Narra
Gonzalo Celorio en su ameno libro Del
esplendor de la lengua española (México, Tusquets, 2016) la siguiente fábula, que dice utilizar con
sus alumnos como ejercicio para que midan sus palabras y se ahorren las superfluas, sobre todo
en lo tocante a los adjetivos, de los que suelen hacer abuso los escritores en
ciernes (pero no solo):
Un
gramático se topó cierto día con un establecimiento que se anunciaba
con este letrero: «Aquí se vende pescado fresco». El gramático consideró que al
anuncio le sobraba el adverbio aquí, pues
el pescado estaba a la vista de toda la gente que pasara por delante y
resultaba evidente que era en ese lugar y no en otro donde se ofrecía la venta.
Cargado de razones, entró en la pescadería y eligió las palabras más llanas que
encontró en su riquísimo vocabulario para hacer comprender al pescadero la
redundancia contenida en su letrero. El pescadero quedó tan convencido ante la
explicación que prometió eliminar enseguida la palabra sobrante.
A la semana siguiente, el gramático pasó de nuevo ante el establecimiento y comprobó satisfecho que el adverbio superfluo había desaparecido. En el letrero ya solo se leía: «Se vende pescado fresco». Deseoso de felicitar al pescadero por haber seguido su docta sugerencia en beneficio de la lengua común, entró en el local. Pero entonces el gramático cayó en la cuenta de que al letrero le seguía sobrando algo:
A la semana siguiente, el gramático pasó de nuevo ante el establecimiento y comprobó satisfecho que el adverbio superfluo había desaparecido. En el letrero ya solo se leía: «Se vende pescado fresco». Deseoso de felicitar al pescadero por haber seguido su docta sugerencia en beneficio de la lengua común, entró en el local. Pero entonces el gramático cayó en la cuenta de que al letrero le seguía sobrando algo:
―¿Conoce
usted algún lugar donde vendan pescado podrido?―preguntó al pescadero.
Este,
desconcertado, negó con la cabeza. En consecuencia, el gramático lo instó a
suprimir el adjetivo fresco del
letrero, pues solo servía para crear suspicacia en la clientela. Allanando la
frase latina «excusatio non petita, accusatio manifesta», el gramático argumentó
que al anunciar expresamente y sin necesidad la frescura de su producto, no
faltarían quienes sospecharan que estaba al borde de la putrefacción. El
pescadero, convencido de nuevo por el razonamiento lingüístico, no tardó en
eliminar de su letrero tan peligroso adjetivo, capaz de abocarlo a la ruina.
Pasaron
los días. El gramático volvió por el lugar y se llenó de sano gozo cuando leyó
el letrero corregido según su dictamen: «Se vende pescado». Entró dispuesto a felicitar
al pescadero por su diligencia, pero se le escapó además una pregunta:
―¿Sabe
usted de algún establecimiento en el que regalen el pescado?
El
pescadero no conocía ninguno, cerca ni lejos, que no cobrara por su mercancía.
Así pues, el gramático adujo entonces que en el letrero sobraba el verbo ―en
pasiva refleja― se vende, pues era
evidente que en todas las pescaderías como la suya el pescado se vendía y no se
regalaba.
Aceptando de nuevo el ilustrado parecer del gramático sobre la economía y pureza de la lengua, el pescadero se apresuró a reducir su cartel a un único sustantivo: «Pescado».
Aceptando de nuevo el ilustrado parecer del gramático sobre la economía y pureza de la lengua, el pescadero se apresuró a reducir su cartel a un único sustantivo: «Pescado».
El gramático no pudo sentir mayor contento cuando advirtió el cambio al dejarse caer por la calle, transcurrido un tiempo. La lengua estaba a salvo gracias a su iniciativa. Entró en el establecimiento deseoso de elogiar al pescadero por su celo y entonces, cuando ya no había palabras revoloteando que lo distrajeran, notó en las pituitarias el intenso olor a pescado. Y dijo:
―Oiga,
aquí huele a pescado. Quite de inmediato el letrero.
¿Qué moraleja cabría extraer de esta fábula? ¿Que a veces un olor, al igual que una imagen, vale más que mil palabras? Puede ser. Pero se me ocurren algunas reflexiones antes de llegar a ese final drástico.
¿Qué moraleja cabría extraer de esta fábula? ¿Que a veces un olor, al igual que una imagen, vale más que mil palabras? Puede ser. Pero se me ocurren algunas reflexiones antes de llegar a ese final drástico.
La
primera salta a la vista. El austero gramático, tan preocupado por la pureza
económica de la lengua, en lugar de ir dictando al pescadero la supresión de
las palabras de su letrero una tras otra, podría haber recomendado el uso de un
solo sustantivo ―derivado―, que indicaría a los transeúntes sin ambages el tipo de local ante el que se hallaban: pescadería.
No hacía falta nada más.
Pongámonos
ahora en la piel del pescadero. ¿Por qué se dejó convencer por las razones del
gramático sin mostrar resistencia? Probablemente, por paradójico que resulte, cayó
rendido ante el caudal inagotable de sus palabras: creyó que el gramático sabía lo que él desconocía. En
definitiva, se fio de su opinión profesional.
Y, sin
embargo, el letrero del pescadero era perfectamente válido desde cualquier
criterio lingüístico. Nos servimos de la lengua para transmitir mensajes, que
varían atendiendo a los emisores, los receptores y el fin que se pretenda
alcanzar. ¿Por qué suprimir el adverbio aquí
si la intención del letrero del pescadero fuera hacer hincapié en su local
frente a otros? ¿Por qué suprimir fresco si
la intención del pescadero fuera resaltar que su mercancía es de mayor calidad
que la de otros? ¿Y por qué suprimir se
vende cuando es a lo que se dedica? Que algo se sepa no supone que no se
deba expresar a las claras.
Aunque
lo redundante no añade información y solo reitera lo que ya se conoce, la redundancia surge a menudo como una
estrategia para evitar malentendidos y puede cumplir objetivos útiles y
necesarios. Por tanto, no siempre es censurable. Si la redundancia posee un
valor expresivo, se convierte en una figura tradicional de la retórica conocida
como pleonasmo: Lo vi con mis propios
ojos. Cállate la boca. Voló por los aires. Escrito de vuestro puño y letra. En las
duplicaciones de complemento indirecto, aporta énfasis a la oración: Le di dos besos a mi mayor enemiga.
A mí me duele la cabeza. Y en la poesía es capaz de llevar a altas cotas literarias, como en los siguientes versos de Miguel Hernández,
pertenecientes a la «Elegía a Ramón Sigé» (1936): «Tanto dolor se agrupa en mi
costado / que por doler me duele hasta el aliento».
Conste,
para terminar, que no me declaro defensora a ultranza de la redundancia: las
más de las veces merece corrección. Sin embargo, como profesionales de la
escritura, debemos aprender a discriminar y, sobre todo, debemos esforzarnos en
no confundir al resto de hispanohablantes con nuestra pretendida superioridad
lingüística.
Dicho
lo cual, confieso una redundancia que me molesta en especial y siempre corrijo:
el exceso de marcas tipográficas en la composición de citas y palabras
extranjeras. Comillas o letra cursiva bastan para señalarlas dentro de un texto.
Nótese la conjunción o: una cosa u
otra; no las dos a la vez. Y si se trata de una cita larga (más de cuatro líneas) en texto exento,
sangrado y separado por una línea de blanco en su comienzo y final, ni siquiera precisa
comillas ni letra cursiva.
Vale (que es adiós en latín y por eso está escrito en letra cursiva).
La lengua destrabada
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