La palabra estilo proviene del latín stilus, término que significa ‘punzón’. Con stilus se designaba ante todo la varilla metálica de punta afilada por un extremo y aplanada por el otro que se empleaba para escribir sobre tablillas cubiertas de cera. Cuando se quería borrar un error o un escrito entero porque se necesitaba escribir encima, se alisaba la cera con el extremo aplanado del stilus para hacer tabula rasa, esto es, tabla rasa. Pronto el vocablo stilus pasó a denominar también el modo de escribir: se decía de alguien que tenía buen o mal stilus, igual que ahora, empleando el mismo tropo, elogiamos o criticamos una buena o mala pluma (metonimia). En griego existía un vocablo parecido, stylos (στῦλος), que significa ‘columna’, ‘pilar’, ‘sostén’. Aunque no tenía relación alguna con el stilus latino, al parecer, los griegos alejandrinos, por influjo romano, comenzaron a denominar con esta palabra las plumillas que usaban los escribas. Por eso ediciones antiguas del Diccionario de la lengua española académico recogían las dos etimologías, aunque si se consulta un diccionario de griego clásico, se descubre su falta de conexión. Del stylos griego provienen en castellano estilita (que vive sobre una columna) o peristilo (galería de columnas que rodea un edificio).
Abundan los libros escritos sobre libros. Algunos son prescriptores, como el Canon occidental de Harold Bloom, quien en el siglo xx recuperó la idea antigua de «catálogo de libros preceptivos» para proponer la lectura de los veintiséis autores que él consideraba capitales en la literatura occidental. Otros se centran en los efectos que causan los libros en quienes los leen, como ocurre en el famoso Quijote manchego, cuyo protagonista, influido por la lectura apasionada de libros de caballería, crea un mundo imaginario en el que, como buen caballero, debe deshacer los entuertos que le van surgiendo y, de paso, da forma a la novela moderna. A este mismo tipo pertenece una novela menos conocida e inconclusa de Gustave Flaubert, Bouvard y Pécuchet, en la cual los protagonistas, dos oscuros copistas que se conocen por azar, se ponen a leer con disciplinado fervor cuanto llega a sus manos, pasando con cierto orden de una disciplina del saber a otra ―agricultura, anatomía, historia, antropología, filosofía, religión, pedagogía― , pues han decidido vivir según lo que aprendan en los manuales científicos. Sin embargo, como debido a sus errores de juicio y método fracasan en todas las disciplinas por las que se interesan, acaban volviendo a su oficio primero de copistas, igual de ignorantes pero menos imbéciles que al principio, pues con tanta lectura había surgido en su espíritu una nueva facultad, la de ver la estupidez y no poder ya tolerarla.
Toda lectura es creación dirigida, pero ninguna es igual. Depende del juicio, del método y los objetivos de quien lee. Cuando un lector abre un libro, todo está por hacer y todo está hecho: la obra existe solo en la medida exacta de las capacidades de quien lee. Mientras se lee se va creando: siempre se podrá llegar más lejos en la lectura, crear más y, de este modo, la obra aparece como inagotable en su sentido, abierta como ventanas a un horizonte de mar: siempre infinito. Escribimos para que nos lean y leemos para escribir. A Sartre (¿Qué es la literatura?, 1967) pertenece la intuición de que el objeto literario ―lo escrito, en un sentido más amplio― es un trompo extraño que solo existe mientras está en movimiento: el trompo solo bailará si hay lectura y solo durará mientras dure la lectura. ¿Pero sirve cualquier baile del trompo?
La respuesta es negativa, por supuesto. Hay bailes divertidos pero no didácticos e incluso los hay que pueden confundir. Por tanto, para formar el estilo, la lectura es una condición necesaria pero nunca suficiente, pues no todo lo que se lee vale para aprender a escribir. Aunque la página impresa produzca respeto por su impronta de prestigio, lo escrito no es más cierto ni fiable que lo hablado. Así pues, igual que no creemos todo lo que escuchamos ni prestamos atención a cualquiera que pretenda convencernos con medias verdades, antes de utilizar como guía un texto impreso lo someteremos a un estricto análisis para descubrir sus fortalezas y debilidades.
El libro no es más que un vehículo: ninguno es peligroso pero muchos no son buenos. Por tanto, hay que leer con criterio, contrastando fuentes, poniendo en tela de juicio, prestando atención a la intención. ¿Y qué se entiende por libro bueno? Para los fines de aprender estilo, significa bien pensado, bien construido, bien escrito. ¿Pero hay modo de medir estos supuestos? Lo hay, desde luego, y cada cual lo irá descubriendo poco a poco, a medida que vaya leyendo y vaya formando su propio criterio. Con la práctica aprendemos a desechar lo que no nos sirve y a buscar lo que más se corresponde con nuestros intereses. Leer publicaciones de editoriales prestigiosas es un buen punto de partida porque todas han pasado por un riguroso proceso de corrección (tipográfica y de estilo) que asegura ediciones fiables. No es difícil encontrar buenas ediciones en narrativa y ensayo que sirvan de guía; en cambio, en literatura científica y técnica cuesta más dar con ediciones de calidad desde el punto de vista del estilo. Por su parte, internet ofrece una amplia gama de textos para leer en pantalla, pero en este caso es necesaria una minuciosa criba porque abundan los imperfectos en todos los sentidos posibles de la palabra.
En la búsqueda de estilo, no se deben olvidar las palabras de Sartre:
No se es escritor por haber decidido decir ciertas cosas, sino por haber decidido decirlo de cierta manera, y el estilo, desde luego, representa el valor de la prosa. Pero debe pasar inadvertido. Puesto que las palabras son transparentes y la mirada las atraviesa, sería absurdo meter entre ellas cristales esmerilados. La belleza no es aquí más que una fuerza suave e imperceptible. En un cuadro se manifiesta en seguida, pero en un libro se oculta, actúa por persuasión, como el encanto de una voz o de un rostro, no presiona, consigue entregas inadvertidas y se cree ceder ante los argumentos cuando ha sucedido por un encanto que no se ve (1967: 54-55).
El final del discurso pronunciado por el escritor catalán Eduardo Mendoza al recoger en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá el Premio Cervantes (20 de abril de 2017) es un colofón llovido del cielo:
Para los que tratamos de crear algo, el enemigo es la vanidad. La vanidad
es una forma de llegar al necio dando un rodeo. Es un peligro que no debería
existir: mal puede ser vanidoso el que a solas va escribiendo una palabra tras
otra, con mimo y con afán y con la esperanza de que al final algo parezca tener
sentido. La tecnología ha cambiado el soporte de la famosa página en blanco,
pero no ha eliminado el terror que suscita ni el esfuerzo que hace falta para
acometarla.
Por lo demás, al que se echa a los caminos la vida le ofrece
recordatorios de su insignificancia. Hace muchos años, cuando yo vivía en Nueva
York, quedé en un bar con un amigo, ilustre poeta leonés. Como vimos que la
camarera que nos atendía era hispanohablante, probablemente portorriqueña,
cuando vino a tomarnos la comanda nos dirigimos a ella en castellano. La
camarera tomó nota y luego nos preguntó si éramos franceses. Le respondimos que
no. ¿Qué le había hecho pensar eso? Oh, dijo ella, como habláis tan mal español…
En su momento, esta anécdota nimia me produjo una gran alegría que nunca se ha
disipado. Porque comprendí que habitaba un mundo diverso, rico, divertido y con
un amplísimo horizonte. Y que todas las lenguas del mundo son amables y
generosas para quien las quiere bien y las trabaja.
Nada queda por añadir.
Texto extraído de mi manual de escritura La lengua destrabada, Madrid, Marcial Pons, 2017.
La lengua destrabada