sé. Si ya no existen virreyes, eso es de la época de la conquista. ¿Sabes de dónde es esta llave?
—No. Doña Virtudes me la entregó bien envuelta para que yo la guardara porque, según dijo, algún día me podría ser de utilidad, pero yo olvidé que la tenía y apenitas la fui a encontrar al fondo de mi maleta mientras buscaba otra cosa.
—Vamos a mi despacho —indicó la monja, tomándola del brazo.
Entraron en una habitación luminosa entre cuyos muebles sobresalía un armario de madera labrada y proporciones gigantescas. La monja abrió una de las puertas con una llave que escogió de un manojo oculto entre los pliegues del hábito y sacó un cofre oscuro que colocó sobre el escritorio.
—Comprueba si tu llave sirve para esa cerradura —indicó.
Angelina vaciló un instante antes de introducirla por el ojo y girar una, dos, tres vueltas completas.
—Ya está. Levanta la tapa —pidió la monja—. ¿No tienes interés en ver lo que contiene?
Angelina sonrió como respuesta.
Fue la monja quien abrió la tapa con un chirrido de goznes en desuso.
—Veo que eres prudente, pero ha llegado el momento de darte una explicación. La ancianita que conociste no era ninguna indigente, aunque había decidido llevar una vida peculiar que a ella le gustaba. Como no tenía parientes y a este convento venía mucho, resolvió favorecernos dejándonos buena parte de sus bienes, pero a cambio nos pidió que le guardáramos este cofre hasta que encontrara a la persona adecuada para disfrutar de su contenido. Lo sabríamos porque a ella le entregaría la llave. Cuando ese día que te trajo me explicó que eras su nieta, hija del virrey de Guatemala, me imaginé que eras la elegida. Del contenido del cofre solo sé que son cosas que ella apreciaba, pero desconozco su valor material. Hablaba mucho de la cadena del virrey, al parecer de oro y esmeraldas, y decía que había pertenecido a su familia durante siglos, porque un antepasado suyo había ocupado ese cargo en las Américas. Creo que por eso te eligió. ¿Quieres que veamos qué hay?
—No —respondió Angelina.
—Estás en tu derecho. Toma, llévatelo.
—No, no —repitió Angelina—. Cómo voy a llevármelo.
—Es tuyo. Doña Virtudes te lo regaló.
—Pero esa señora no me conocía...
—No hay peros que valgan. Mira, vamos a ver qué contiene. ¿No te pica la curiosidad?
La monja metió la mano y sacó una caja alargada de cartón blanco, sujeta con dos vueltas de goma pringosa. Se la tendió a Angelina:
—Ábrela. Puede que sea la cadena del virrey.
Angelina obedeció y apareció un abanico blanco de nácar y seda con pájaros bordados. Luego salieron algunas monedas antiguas, un juego de botones con anclas, un sonajero de plata, una medallita rematada con una filigrana, guardada en una caja de piel granate, y por fin la cadena del virrey. Era bastante gruesa y llevaba engarzada una piedra verde del tamaño de una canica.
—Si es una esmeralda verdadera, valdrá bastante —opinó la monja—. Tendrías que llevarla a un joyero para que la tasara.
—¿Me puedo sentar? —preguntó Angelina—. Creo que me estoy mareando.
La monja le acercó una silla y abrió la ventana.
—Tranquilízate, que no es nada: el olor a incienso que se cuela de la iglesia.  A mucha gente le marea, y a ti con más motivo después de haber recibido una herencia inesperada.
—Pero si apenitas conocí a doña Virtudes, ni siquiera la enterré.
A la monja le extrañaron sus palabras, y Angelina le explicó lo sucedido y cómo el barrendero la había dejado marcharse antes de que llegara la policía.
La monja manifestó:
—Está claro que murió en paz. El señor la tenga en su gloria. Algo vio en ti que le gustó y creo que debes aceptar su voluntad, igual que ha hecho nuestro convento.
—Pero ustedes la conocían bien, le ofrecían su comida, su amistad; yo apenitas alcancé a estar un día con ella.
—A veces un día vale más que toda una vida, ya lo ves. Yo en tu lugar no rechazaría una herencia que tal vez te ayude a mejorar de vida. Mira, si te parece, yo vuelvo a guardar el cofre y tú te quedas con la llave, como hasta ahora. Cuando lo quieras te lo entregaré y, mientras tanto, puedes venir a visitarnos de vez en cuando, ya sabes que la comida es buena.
Doña Chona estuvo cavila que cavila después de hablar con su nieta. Le costaba asimilar que estuviera ganando tanto dinero y más aún que una desconocida le hubiera legado su cofre de tesoros. No te vayas a descuidar, mi hija, no vayas a perder la cabeza ahora que te creas rica. Recuerda de dónde vienes y adónde has de llegar, le había aconsejado. Y seguía dándole vueltas a la cabeza, a pesar de que Angelina le había asegurado que nada iba a cambiar, que aún tenía los pies sobre la tierra.
¿Nada iba a cambiar?, se repitió Angelina mientras caminaba a la salida del locutorio. Miró la pulsera de estrellas y pensó en Beto. Eso no se lo había contado a su abuela. Tal vez ya no haría falta…
—Muchachita linda, me tiene todo el día buscándola —le susurraron al oído mientras la rodeaban desde la espalda por la cintura—. Se me hizo demasiado tarde, lo siento. Dígame que me perdona y no se enoje conmigo.
Angelina sonrió y se dejó abrazar:
—Tengo tanto que platicarte…
No pudo continuar porque Beto no paraba de besarla.
—Hoy cerré un gran negocio —reveló después, enseñándole un fajo de billetes—. Gané harta plata. Para los dos.
Angelina quiso saber de qué se trataba.
—Es un negocio de redistribución, así lo llamamos. Y tú puedes entrar en él. Tan linda que eres, te será fácil. Eres mi enamorada y por eso te tengo confianza.
Angelina asintió con la cabeza y escuchó atentamente la explicación de Beto. Después permaneció callada.
—¿Le entras, mi vida? Seremos de esos riquillos que nada les falta y nos compraremos una casa para vivir juntos, no aquí, con estos fríos, sino en la costa que dicen de Levante, bonito está por allá según cuentan.
Silencio. Angelina no sabía qué responder.
—¿Le entras? —repitió Beto—. Podemos empezar por la casa donde ahora estás. Con tu ayuda no nos costará nada sacar todo lo de valor que tengan. Tú has de saber informarnos, eso es lo importante. Y ya después te sales rapidito y te vas a esconder conmigo para que no te encuentren.
—No, Beto, yo no le entro a ese negocio. No me pidas eso, me muero del miedo y me agarrará la policía porque soy muy torpe —susurró Angelina al fin—. Ahorita no puedo hacer eso.
—Está bien, mi vida, yo me arriesgaré por los dos, al fin soy el hombre y el que debe llevar los pantalones. Ya más adelantito platicamos de nuevo. Yo lo que quiero es que estés contenta.
Angelina asintió y se dejó besar. Pasearon muy abrazados por el Parque del Oeste y Beto ofreció acompañarla en taxi hasta su casa. Pero Angelina se negó:
—No quiero que tengas malas ideas. Mi casa la has de respetar. No estaré segura  si algo ocurre, porque me cargarán las culpas. Capaz que la policía me mete en la cárcel o me echan del país.
—Tan inteligente como linda, mi muchacha amada. ¿Cómo se te ocurre pensar esas cosas? Bien elegí, tú sabrás aconsejarme para que no me equivoque, porque yo soy bien tarugo para eso de pensar. Angelina, mi vida, mi dulce enamorada de ojitos como soles…
Ojitos como soles, repite Angelina mientras camina despacio bajo la lluvia hacia Estrella Polar número 7. Al despedirse antes de tomar el autobús, ha quedado con Beto en que volverán a verse el sábado siguiente en el mismo lugar y a la misma hora. Una niña rumana de rubias greñas y larga falda le sale al paso para pedirle  limosna, dame algo, señorita, mira que hoy no comí, y Angelina se desabrocha la pulsera de plata.
—Para ti —le dice al entregársela—. Suena bonito, como campanitas, si le das muchas vueltas cuando la llevas puesta.   
       

© Carmen Martínez Gimeno

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viernes, 11 de octubre de 2013

Una novela por entregas: Angelina y el Nuevo Mundo (capítulo 10)

Esta llave cincelada
si no cierra ni abre nada,
¿para que la he de  guardar?

Amado Nervo, La llave vieja

Una llave de ojo antigua. ¿Qué significa? ¿Qué es lo que abre? Puede que pronto lo averigüemos...

CAPÍTULO 10

A
NGELINA lleva de la mano a doña Mercedes con el mismo cariño que si se tratara de su abuela. Es una costumbre que comenzó durante las vacaciones, cuando paseaban a la orilla del mar en el pueblo levantino al que habían viajado todos a pesar del disgusto de la anciana.
Paloma le obsequiaba conchas de nácar y le traía diminutos cangrejos que apenas lograban llamar su atención cuando corrían hacia atrás en su regazo intentando escapar. Solo la conversación de Angelina parecía interesarle a ratos.
—¿Acá no hay tortugas, mi señora? —le preguntó el primer día que bajaron a la playa.
—Tortugas —repitió doña Mercedes mientras sentada bajo la sombrilla se alisaba una y otra vez la falda de fresco lino con manos temblorosas.
—Allá en Retalhuleu buscábamos sus huevos entre la arena.
—¿Y cómo son? —quiso saber Paloma, que construía un castillo con foso a sus pies.
Angelina unió el pulgar y el índice formando un círculo y abrió enormes los ojos:
—Como pelotas de ping pong, niña, igualitas a esas con las que juegas, no más que más blandos, como suavitos. Y son mucho más sabrosos que los de gallina, por eso los pagaban bien en los restaurantes; los turistas los querían. Pobre de las tortugas que eran sus mamás, no pensaba en ellas cuando tenía la suerte de encontrarlos y me los robaba para ganar mi buen dinero que tanta falta nos hacía. Pero no me olvidaba de guardar uno, el más lindo, para compartirlo en la casa con mi abuelita.
—Con tu abuelita —repitió doña Mercedes, asintiendo con la cabeza.
—Las tortugas son grandotas y caminan paso a pasito por la arena para poner sus huevos, después los tapan con sus patas para que cueste encontrarlos y no se los roben, y se regresan tranquilas al mar. Nosotros los buscadores que andábamos por la playa nos las subíamos encima, dizque cabalgando, hasta que llegaban al agua. Ahí había que saltar rapidito, porque vieran cómo nadan, bucean hasta lo más hondo y allá se quedan cuanto se les antoja acompañando a los pulpos y las langostas. Decían que un muchachito no estuvo listo para saltar y la tortuga lo arrastró a las profundidades. Aún cuentan que de cuando en cuando se le oye gritar pidiendo socorro, agarrado a la concha, cada vez que la tortuga sale a nadar arriba, pero rapidito se vuelve a hundir.
—Pobre —musitó doña Mercedes—. Por no estar listo…
—No me lo creo, Angelina, se habría ahogado —opinó Paloma.
—Yo no sé… No más eso cuentan.
—Eso cuentan, eso cuentan —repitió doña Mercedes—. Pues será verdad.
Por las tardes la anciana se negaba inexorablemente a salir de la casa blanca donde vivían, rechazando las excursiones que le proponían, las merendolas en concurridos lugares de moda o los paseos en barco por bahías de blandas olas blanquiturquesa y acantilados de pinos que meneaban sus copas al compás del viento. Cuando al fin se quedaban solas, le pedía a Angelina que la acompañara a su habitación:
—Esta casa no la conozco y me pierdo. No sé dónde están mis cosas, todo se me confunde en esta cabeza mía…
Pasaban las horas vaciando los cajones y ordenaban su contenido. Repasaban los vestidos guardados en el armario, los zapatos alineados en parejas, los pañuelos de batista bordada doblados en pico en su caja de cuero verde.
—Me la regaló mi padre —explicaba doña Mercedes acariciándola—. Yo era joven entonces, aún no me había casado. ¿Ves estas letras doradas? Son las iniciales de mi nombre. Mi padre encargó que las grabaran. ¿Tú conociste a mi padre, Angelina?
Las conversaciones se repetían tarde tras tarde con pequeños cambios, siempre las mismas obsesiones, siempre las mismas añoranzas y algún temor nuevo. A veces la anciana se quedaba callada y Angelina callaba a su lado. Otras le hablaba y hablaba para intentar entretenerla y la convidaba a un paseo cortito.
—No me apetece, Angelina. Me marea la gente.
—Vea, caminemos hasta el malecón y allá nos sentamos a contemplar cómo pescan las barcas. El sol se hundirá en el mar y saldrá la luna grandota vestida de oro hasta que suba arriba y las estrellas la cubran con su velo plateado. Pero antes de eso usted se habrá tomado un helado de los que tanto le gustan. Qué gana quedándose acá solita, entristeciéndose sin motivo con la tarde tan linda que hace.
Pero rara vez conseguía convencerla para abandonar su encierro. Doña Mercedes solo mostró verdadera alegría cuando supo que las vacaciones tornaban a su fin y comenzaron los preparativos para el regreso. Llegaron a Madrid cuando el sol septembrino iba enrojeciendo las hojas de las hiedras y las bandadas de pájaros se reunían en el cielo en dibujos cambiantes ensayando formaciones para su cercano viaje hacia latitudes más cálidas.
Pronto la casa recuperó la rutina de los trabajos y los estudios. Hubo varias tormentas seguidas, y doña Mercedes vaticinó, mirando al cielo:
—Cuatro gotas y se acabó el verano. Mi padre lo decía siempre.
Así fue. El otoño entró de repente, como es su costumbre, y hubo que guardar sandalias y sacar prendas de entretiempo. Angelina se arrebujó en un chal granate con listas moradas que se ataba con un nudo en el hombro para que no le estorbara al hacer las faenas de la casa.
Una mañana, mientras le servía el desayuno, doña Mercedes la reconvino:
—Así no vas bien. Tienes que comprarte ropa. Aquí no nos envolvemos en manteles.
Angelina sonrió y respondió que no era mantel sino manto. Se lo había tejido su abuela mientras vivieron en Zunil, pues era como allí se abrigaban las mujeres.
Doña Mercedes negó con la cabeza y reiteró:
—Tienes que comprarte ropa. Aquí no nos vestimos así. Se van a reír de ti cuando te vean con esas fachas.
Tenía razón, aceptó Angelina. Ya había notado miradas curiosas cuando acompañaba a Paloma a la parada del autobús escolar. Tal vez había llegado el momento de gastar algo del dinero que estaba ganando. Esa misma tarde abrió la maleta verde donde lo guardaba y lo contó: 3.025 euros, repitió varias veces asombrada, 3.025 euros. ¡Era rica! Nunca jamás había logrado juntar semejante cantidad con su abuela, y sintió el deseo imperioso de hacérselo saber, tenía que darle esa alegría, debía contarle que el Nuevo Mundo le estaba abriendo sus puertas, que su suerte era buena y había esperanzas. Cuando a la vuelta del colegio Paloma la acompañó a comprar unos zapatos y algún jersey, pasaron también por un locutorio y llamó por teléfono a la señora Clovis para concertar que su abuela estuviera en su casa el sábado siguiente a la misma hora.
Paloma la había ayudado a elegir la ropa y a sumar los precios para no equivocarse al pagar. Angelina no era caprichosa y había tenido cuidado al comprar, así que le sobró parte del dinero que había llevado. Cuando ya de vuelta en casa lo iba a guardar en la maleta, al rebuscar en su contenido rodó hasta sus manos el envoltorio de doña Virtudes: era como si hubiera querido salir de la oscuridad en la que había permanecido hasta entonces. Angelina lo tomó y recordó las palabras de la anciana en el parque del Retiro al entregárselo: «Ya sé que mañana te vas y tal vez no nos volvamos a encontrar, pero quiero que lo tengas tú. Eres más de fiar que las raíces de los árboles y algún día puede que te venga bien». Qué habría querido decir. Le picó la curiosidad y estaba a punto de desenvolverlo, cuando escuchó que la llamaban. Era doña Mercedes que pedía su cena a gritos:
—Si no son más que las siete —objetó Angelina.
—Como si son las dos. El hambre no entiende de horas.
—Está bien, mi señora, no se enoje. Ahorita le preparo su tortilla de jamón...
—Tú estás loca, ¿cómo me voy a tomar eso? —la cortó irritada—. Menuda porquería.
—Pues qué desea. Dígame no más y se lo preparo.
—Angelina, ¿hacemos los deberes? —preguntó en ese momento Paloma, entrando en la cocina.
—No puedo, niña.
—¡Cómo que no puedes, qué contestación es esa! —se enfadó la anciana—. Deja lo que estés haciendo y la atiendes.
—Sí, señora —respondió Angelina, cargada de paciencia—. ¿Quiere que le prenda la tele?
Era un buen modo de entretenerla, pues todos los programas le parecían bien y se ponía a hablar con las personas que salían en pantalla como si fueran visitas que estuvieran con ella.
—¿Qué toca hoy? —preguntó Angelina, mientras buscaba su cuaderno de tapas naranjas.
Desde que Paloma había vuelto al colegio, compartía los deberes con ella, y su letra iba mejorando. Además, había aprendido enseguida a sumar, restar, multiplicar y dividir, y en eso era Angelina quien ayudaba a la niña. Había sido idea de Cecilia.
—¿Por qué le escribes las cartas? —había preguntado a su hermana la vez que las vio atareadas redactando.
—Porque su letra es mala. Como casi nunca escribe...
—Pues entonces lo que debería hacer es practicar. ¿No habéis escuchado eso de que no hay que dar peces sino enseñar a pescar?
Paloma no lo había entendido, pero Angelina sí. Y desde ese momento se esforzaba por comprender las lecciones de los libros y por aprender lo que enseñaban.
—Hoy tenemos que hacer una redacción sobre lo que queremos ser de mayores —explicó Paloma—. Yo no sé si astronauta o submarinista. ¿Tú qué vas a poner?
Angelina vaciló antes de responder:
—Yo ya soy mayor.
—Bueno, no tanto. Mi hermana también es mayor y todavía no es nada. Además, no hace falta que sea verdad. Puedes poner lo que te gustaría. Elige.
Elegir. Nunca se le había ocurrido. Con tener un techo y comida le había bastado. ¿Qué quería ser? Ni siquiera conocía las posibilidades a su alcance.
—Ayúdame, niña, no se me ocurre nada —le pidió a Paloma.
—Pues yo creo que podrías ser chef de un restaurante, porque cocinas muy bien, o escritora, porque cuentas unas cosas tan bonitas...
—¡Socorro, socorro! —venía gritando con un hilo de voz doña Mercedes, arrastrándose despavorida hacia la cocina—. ¡Que me comen!
Angelina y Paloma se levantaron para recogerla y sentarla en una silla.
—¡Cerrad la puerta! ¡El salón está lleno de fieras!
—¿Qué dices, abuela?
—Sí, sí, hay leones y otros bichos de esos que corren tanto. No sé cómo he logrado llegar hasta aquí sana y salva. Será que la carne de vieja no les gusta —se dirigió a su nieta—: Tú no salgas, bonita, que te devorarán. Angelina, llama a la policía. O a los bomberos, no sé.
—Sí, señora.
Mientras Paloma la entretenía, Angelina fue a ver qué la había asustado tanto. En la televisión pasaban un documental sobre la selva africana y en ese momento un rinoceronte avanzaba feroz hacia las cámaras. La apagó y regresó a la cocina. Le iba a explicar que había logrado que los animales se marcharan por la puerta del jardín, pero ya doña Mercedes se había olvidado y hablaba entretenida con su nieta sobre cómo eran su colegio y sus compañeras de clase.
Esa noche, cuando se fue a acostar, Angelina encontró el envoltorio de doña Virtudes sobre la cama. Desató los múltiples nudos del cordón ennegrecido que lo rodeaba con varias vueltas y desenvolvió la enorme y gastada bolsa de plástico que lo recubría. Debajo había otra más limpia también muy enrollada, y debajo capas y capas de papel higiénico bien apretadas, envolviendo, como si de una momia se tratara, un cartón blanco doblado en cuatro. En su interior había una antigua llave negra algo roñosa y unas palabras escritas en mayúsculas: MADRES OBLATAS.
Madres Oblatas, repitió varias veces Angelina, ¿de qué le sonaba ese nombre? De repente se le iluminó la memoria: eso es lo que ponía en la puerta del comedor al que había acudido con doña Virtudes. Pobre ancianita, ¿para qué le habría dado a guardar esa llave como si fuera algo importante?
El sábado madrugó como hacía a diario para dejar recogida la casa antes de marcharse. Luego se arregló y esperó a que se levantara la dueña para despedirse.
Y esta expresó nada más verla con su ropa de salir:
—No me digas que te vas. Tenemos una comida y pensaba que te quedarías con Paloma y la abuela, como otras veces.
—No, bien lo siento, pero hoy no puedo, mi señora. Yo también tengo una invitación y me aguardan. Pídaselo a Cecilia.
—Huy, ya sabes cómo es. Seguro que no quiere. Quédate tú. Volvemos pronto y te vas enseguida.
—No, señora. Hoy no. Ya les dejé preparada la verdura y la carne. No más hay que calentarlas.
Angelina tenía sus planes para ese día. Se iba a reunir con las ecuatorianas y. pasearían por el Parque del Oeste. Después comerían juntas y se contarían sus novedades, porque no se habían vuelto a ver desde que Angelina salió con mal pie de la casa de doña Charito. Luego, por la tarde, llamaría por teléfono a la señora Clovis desde el locutorio y se comunicaría con su abuela, que estaría ansiosa aguardando. Se llenaba de gozo anticipando la sorpresa de su abuela cuando por fin le hablara y supiera por su boca lo bien que estaba, la buena suerte que se iba labrando con su esfuerzo, el mucho dinero que estaba juntando para lo que más adelante se ofreciera.
Era una mañana de finales de octubre y soplaba una brisa serrana cortante que el tenue sol no lograba templar. Angelina se arrebujó en su chaqueta de lana y pensó que tendría que comprarse alguna prenda de mayor abrigo para el invierno que ya se avecinaba. No estaba acostumbrada al frío y no le gustaba; menos mal que en el autobús hacía buena temperatura. Estaba tan a gusto que le costó bajarse cuando llegó al lugar de la cita. Ya había muchas personas reunidas en el parque y sonaba fuerte la música latina. Sintió un hormigueo en el estómago, como siempre que la escuchaba, y la invadió un sentimiento de nostalgia del que procuró sacudirse enseguida. Mucha gente ocupaba las praderas y los bancos. Vendedoras de comida y bebida desplegaban su mercancía sobre grandes cajas de cartón que hacían de mostrador. Algunos niños correteaban en torno al macizo de flores que rodeaba una estatua y otros mayores jugaban al voleibol con una red que habían tendido.
Angelina todavía no había dado con sus amigas cuando apareció de improviso una pareja de policías y mandó que apagaran la música, pues molestaba a los demás usuarios del parque. Un joven ecuatoriano protestó, y los policías le pidieron la documentación. Llegaron más policías, y los grupos se fueron dispersando sin armar alboroto.
Angelina recordó que aún no tenía papeles y se alejó prudente hacia la boca del metro. Estaba a punto de bajar las escaleras, cuando le pusieron una mano en el hombro:
—¿Ya se volvió tan engreída que no saluda a los amigos de antes?
Angelina giró la cabeza. Era Beto, el mexicano al que doña Charito obligaba a dormir en el suelo. Le sonrió pero no supo qué decir.
—¿Cómo te va, muchachita linda? Me costó reconocerte tan bella que estás. No porque antes no lo fueras, sino que ahora estás retepreciosa. Y tus ojos no los olvido, no, por ellos supe que eras la misma Angelina que yo conocí meses atrás, en la mísera casa de la pérfida que me maltrataba.
Beto parecía haber prosperado. Iba bien vestido y olía a una persistente colonia. Sus dientes alineados brillaban al sonreír y se le formaba un hoyito en la mejilla morena.
—Tú también te ves bien —musitó Angelina.
—No me quejo. Ando metido en grandes negocios. Gano harta plata. ¿Me permites que te convide?
Antes de que Angelina pudiera responder, Beto le pasó un brazo por el hombro y la dirigió calle arriba. Era agradable sentir su interés, saberse apreciada.
—Seguidito he pensado en ti —musitó Beto—. Qué bueno que nos volvimos a encontrar. Ahora ya no dejaré que te me escapes.
Angelina lo miró con ojos rendidos y asintió.
Comieron juntos en un restaurante italiano que a Angelina se le antojó demasiado lujoso y al que entró casi a la fuerza. Sin embargo, una vez a la mesa donde los sentaron, se le pasó la vergüenza. Beto le hizo reír con sus ocurrencias y le dio a probar platos deliciosos que desconocía. Después de que hubieron acabado el postre de dulce panna cotta, se empeñó en regalarle una pulsera de plata con colgantes de estrellas que sacó de un bolsillo. Y dijo al abrochársela en su estrecha muñeca:
—Para que no me olvides, Angelina la de lindos ojos, porque yo a ti te llevo en el alma. No más tienes que tocar mi corazón para notarlo.
Angelina le puso una mano tímida sobre el pecho y sintió los latidos. Beto prosiguió:
—Bien quisiera quedarme a tu lado toda la vida, pero ahorita me tengo que ir porque me esperan. Es lo malo de ser gente importante, que no se pueden descuidar los negocios. Aunque como ya eres mi enamorada, lo primero de todo es velar por ti, así que enseguida te dejo en tu casa en un taxi que tomemos. Sirve que así conozco dónde vives para que no te me pierdas otra vez.
Angelina se negó.
—¿No quieres ser mi enamorada? —se entristeció Beto.
Y Angelina se disculpó, no era eso, musitó ruborizada, es que tenía que ir al locutorio a hablar con su abuela. Así habían quedado y la estaría aguardando. Hacía mucho que no sabía de ella.
Beto se dio por satisfecho y preguntó:
—¿Cuándo nos vemos otra vez?
El sábado siguiente, en el mismo sitio donde se habían encontrado, decidió Angelina.
Salieron del restaurante abrazados y, como despedida, Beto le dio un largo beso en los labios  antes de echar a correr para alcanzar un autobús que ya partía de su parada.
Angelina lleva de la mano a doña Mercedes con el mismo cariño que si se tratara de su abuela. Es una costumbre que comenzó durante las vacaciones, cuando paseaban a la orilla del mar. Ahora la anciana ya no quiere caminar, y Angelina la anima a salir al jardín a ver la hiedra enrojecida y las olorosas violetas en flor. Mientras andan pasito a pasito silenciosas, Angelina piensa en Beto. Cuenta los pocos días que faltan para el sábado y un escalofrío le recorre la espalda al recordar sus cálidos labios. Sus palabras.

© Carmen Martínez Gimeno


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