Muñeco
de nieve
Clara
llevaba bastante rato despierta, dando vueltas en la cama. Era el último día de
vacaciones en casa de los abuelos y quería aprovecharlo, pero parecía que a
todos se les habían pegado las sábanas. Por fin escuchó a la abuela cacharrear
en la cocina y se levantó de un brinco para correr a su encuentro.
―¡Buenos
días, abuelita! ¿Ha nevado? El abuelo dijo anoche que nevaría.
―Un
poco de paciencia, madrugadora. Aún no he levantado la persiana.
Entre
las dos tiraron de la cinta y a la luz de las farolas vieron el resplandeciente
manto blanco que cubría la calle.
―¡Bien!
―exclamó Clara―. Voy a despertar a mis hermanos.
Pero
no hizo falta. En ese momento el abuelo entraba en la casa pregonando:
―¡Churritos
calientes, para los viejos que no tienen dientes! ¡Churritos calientes, para
mis nietos más inteligentes!
Y
aparecieron Felipe y Jorge para tomarse el rico desayuno que les habían
preparado.
Luego
se abrigaron bien y en cuanto brilló el sol se fueron al parque. Daba gusto
pisar la nieve blanda y sentir cómo crujía mientras se hundían las botas.
―¿Hacemos
un muñeco? ―preguntó Felipe.
―Sí ―contestaron
a la vez Clara y Jorge.
Y se
pusieron a amontonar nieve y a apretarla bien hasta que tuvieron dos bolas
grandes para formar el cuerpo y otra más pequeña que era la cabeza. Dos ramas
sin hojas hicieron de brazos. Lo querían guapo, así que le pusieron por ojos
botones azules, un peine con púas por boca con dientes y como nariz, una
zanahoria, ni grande ni chica, justo lo debido para que no fuera narigudo, ni
tampoco chato.
Jorge
le regaló su gorra verde, y Felipe, su bufanda roja. La abuela le colgó del
brazo un paraguas aún en buen uso y el abuelo quiso darle una pipa, pero lo
pensó mejor y no lo hizo para no acostumbrarlo a un hábito malo.
Cuando
terminaron, se hicieron una foto a su lado.
―Es
alto y elegante ―afirmó la abuela, después de mirarlo con atención―. Quizá un
poco gordo...
―¡Qué
va! ―opinó el abuelo―. Su cara redonda demuestra que es agradable, incluso
simpático.
Los
niños jugaron a su alrededor a tirarse bolas y al corre que te pillo, mientras
el muñeco observaba callado. Cuando se cansaron, comieron jugosas manzanas que
la abuela sacó de su bolsa. Pero de repente Clara exclamó:
―¡Menudo
despiste! Le faltan orejas.
―Los
muñecos de nieve no tienen ―aseguró Felipe.
―Ninguno
las lleva ―confirmó Jorge.
―Pues
este oirá ―se empeñó Clara.
Buscó
en su mochila a ver qué encontraba y, entre muchas más cosas, salió una nuez.
―Si
hay con qué abrirla nos puede servir.
Con
su navaja afilada y mucho cuidado, el abuelo la partió. Clara le colocó los dos
cascarones, uno a cada lado, para que el sonido fuera estereofónico, y sonrió
contenta:
―Ahora
sí que está terminado.
―No
creas. Le falta lo más importante ―advirtió Felipe, haciéndose el misterioso.
―¿El
qué? ―preguntó Jorge.
―Adivínalo.
―¡Ya
lo he descubierto! ―intervino Clara―. Es el corazón. ¡Qué burros, nos habíamos
olvidado!
Jorge
se metió la mano en el bolsillo y ofreció lo que había cogido:
―¿Valdría
esta piedra tan lisa?
―¡Ni
hablar! ―se negó Clara―. ¿Cómo va a ir por la vida con un corazón tan duro?
―Pues
entonces le ponemos este chicle blando ―decidió Felipe, sacándoselo de la boca.
―¡Qué
asco! ―dijo Clara, haciendo una mueca.
―Pero
si es de fresa...
―¿A
ti te gustaría tener un corazón pringoso?
―Pues
entonces, esta canica ―resolvió Jorge, enseñando una de muchos colores.
―Muy
pequeña ―opinó Felipe.
No
era tarea fácil dar con el corazón apropiado y los tres hermanos se quedaron
callados mientras cavilaban.
―Creo
que ya lo tengo ―declaró Clara pasado un ratito, mostrando la parte de las
pepitas de la manzana que acababa de comerse―: ¿Qué os parece esto?
Sus
hermanos lo miraron curiosos.
―¡Una
porquería! ―exclamó enseguida Felipe.
―¡Tíralo
a la papelera! ―añadió Jorge.
Pero
Clara no se dio por vencida.
―Es
un corazón de manzana. Está lleno de buenas semillas.
―Eso
sí es verdad ―reconoció Jorge.
Pero
a Felipe no acababa de convencerle.
―No
es un desperdicio. Si lo plantáramos, saldría un árbol ―insistió Clara.
―Y
el tamaño nos viene bien ―opinó Jorge―: ni chico ni grande.
―Ni
muy duro, ni muy blando ―continuó Clara.
―Bueno
―acabó cediendo Felipe porque no se le ocurría nada mejor.
Los
niños calcularon dónde e hicieron el agujero. Clara colocó el corazón bien
dentro en el pecho del muñeco y luego lo taparon con nieve muy dura.
―Ahora
sí que estás completo ―le dijo Clara, mirándole a sus ojos celestes―. Puedes
disfrutar de tus cinco sentidos.
―Tener
sentimientos ―añadió Felipe.
―Y
hasta enamorarte ―intervino Jorge, siempre enamorado.
―Es
tarde ―avisó la abuela―. Nos vamos a casa.
Los
niños recordaron que era su último día de vacaciones y les dio tristeza
abandonar al muñeco tan pronto.
―Casi
no hemos jugado ―se quejó Jorge.
―¿Podremos
despedirnos mañana de él antes de marcharnos? ―preguntó Clara.
―De
acuerdo ―aceptó el abuelo para darles gusto.
―Espéranos
aquí. Vendremos temprano ―le susurró Felipe al oído de nuez cuando ya se iban.
El
sol fue cayendo, el parque quedó solitario. Muñeco de nieve no veía a nadie, no
ladraban perros, no volaban pájaros, no oía a los niños jugar. Cuando llegó la
noche, empezó a sentir tristeza y un poco de miedo por la oscuridad. Vio
brillar una luz a lo lejos y escuchó un murmullo de voces. Al principio no
pudo, pero luego logró deslizarse, primero despacio, después más deprisa, como
cualquiera cuando aprende a andar.
―¡Acércate
al fuego, muchacho! ―lo invitaron unos hombres alegres que bebían alrededor de
una hoguera―. Hace mucho frío.
Y
muñeco se acercó. Le gustó el olor de la madera que ardía y el calor le produjo
cosquillas, pero empezó a sudar y a sudar. Cuando se dio cuenta de lo que
pasaba, era demasiado tarde y ya no tuvo tiempo de retroceder.
Al
día siguiente, los niños corrieron al parque.
―¿Dónde
está el muñeco? ―se admiró Clara al no verlo donde lo habían dejado.
―Era
aquí, seguro ―afirmó Felipe―. Me fijé en el árbol y en el banco aquel.
―Busquemos
un poco por si dio un paseo ―sugirió Jorge por dar esperanzas.
Recorrieron
el parque y no lo encontraron. Fueron al estanque repleto de patos, al quiosco
de música que estaba vacío, a los toboganes, al tren de juguete y hasta al
serpentario.
―Aquí
tendría miedo ―susurró Clara miedosa viendo a una boa reptar.
Estaban
a punto de darse por vencidos, cuando Jorge descubrió el paraguas a medio
quemar cerca de los restos calientes del fuego, junto a un par de bancos.
―¿Se
lo habrán robado? ―preguntó Felipe.
―Yo
creo que no ―respondió el abuelo, cogiendo el corazón de manzana que estaba a
su lado―. Sentiría frío y se derritió al buscar calor.
―Lo
haremos otra vez ―propuso Jorge.
―Y
mucho mejor ―se animó Clara para no llorar.
Pero no había tiempo. El abuelo advirtió:
―El
tren no espera. Tenemos que irnos a la estación.
Clara
guardó el corazón de manzana en la mochila y subió al coche con sus hermanos.
―¿Lo
habéis pasado bien estas vacaciones? ―preguntó la abuela en la despedida,
mientras repartía abrazos y besos.
―Muy
bien, abuelita ―contestaron sus nietos a coro.
―¡Viajeros
al tren! ―anunció el abuelo después de consultar la hora en su reloj.
Los
niños cogieron las maletas y subieron al vagón para colocarse en sus asientos.
Luego, cuando la locomotora silbó y empezó la marcha, agitaron las manos desde
la ventanilla.
―¡Adiós,
adiós! ¡Volveremos pronto! ―gritaron para hacerse escuchar, mientras
contemplaban cómo los abuelos se iban haciendo pequeños, cada vez más lejos,
hasta convertirse en unos puntos que desaparecieron cuando el tren tomó la
primera curva.
Muñeco
de arena
Clara,
Felipe y Jorge vivían en un pueblo donde no nevaba, pero tenía un mar que de
tan azul se confundía con el cielo y un sol tan reluciente que nada más verlo a
los pájaros les entraban ganas de cantar. A veces también llovía, pero solo a
veces, y era una gran novedad que llenaba las calles de paraguas de muchos
colores, de botas de agua y de un olor suave a tierra mojada. Pero ese domingo,
como la mayoría, no llovió.
―Hace
un día precioso ―dijo el padre a la hora del desayuno―. Podemos ir a la playa.
A
todos les pareció un buen plan y en seguida hicieron los preparativos. Ya
estaban en la puerta dispuestos a marcharse, pero faltaba Clara.
―¡Vamos,
hija, te estamos esperando! ―le gritó la madre con las llaves de la casa en la
mano y ganas de cerrar.
―Es
que estaba buscando los cubos y las palas ―se disculpó.
La
marea estaba baja. Se sabía hasta dónde había subido el mar porque había dejado
un rastro de algas verdes mezcladas con conchas y espuma blanca. Los padres
abrieron la sombrilla, colocaron las toallas y se sentaron a leer el periódico.
―Vamos
a dar un paseo ―propuso Felipe.
―Yo
prefiero montar en barca ―dijo Jorge.
―¿Por
qué no hacéis un castillo de torres muy altas? ―los animó la madre.
Pero
a Clara se le ocurrió otra cosa:
―Mejor
un muñeco cerca de la orilla, donde hay mucha arena mojada.
Los
niños se pusieron manos a la obra. Juntaron arena y la fueron apretando a
palmadas, regándola con agua marina mientras cantaban:
Pan blando ponte duro, pan blando ponte
duro.
No quiero una barra, que quiero un
mendrugo...
Y
poco a poco se fue endureciendo. Después de mucho trabajo, les quedó un cuerpo
grande y derecho, de anchas espaldas y poca cintura. Hacer la cabeza fue más
complicado. Redonda imposible, pues no eran capaces de formar la bola de arena
sin que el cuerpo se les desmoronara. Empezaban a desesperarse cuando a Felipe
se le encendió la luz de una idea:
―Tendrá
la cabeza cuadrada ―decidió, cogiendo el cubo mayor con forma de castillo.
Lo
llenaron hasta el borde apretando bien y lo vaciaron sobre los hombros.
―Queda
un poco raro con las cuatro torres ―opinó Clara―. Parecen chichones.
―Las
taparemos con una melena de algas ―discurrió Jorge, colocándole con gracia un
puñado.
Luego
Felipe le trajo los ojos, dos piedras grises, brillantes y lisas, que el mar
había pulido.
―Nariz
respingona, aunque un poco grande ―dijo Clara cuando le puso una caracola sin
dueño que había encontrado―. Podrá oler muy bien.
Dos
conchas de mejillón hicieron de orejas y un par de cañas rectas sirvieron de brazos.
Casi estaba completo. Los padres quisieron poner su granito de arena.
―¿Qué
os parece si con esta piel de naranja le hago una boca de labios carnosos? ―preguntó
la madre, mientras le colocaba una amplia sonrisa de fruta.
El
padre le fabricó un bonito gorro de papel de periódico:
―Será
capitán de barco y recorrerá los siete mares.
Los
niños saltaron contentos a su alrededor. Con esa sonrisa se veía que sería un
muñeco feliz. Para que nada faltara, Clara corrió a buscar su mochila y volvió
con el corazón de manzana que guardaba como recuerdo. Los dos cirujanos, ya con
experiencia, lo hundieron en el pecho y luego alisaron la arena. Jorge le
deseó:
―Disfruta
la vida.
―Con
tus ojos puedes ver muy lejos ―añadió Felipe.
―Y escuchar
el mar con tus oídos de concha ―continuó Clara.
―Vamos
a comer ―interrumpió la charla su madre.
―¿Volveremos
esta tarde? ―preguntaron los niños, deseosos de pasar más tiempo con el muñeco.
―Bueno,
después de la siesta ―concedió el padre.
―Adiós,
muñequito ―se despidió Clara―. Espéranos aquí sin moverte. En seguida vendremos
y te enseñaremos a andar por el mundo.
Muñeco
de arena se quedó solo en la playa. Miró al cielo y vio brillar el sol. Miró al
mar y vio brillar el agua. Una gaviota llegó volando y se posó a su lado.
Curiosa, dio un par de vueltas a su alrededor y se le subió a la cabeza.
Picoteó su melena de algas. «¡Eh, no hagas eso, que me haces daño», quiso
decirle muñeco, pero no le salieron palabras. La gaviota se aburrió y voló a otro
lugar.
Un
cangrejo vino andando al revés. «¿Quién eres, qué quieres?», quiso preguntarle
muñeco, pero solo hizo sonidos graciosos, como cualquiera cuando aprende a
hablar.
Qué
calor sentía. La boca de fruta estaba reseca, los ojos de piedras lustrosas perdieron
el brillo. Su corazón le advirtió peligro, peligro, porque se acordaba de que
el fuego era malo. Del mar le llegaba una brisa más fresca: «Tengo que
acercarme», pensó. Pero no estaba seguro. Clara le había avisado que no se
moviera. Los niños vendrían y lo ayudarían.
Pasaban
las horas. El sol abrasaba. Muñeco de arena no aguantaba más. Una ola plateada
se le acercó mucho.
―¡Espera!
―le gritó cuando se marchó.
Luego
vino otra algo descarada y lo salpicó. ¡Qué fresca era el agua, qué salado su
sabor...!
Cuando
el sol bajaba, regresaron los niños. Registraron la orilla buscando a su amigo,
pero allí no estaba.
―¿Se
habrá deshecho? ―preguntó triste Clara.
―No
creo ―contestó Felipe―. Estarían sus cosas y no queda nada.
―Era
marinero ―recordó Jorge―. Querría viajar. Se habrá embarcado en un banco de
peces y estará surcando los mares.
―Buscando
tesoros en islas desiertas ―añadió Clara.
―¡Mirad,
allá lejos en el horizonte! ―exclamó Felipe, poniéndose la mano de visera―. ¿No
veis su gorro de capitán?
―Yo
no veo nada con el sol de frente ―protestó Clara.
―Entornad
los ojos ―aconsejó Felipe.
―Sigo
sin ver nada ―se quejó Jorge.
―He
dicho que entornéis los ojos, no que los cerréis. Así, como chinos ―explicó,
tirándose de los bordes.
Sus
hermanos lo imitaron.
―¡Lo
veo, lo veo! ―gritó de alegría Clara―. Está navegando subido en un pez.
―¡Es
un delfín! ―aseguró Jorge―. Y nos saluda con el gorro.
―¡Adiós,
buen viaje, amigo! ―lo despidieron los tres.
―¡Cuidado
con los tiburones! ―le recomendó Clara―. ¡Vuelve a visitarnos!
Y el
muñeco de arena se perdió en el horizonte, navegando allende los mares, la
melena al viento, feliz de la vida, con su sonrisa de piel de naranja y sus
sentimientos de corazón de manzana.
El texto que acabas de leer se ha extraído del libro Cuentos con corazón.
© Carmen Martínez Gimeno. Publicado en Cuentos con Corazón, Madrid: Ediciones B, 2005.
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