Enterrar tus miedos,
Liberar el lastre,
Retomar el vuelo.
No te rindas que la vida es eso,
Continuar el viaje,
Perseguir tus sueños,
Destrabar el tiempo,
Correr los escombros
Y destapar el cielo.
CAPÍTULO 12
S
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URCA los cielos la nave, proyectando su sombra en la capa de
nubes brillantes de sol. Guatemala, el país verde tachonado de brumosos
volcanes, aún queda lejos, y Angelina entretiene las horas de espera
contemplando absorta las imágenes que se suceden en la gran pantalla central.
Están pasando una película de amor y aventuras con rubios protagonistas que roban
diamantes, corren, esquivan disparos y se besan yaciendo en lujosas camas de
hotel. La dolce vita, proclama el
protagonista a la vez que lanza por los aires el sujetador granate de su amada.
Ah, dolce far niente, susurra ella, y
un primer plano muestra su mano de largas uñas rojas arañando suavemente una
espalda torneada y desnuda ¿Dolchefarniente?,
repite mentalmente Angelina sin comprender; dolchefarniente, le gusta cómo suena, dolchefarniente, ¿será el nombre escondido del apuesto
protagonista? Su nombre escondido… un pinchazo en el corazón… Beto. No, no debo
pensar en él, se niega Angelina, arrancándose nerviosa los auriculares, no
debo, no quiero… pero su imagen es cada vez más nítida y se afianza sobre la
pantalla en un fundido encadenado. Angelina cierra los ojos, fundido a negro,
pero de nada vale: su coraza ha caído, sus defensas están ya traspasadas. «Tú
serás mi Lapislázuli, ese es tu nombre escondido, el nombre de mi enamorada»,
había declarado Beto el sábado que se volvieron a encontrar a pesar de que
Angelina se había propuesto faltar a la cita. Beto, el más cariñoso, el mejor
valedor: «Yo soy el hombre, mi Lapislázuli, yo veo por ti y me has de respetar.
¿No traes la pulsera?». Una excusa adornada de rápidos besos para tapar la boca
que apenas sirvió: «No, mi Lapislázuli, yo soy el que toma tus besos, tú no te
has de ofrecer, tenlo en cuenta. No más esta vez lo consiento, no más esta vez,
mi Lapislázuli». Y de nuevo lisonjas, los sueños de vivir juntos, de ser ricos…
Angelina no lo había podido convencer para que buscara trabajo como ella: «Ah,
mi Lapislázuli, no sabes tanto como crees. ¿A poco piensas que los riquillos
han llegado a serlo no más trabajando? ¿A poco aún imaginas que se pueden
comprar casas y barcos y buenas ropas y todo lo demás con lo que tú ganas? No,
mi Lapislázuli, en esta vida viven bien los que roban y los demás los sirven…
Verás, mi chiquita linda, como tengo razón, no más has de fijarte y hacer
cuentas». No, Angelina no quiere pensar en Beto, mejor repasar los regalos que
lleva, recrearse en la alegría de encontrar a su abuela, de volver a casa... A
pesar de Beto: «Tienes que elegir, mi Lapislázuli, tu abuelita o yo. Nadie ha
de estar por delante de mí». Paloma la había acompañado a comprar el billete y
una maleta grande. Había preparado el viaje a espaldas de Beto y no se despidió
siquiera. Lo había engañado y sabía que lo iba a pagar.
No, no debía pensar en eso. Se ajustó los auriculares y
escuchó un villancico. Era distinto a los muchos que habían empezado a sonar
machacones en Madrid antes de que diciembre se hubiera echado encima envuelto
en niebla y lluvia. Doña Mercedes cantaba con la radio «pero mira como beben
los peces en el río» cuando un martes
por la mañana entró Cecilia en la cocina con el correo en la mano. Había
una carta para Angelina de su abuela, escrita con la letra vacilante de Melva. Angelina
se retiró a su habitación para leerla: contaba pocas novedades, aparte de que
el niño estaba empezando a caminar solito, pero terminaba:
Pues sabrás Angelina que tu abuela no está buena. Le digo que se tome un remedio, ya ves que entiende de eso, pero no quiere, de nada serviría, arguye, porque le está llegando su hora. Es terca tu abuelita, yo no deseo asustarte pero le están faltando las fuerzas. Esto te lo escribo yo sin que ella sepa, yo ya cumplí avisándote para que después no te vayas a enojar.
Angelina se llenó de temor.
Estaba tan ensimismada que hasta doña Mercedes se percató y le preguntó por el
motivo de su tristeza.
—Supe por la carta que mi
abuelita se quiere enfermar, mi señora.
—¿Se quiere enfermar? —repitió doña
Mercedes.
—Así mero. Ya colmó su olla y el
cabito se consume.
—Ay, hija, no entiendo nada.
—Allá en mi país decimos que cada
cual llega al mundo con una vela para alumbrarse y una olla que llenar. No
todas las velas son igualitas de largas ni arden parejo, así que hay que
apurarse para llenar la olla antes de que el cabito se consuma. Desde hace rato
mi abuelita viene diciendo que su cabito se agota y su olla ha de estar bien colmada,
con tantas penalidades que le tocaron y a tantas personas como ha atendido.
—¿Cuántos años tiene?
—Ya está grande. Creo que unos
sesenta y cinco.
—¡Huy, hija, eso no es nada!
¿Sabes los que tengo yo? Voy a cumplir ochenta y cuatro, ¿o son noventa y
cuatro? Ya he perdido la cuenta…
Angelina negó con la cabeza antes
de expresar:
—Allá es otro modo. Ella es viejita
igual que yo ya soy grande para trabajar. No, yo no conozco a ninguna mujer que
tenga ochenta y cuatro años allá. Murieron hace rato.
—Qué cosas dices, hija. Me
impresionas.
Angelina permaneció callada
porque le faltaban las palabras para explicar su pensamiento, pero sabía que a
su abuela no le quedaba demasiado tiempo.
Doña Mercedes rompió el silencio.
—Creo que deberías ir a verla.
Aprovecha para pasar las Navidades con ella. Yo hablaré con mi hija para que te
dé permiso.
Angelina había comenzado de
inmediato los preparativos para el viaje y volvió al convento de las Madres
Oblatas. Quería ver de nuevo el cofre de doña Virtudes.
—¿Quieres llevarte tu herencia
para enseñársela a tu abuela? —ofreció la monja.
—No, tengo miedo de que se me
vaya a extraviar. Mejor usted la guarda. No más me gustaría ver las cositas
para explicárselas bien a mi abuelita.
La monja sacó el cofre y Angelina
lo abrió con su llave para repasar una por una sus pertenencias. Abrió el
estuche granate y sacó la medalla con la filigrana.
—No creo que sea de valor —opinó
la monja.
Estaba ennegrecida y Angelina la
frotó contra su manga:
—Acá hay algo escrito.
La monja buscó una lupa en el
escritorio y la aplicó a la medalla:
—Qué curioso, está en latín: Omnia
mecum porto.
—No lo comprendo —dijo Angelina.
—Yo tampoco. Pero la madre María
Auxiliadora sabrá traducirlo.
Y salió en su busca mientras
Angelina seguía frotando la medalla. Había
encontrado otras palabras grabadas en la parte posterior cuando se la entregó a
la nueva monja que acompañaba a la que conocía.
Fue rápida en su trabajo:
—Omnia mecum porto es «llevo
todo lo mío conmigo». A ver la otra cara: Do ut des. Eso es «doy para que des».
Angelina se encogió de hombros.
Vaya palabras extrañas, pensó, y decidió guardarse la medalla antes de devolver
el cofre cerrado al armario. Latín, latín, iba repitiendo mientras regresaba a
casa para no olvidar el nombre de esa lengua desconocida. ¿De qué país sería?
Se lo preguntó a doña Mercedes mientras le servía la cena, pero fue Paloma
quien la sacó de dudas:
—El latín era la lengua de los
romanos y ya no la habla nadie, pero de ella salieron el español, el francés,
el italiano, el portugués… hay más pero no me acuerdo.
Sin embargo, no supo traducir las
inscripciones. Cecilia sí, y lo hizo igual que la monja.
—Yo no lo entiendo, ¿qué
significa? —preguntó Paloma.
—Así son las locuciones latinas,
hacen pensar. Podrían querer decir muchas cosas. Son como una especie de
acertijo. ¿De dónde has sacado la medalla?
Angelina adujo que se la habían
regalado las Madres Oblatas.
Un acertijo, ¿sería capaz de
descifrarlo? Angelina no dispuso de mucho tiempo para cavilar, pues los días
pasaron deprisa entre los preparativos y Beto. Aunque no quería, al final tuvo
que elegir. Por eso su alegría no era completa al regresar a Guatemala. Paloma
tampoco estaba contenta antes de su viaje. Al observarla recoger sus cosas y
preparar el equipaje, había reclamado:
—No vas a volver. Por eso te lo
llevas todo.
—Volveré. Tú espérame, niña,
porque no te miento.
Pero a Paloma le costaba creerla.
—Ven acá.
Angelina colocó a la niña delante
de ella junto a la luz de modo que la silueta de las dos se recortara en la
pared.
—¿Sabes cuál es tu sombra y cuál
la mía?
La niña asintió.
—Pues ahorita yo me quito pero
¿viste?, te dejé mi sombra de recuerdo. No más es un préstamo. El día en que yo
regrese me la habrás de devolver.
Paloma sonrió feliz y se puso a
moverse como una peonza para acostumbrarse a su doble sombra.
Angelina sacó un pañuelo de la
maleta y lo extendió, mostrando la llave negra de doña Virtudes.
—¿Me harás un favor?
Paloma asintió de inmediato.
—Primero te contaré un secreto.
¿Sabrás guardarlo en tu corazón?
Muy sería, Paloma movió
afirmativamente la cabeza. Angelina le explicó la historia de doña Virtudes y
su cofre.
—Esta es la llave que lo abre, y
la medalla chiquita de las inscripciones estaba dentro. Esa me la llevo para
que mi abuelita me ayude con el acertijo, pero quiero entregarte a ti la llave
hasta que regrese para que no se me vaya a perder.
Paloma, poco acostumbrada a que
le adjudicaran responsabilidades, preguntó:
—¿De verdad quieres que yo la
guarde?
—Sí, niña, doña Virtudes confió
en mí y ahora, igualito, yo confío en ti.
Y la escondieron juntas en el
cajón secreto del joyero de Paloma.
Se ha encendido la señal que obliga a abrocharse el
cinturón para que nadie pueda escaparse de su asiento. Pero esta vez no es
porque haya turbulencias. La voz metálica del capitán resuena en los altavoces explicando
que falta poco para llegar a Guatemala y hace buen día. El corazón de Angelina
da un vuelco y repica en su pecho convertido en alegre campana. El avión
comienza a perder altura, pero por la ventanilla sigue viéndose el mismo
paisaje desde que amaneció: nubes luminosas que parecen comestibles, como el
algodón de feria. Cuando por fin bajan más, empiezan a vislumbrarse grandes
manchas verdes y grises, y luego oscuras serpientes retorcidas que son los
ríos. Aparecen enseguida las primeras casas chiquitas, situadas sobre parcelas
labradas. Cruzan una carretera sobre la que circulan automóviles diminutos de
vivos colores, y a continuación los motores rugen furiosos y la nave se lanza
en picado hacia una pista rodeada de filas de casas bajas pintadas de blanco.
Pasan rozando los tejados, pero por suerte logran aterrizar sin aplastar
ninguna.
Angelina es de los primeros
viajeros que descienden y sigue los letreros para recoger su maleta negra,
cargada de regalos, en la cinta rodante. Luego busca una camioneta que la lleve
a la estación de autobuses y allí compra su billete para el último transporte a
Quetzaltenango. Mientras aguarda la salida sentada en su asiento, mira el reloj
y recuerda lo perdida que se sintió a su llegada a España. Ahora ya no lo está.
Lo puso en hora en el avión antes de aterrizar y sabe que son las siete de la
tarde. Hace tiempo que se ha puesto el sol y cuando llegue a su destino su
abuela y Melva ya estarán dormidas.
El desvencijado autobús repleto
de viajeros traquetea por la sinuosa carretera, deteniéndose cada vez que
alguien lo solicita. Los niños de pecho se turnan para llorar reclamando su
alimento y unos hombres, algo borrachos, discuten acaloradamente con voz
pastosa. El conductor lleva puesta la radio y suenan las estrofas de las
canciones navideñas que Angelina ha escuchado desde pequeña:
Cristo
ya nació en Palacagüina
de
Chepe Pavón y una tal María
ella
va a planchar muy humildemente
la
ropa que goza
la
mujer hermosa del terrateniente...
Palacagüina, quién sabe dónde quede
ese lugar, piensa Angelina, mientras repite el estribillo. Le sonríe la india
ataviada con el huipil de listas rojas típico de Sololá que se sienta a su
lado, pero se mantiene en silencio, sosteniendo en su regazo una gran cesta
cuyo contenido vela una gruesa tela color añil. Entran por fin en Quezaltenango
y aunque Angelina se esfuerza por ver los imponentes volcanes, apenas atisba su
silueta recortada en la negrura de la noche que atenúa una etérea luna.
Un muchachito raquítico y
descalzo le ofrece cargar la maleta cuando la ve arrastrarla hacia la salida de
la estación de autobuses.
—Está bueno, pero no me vayas a
querer robar.
El muchachito niega con
vehemencia, y Angelina pregunta:
—¿Conoces a doña Chona, la
vendedora de recortes de pastel?
—Cómo no. Yo le compro cuando me
alcanzan los centavitos.
—Soy su nieta y vine a cuidarla
porque me dijeron que se enfermó.
El muchacho muestra su pesar y se
afana en empujar la maleta que abulta más que él. No está pensada para estos
avatares. Las ruedas tropiezan una y otra vez en las irregulares aceras y se
atascan en la tierra de la calle sin pavimentar donde vive su abuela. El último
trecho tienen que llevarla en vilo entre los dos, pero por fin llegan ante la
puerta de toscas tablas que constituye el término del trayecto. Cuando el
muchacho recibe tres dólares como paga, da las gracias con una alegría
desbordante y echa a correr, desapareciendo de inmediato.
Toc, toc, llama Angelina pero no
obtiene respuesta. Toc, toc, insiste.
—¿Quién? —pregunta una ronca voz
masculina que no reconoce.
Angelina vacila un instante antes
de responder:
—Busco a doña Chona.
—Estas no son horas. Vea que hay
gente enferma en la casa. Regrese mañana.
Angelina se inquieta y reitera la
llamada, gritando con todas sus fuerzas:
—¡Abuelita, abuelita! ¡Soy yo, ya
llegué de España!
La puerta se entreabre y aparece
la sombra de un hombre envuelto en una manta. Apenas se ve, pues solo alumbran la
luna y las estrellas, hoy escasas.
—¡Prende la luz, Melva! —escucha
entonces Angelina, a la vez que una figura familiar aparta al hombre de la
puerta para abrirla de par en par.
Doña Chona se tapa la boca
abierta con las manos, y Angelina repite:
—Ya llegué, abuelita.
¿Te has perdido algún capítulo? Aquí tienes los enlaces desde el comienzo:
© Carmen Martínez Gimeno