A veces ocurre. La suerte te sonríe y surge ante tu mirada ese libro
especial cuya lectura recordarás para siempre y también las circunstancias por
las que llegó a tus manos.
El día en que nos encontramos este del que voy a escribir y yo había
empezado mal. Fue la desventurada mañana del 14 de noviembre último, cuando por
fin nos echamos a la calle después de haber pasado horas pegados a la
televisión viendo imágenes de los atentados de París. Caminábamos expectantes
por la avenida Jean Jaurès que conduce al centro de Toulouse, tratando de
adivinar sentimientos en los semblantes de los transeúntes con los que nos
cruzábamos. Nada fuera de lo cotidiano percibimos en esa jornada soleada de
sábado hasta llegar a la Place du Capitole, centro de reunión por excelencia de
la ciudad rosa. Allí, frente a la fachada principal del edificio del
ayuntamiento, comenzaban a prenderse las primeras velas, se iban depositando
las primeras flores y se colocaban en el suelo o sobre el muro los textos de
repulsa que habían escrito a bote pronto
los ciudadanos. Provocó mi interés uno que decía: «Après les larmes, aux armes,
citoyens». Y me pareció que quien lo había escrito estaba en lo cierto: una vez
enjugadas las lágrimas, los ciudadanos debíamos armarnos para vencer el miedo.
Para defender nuestra libertad. Para no renunciar a lo que tenemos. Para no desandar
el camino como los cangrejos.
Que cada cual se arme como mejor pueda, nos dijimos. Como sepa. Al
volver la mirada, reparamos en que en el centro de la plaza estaba el
mercadillo ambulante de todos los sábados. Los vendedores habían levantado sus
tenderetes habituales, con sus mercancías coloristas y curiosas de muchos
lugares del mundo. Estaban también los puestos de libros usados, ordenados
sobre largos tableros y en cajones de plástico azules y rojos en abigarradas
filas que no distinguían por contenido ni género, sino por precio, señalado con
rotulador sobre pedazos de cartón viejo.
Ahí están las armas de los nuestros, nos dijimos, y nos dirigimos
enseguida hacia los montones de libros para curiosear en busca de tesoros. Mal de pierres saltó enseguida a mi
vista: era una edición cuidada, con una portada minimalista pero hermosa, de
una editorial desconocida. Fue un flechazo inmediato, y no me equivoqué al
elegirlo sobre todos los demás: sigo prendida de esta novela excepcional que
todavía resuena en mi mente.
Por dos míseros euros, el 14 de noviembre de 2015 compré la traducción
francesa, realizada por Dominique Vittoz, de la novela escrita en italiano por
Milena Agus Mal di pietre. En la
contracubierta, se explicaba: «Au centre, l’héroïne: jeune Sarde étrange “aux
long cheveux noirs et aux yeux immenses”. Toujours en décalage, toujour à
contretemps, toujours à côté de sa propre vie». («En el centro, la heroína: una
joven sarda extraña, “de largos cabellos negros y ojos inmensos”. Siempre en desfase,
siempre a destiempo, siempre al margen de su propia vida»). El resto del
comentario sobre la novela y los demás personajes, así como los trozos del
interior que leí en un rápido escrutinio, picaron aún más mi curiosidad, y esa
misma tarde comencé la lectura.
«Si no voy a encontrarte jamás, haz que al
menos sienta tu falta»: esta cita del pensamiento de un soldado durante la
película La delgada línea roja da comienzo
a Mal di pietre. Pero no es una
historia de amor al uso, aunque la protagonista, a la que solo se la nombra
como abuela, lo busca incansablemente. Su nieta, a punto de casarse, es la que narra un relato como
quien va tirando de un hilo encontrado por casualidad y tan largo que da para
formar un ovillo, un hilo que va cambiando de color y de grosor, que a veces
parece romperse y otras deja cabos sueltos que hay que tratar de unir con mucho
celo. Y aunque sea la nieta quien escribe y llame abuela a la protagonista, a
nuestros ojos aparece siempre joven, algo salvaje, pletórica de deseos acaso
imposibles.
Abuela
conoció al Veterano en el otoño de 1950. Llegaba desde Cagliari por primera vez
al Continente. Iba a cumplir cuarenta años sin hijos porque su mali de is perdas, su mal de piedras, la
hacía abortar siempre durante los primeros meses. Entonces, con su sobretodo de
corte recto, los zapatos altos de cordones y la maleta de cuando el marido se
había refugiado en el pueblo, la mandaron al Balneario a curarse. [La traducción del original italiano es mía
en todos los casos].
Así de corto es el primer capítulo de los
veinte que componen la novela, donde se nos pone en situación y aparece un
personaje crucial: el Veterano. La breve estancia en ese balneario al que la
mandan a curarse su mal de piedras —sus cálculos renales— cambiará la vida a
una mujer siempre atada en corto por su propensión a «desmelenarse», a quitarse
las horquillas del moño y sacudir la cabeza para soltarse la melena: la primera
vez que lo hizo de pequeña, mientras estaban en la iglesia, y su abundante cabello
brilló liberado «como arma de seducción diabólica, una especie de brujería»,
frente al niño que la había sonreído, su madre se la llevó a rastras y le
propinó una paliza tan brutal que fue incapaz de mantenerse en pie.
El mal de piedras es una alegoría del
malestar de una joven corsa que no encuentra su lugar, que no se casa a pesar de ser
hermosa, que se hiere los brazos, se arroja a un pozo y se corta la melena como
si fuera una sarnosa, y cuya calle es conocida por los habitantes del pueblo
como «el sitio donde vive la loca». Pero su
mal de piedras es su mal menor, es lo de menos, a decir de sus hermanas
que la quieren bien aunque no la comprenden porque tiene un «mal peor en la
cabeza»…
Milena Agus escribió esta novela para no
volverse loca, según sus propias palabras recogidas en una entrevista que leí
después de la novela. Con un lenguaje sencillo pero con fuerza, lleno de
expresiones en sardo y sin alardes narrativos más allá de la complejidad que
supone un argumento con innumerables sorpresas a medida que avanza la lectura,
desvela la vida de una abuela siempre anhelante, de su matrimonio tardío, de sus
temores, de su único hijo ansiado y de sus amores, todo en un orden impreciso,
inesperado, casi a destiempo. Y el hijo deseado llega
tras el matrimonio imprevisto pero ya largo, al poco de volver de la cura para su mal de
piedras en el balneario del continente. ¿Qué pasó en él? En esa casa llena de
enfermos como ella a la que la mandan en largo viaje por primera vez sola,
lejos de su isla y de los suyos, la mujer desquiciada es capaz de tomar las
riendas de su vida y curar su mal de amores de un modo sorprendente e imaginativo.
Cuando terminé la novela leída en francés, la
busqué en Amazon y compré la original en italiano, que también leí de un tirón.
He hojeado además la traducción al español que realizó Celia Filipetto y publicó
Siruela en 2008, pero no la he leído completa ni utilizado para este texto por
un único motivo: todas las traductoras somos, antes de nada, escritoras y, como
tales, dejamos nuestro sello en lo que traducimos. No podemos evitar ser un
poco traidoras, como reza el dicho (traduttore,
traditore). Por eso algunas editoriales llaman «versiones» a las
traducciones de obras literarias que encargan. Pero volvamos a la novela. Decía también Milena
Agus en la entrevista que leí, donde se recogían sus palabras durante una cena
con colegas en España en marzo de 2008, que «los escritores son personas con
grandes problemas y que solo con la escritura pueden vivir». Las más de
las veces la locura que sufren no necesita camisa de fuerza ni medicación; no es más que
una forma de creación si se le da salida, pero una desgracia si eso no es
posible: «¡Dimonia!¡Dimonia!», grita
su madre a la abuela protagonista cuando descubre que escribe poemas de amor,
maldiciendo el día en que la mandaron a la escuela para que aprendiera a
escribir.
Sin embargo, la nieta narradora recoge el testigo sin temor, y en el cuaderno que siempre lleva consigo, cierra el
círculo iniciado por la abuela y su desbocada imaginación, escribiendo tras su
muerte su historia y la del Veterano, la del abuelo que fumaba en pipa y enseñó erotismo y sexo de casa de citas a su mujer, la de la otra abuela Lía, viuda fingida y poeta real, y la de tanta gente que hubo a su alrededor,
conformando el mundo campesino y marinero de la isla de Córcega en el que habitaron después de la Segunda Guerra Mundial. La nieta es consciente de lo
mucho que deben a la abuela porque pagó por todos ellos, por su felicidad: «En
cada familia, siempre hay alguien que paga su tributo para que el equilibrio
entre orden y desorden se respete y el mundo no se detenga».
Estas son mis armas más recientes, que se han unido a
las que ya poseía y que comparto hoy por si a alguien le vienen bien. Ahora sé
que la novela tuvo un enorme éxito cuando se publicó, que ha ganado premios y parece
que incluso se pensó en llevarla al cine. Ignoro si se hizo. Me bastan las
palabras que he leído y que se añaden a otras sabias y hermosas que ya conocía.
«Tristes armas / si no son las palabras. /
Tristes, tristes» (Miguel Hernández).
La lengua destrabada
La lengua destrabada
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