Amélie Beauvry-Saurel, Dans le bleu |
Reloj,
no marques las horas
porque voy a enloquecer.
Ella se
irá para siempre
cuando
amanezca otra vez.
No más
nos queda esta noche
para
vivir nuestro amor
y su
tictac me recuerda
mi
irremediable dolor…
Los Panchos
No sirve de nada destrozar el reloj arrojándolo contra la pared.
Aunque no se mida, el tiempo seguirá corriendo inexorable en las alegrías y en
las tristezas. Es ley de vida y de muerte.
Una de las características del ser humano es que posee conciencia del
tiempo. Siente su paso en la experiencia personal, tanto física como psíquica,
y observa el efecto que causa a su alrededor. El tiempo corre a una lentitud (o
rapidez) que somos capaces de percibir: pensamos y sentimos mientras transcurre
y actuamos en consecuencia, aprovechando o dejando pasar oportunidades.
La conciencia del tiempo es casi tan antigua como la humanidad y
también el deseo de entenderlo, ponerle límites, medirlo. El tiempo astronómico
basa su medida en la rotación de la Tierra sobre su eje y alrededor del Sol, así
como en la rotación de la Luna alrededor de la Tierra. La combinación de estos
movimientos da como resultado los días, los meses y los años. Sin embargo, las
semanas no están relacionadas con ningún ciclo astronómico y se piensa que se
originaron para marcar el intervalo más conveniente entre los días de mercado. Por
eso en la historia hubo semanas de cinco, seis y diez días. La de siete días ya
se utilizaba en Caldea y fue establecida como medida del tiempo por la ley
mosaica en los tiempos bíblicos. De ahí se fue extendiendo poco a poco al mundo
occidental. De todos modos, también hay quienes sostienen que la semana guarda
cierta relación con las sucesivas fases lunares (nueva, cuarto creciente, llena
y cuarto menguante), cada una de las cuales excede por muy poco los siete días. Tanto los días de la semana como los meses se escriben en el español actual con
letra minúscula, puesto que se consideran nombres comunes y no propios (nos vamos en agosto; te espero el martes).
La rotación de la Tierra propició que desde el comienzo de la historia
pareciera que el Sol sale todos los días por el Este y se pone por el Oeste. Fue
sencillo delimitar el día solar como el intervalo de tiempo que transcurre
entre esos dos momentos a ojos de un observador en un lugar determinado. La
medición de los meses del año fue más complicada, se rigió por las labores
agrícolas y ha variado a lo largo de los lugares y los siglos. En Occidente,
del calendario juliano (nombre en honor del emperador romano Julio César, que
lo estableció en el año 46 a. C.) de doce meses que comenzaba el 1 de enero, se
pasó tras el Concilio de Trento (1545-1563) al calendario gregoriano, pues se
quería corregir el desfase que se había producido desde el primer Concilio de
Nicea (325 d. C.), cuando se estableció el momento astral en el que debía
celebrarse la Pascua y, en relación con ella, el resto de las festividades
litúrgicas móviles.
A las embarazadas casi a término y a las parturientas de entonces nadie les desearía «una horita corta», como se hace en España ahora, pues aunque el paso del tiempo se antojara más rápido o lento según el estado de ánimo de quien dirigiera los ojos al sol para calcular su posición en el cielo y hacerse una idea sobre cuánto del día restaba, no había mecanismos más precisos para determinar lapsos temporales cortos como la hora, los minutos y los segundos. Siglos atrás, los primeros relojes de sol, arena o agua (que los griegos llamaron clepsidras) no permitían medir con exactitud las horas del día. Ni siquiera los días eran todos iguales: regidos por el sol, eran más cortos en invierto y más largos en verano, tanto para las venturas como para las desventuras, así como para las jornadas laborales.
A las embarazadas casi a término y a las parturientas de entonces nadie les desearía «una horita corta», como se hace en España ahora, pues aunque el paso del tiempo se antojara más rápido o lento según el estado de ánimo de quien dirigiera los ojos al sol para calcular su posición en el cielo y hacerse una idea sobre cuánto del día restaba, no había mecanismos más precisos para determinar lapsos temporales cortos como la hora, los minutos y los segundos. Siglos atrás, los primeros relojes de sol, arena o agua (que los griegos llamaron clepsidras) no permitían medir con exactitud las horas del día. Ni siquiera los días eran todos iguales: regidos por el sol, eran más cortos en invierto y más largos en verano, tanto para las venturas como para las desventuras, así como para las jornadas laborales.
Con la propagación del cristianismo, las campanas de las iglesias que
fueron salpicando el paisaje urbano comenzaron a marcar las horas canónigas por
las que se guiaba la actividad cotidiana de la población: tocaban maitines (medianoche),
laudes, prima, tercia, sexta (mediodía), nona, vísperas y completas. Sin
embargo, tampoco eran mediciones precisas, pues las campanadas de prima y
completas se hacían coincidir, en cualquier época del año, con el alba y el
crepúsculo, y partiendo de ellas se distribuía el resto de los toques. Por
tanto, solo en los equinoccios se conseguían fracciones temporales homogéneas.
El reloj mecánico, fabricado a finales del siglo XIII, no alcanzó
difusión en Europa hasta mediados del siglo siguiente, pero su aparición se limitó
a las zonas más prósperas y urbanizadas. Con él se instauró la hora de sesenta
minutos, se fijó la jornada laboral igual para todo el año, y el tiempo se hizo
laico: las torres de los ayuntamientos comenzaron a lucir relojes por los que
eran conocidas las ciudades, y las campanas de las iglesias perdieron su
primacía en la medición del tiempo.
Unido al auge del reloj de bolsillo, se extendió el concepto de puntualidad, definido por María Moliner en su Diccionario de uso del español como «exactitud de la manera o del momento de hacer las cosas, de llegar a un sitio, etc.». La expresión «a toque de campana», aplicada a la manera de realizar algo, bien por propia voluntad, bien por obligación, refleja la importancia que ya había cobrado la medición precisa del tiempo, del que buena parte de la humanidad ha acabado siendo esclava. Lo atestiguan expresiones tan habituales en español como «no hay tiempo que perder», «ganar tiempo» o «el tiempo es oro». Hoy que los minutos —e incluso los segundos— son la unidad de tiempo más usada y que tenemos medidores de las horas en cualquier lugar al que dirijamos la vista, el tiempo nos acosa, acucia, aguijonea, apremia, apura… y pocas personas lo dejan correr y mucho menos lo matan. Casi nadie puede permitirse el lujo de pasarse las horas muertas en alguna actividad de su gusto. Sin embargo, quienes somos puntuales todavía tenemos que hacer tiempo cuando en una cita nos toca esperar a quienes acostumbran llegar con la hora pegada y cargados de pretextos. A pesar del cautiverio reconocido (o quizá debido a él), en problemas o enigmas de difícil solución seguimos confiando en que el tiempo dirá y también lo ponemos por testigo y garante de nuestras certezas: «Y si no, al tiempo».
Ese tiempo largo al que fiamos curas de heridas y olvidos de afrentas se mide desde la Antigüedad en años, como ya se ha indicado, identificados en la actualidad con números de una serie continua que en el mundo occidental toma como punto de partida el nacimiento de Cristo. Los años y siglos anteriores a esta fecha se especifican añadiendo a. C., y los posteriores, con la adición de d. C. o la coletilla de nuestra era. Los años se escriben en números arábigos sin ninguna puntuación en su interior, y los siglos, en números romanos (en el siglo II a. C.; en el año 2000 a. C.; en el año 300 d. C; en el siglo III de nuestra era). La escritura de los años en números romanos, habitual en el pasado, está hoy restringida a usos cultos muy específicos.
Volviendo a las horas del día, en latín estaban asociadas con números, uso que se ha mantenido en español y muchas otras lenguas hasta la actualidad. Existen en español dos sistemas para designar los veinticuatro intervalos horarios del día: En el primero, limitado a contextos institucionales y administrativos, se emplean los sustantivos numerales del cero al veintitrés para asignar un número a cada uno de los intervalos horarios en que se divide el día a fin de expresar tiempos exactos, que suelen escribirse en cifras: el Talgo sale a las 14 horas y 17 minutos. La visita al museo se efectúa a las 11 y las 16 horas. Cuando el intervalo horario se especifica en letras, alternan la expresión yuxtapuesta (a las dos veinte, restringida a algunos países hispanohablante) y la coordinada (a las dos y veinte), así como la presencia o ausencia de horas y minutos dependiendo de su necesidad para la comprensión del texto (a las dos horas veinte; a las dos horas y veinte minutos, a las tres horas y veinte). Al escribir cifras, se utilizan dos puntos o uno solo para separar horas y minutos: las 14:30 o las 14.30.
Unido al auge del reloj de bolsillo, se extendió el concepto de puntualidad, definido por María Moliner en su Diccionario de uso del español como «exactitud de la manera o del momento de hacer las cosas, de llegar a un sitio, etc.». La expresión «a toque de campana», aplicada a la manera de realizar algo, bien por propia voluntad, bien por obligación, refleja la importancia que ya había cobrado la medición precisa del tiempo, del que buena parte de la humanidad ha acabado siendo esclava. Lo atestiguan expresiones tan habituales en español como «no hay tiempo que perder», «ganar tiempo» o «el tiempo es oro». Hoy que los minutos —e incluso los segundos— son la unidad de tiempo más usada y que tenemos medidores de las horas en cualquier lugar al que dirijamos la vista, el tiempo nos acosa, acucia, aguijonea, apremia, apura… y pocas personas lo dejan correr y mucho menos lo matan. Casi nadie puede permitirse el lujo de pasarse las horas muertas en alguna actividad de su gusto. Sin embargo, quienes somos puntuales todavía tenemos que hacer tiempo cuando en una cita nos toca esperar a quienes acostumbran llegar con la hora pegada y cargados de pretextos. A pesar del cautiverio reconocido (o quizá debido a él), en problemas o enigmas de difícil solución seguimos confiando en que el tiempo dirá y también lo ponemos por testigo y garante de nuestras certezas: «Y si no, al tiempo».
Ese tiempo largo al que fiamos curas de heridas y olvidos de afrentas se mide desde la Antigüedad en años, como ya se ha indicado, identificados en la actualidad con números de una serie continua que en el mundo occidental toma como punto de partida el nacimiento de Cristo. Los años y siglos anteriores a esta fecha se especifican añadiendo a. C., y los posteriores, con la adición de d. C. o la coletilla de nuestra era. Los años se escriben en números arábigos sin ninguna puntuación en su interior, y los siglos, en números romanos (en el siglo II a. C.; en el año 2000 a. C.; en el año 300 d. C; en el siglo III de nuestra era). La escritura de los años en números romanos, habitual en el pasado, está hoy restringida a usos cultos muy específicos.
El adjetivo anual se aplica a aquello que sucede o se repite cada año; bienal, a aquello sucede o se repite cada dos años; trienal, a aquello que sucede o se repite cada tres años; cuatrienal, a aquello que sucede o se repite cada cuatro años; quinquenal, a aquello que sucede o se repite cada cinco años; sexenal, a aquello que sucede o se repite
cada seis años; septenal, a aquello
que sucede o se repite cada siete
años; octenal, a aquello que sucede o se repite cada ocho
años; decenal, a aquello que sucede o se repite cada diez años; quindenial, a aquello que sucede o se repite cada quince años, y vicenal, a aquello que sucede o se repite cada veinte años. El adjetivo bisemanal significa dos veces por semana; bimensual, dos veces al mes; bimestral, cada dos meses; trimestral, cada tres meses; cuatrimensual o cuadrimensual, cuatro veces al mes; cuatrimestral, cada cuatro meses; trianual tres veces al año. En cuanto a la duración, un bienio comprende dos años; un trienio, tres años; un cuatrienio, cuatro años; un lustro o quinquenio, cinco años; un sexenio, seis años; un septenio, siete años; un octenio u ochenio, ocho años; un novenio, nueve años; un decenio o década, diez años; un oncenio, once años; un quindenio, quince años; un veinteñal, veinte años; un decalustro, cincuenta años; un siglo o centuria, cien años, y un milenio, mil años. En este siglo XXI que vivimos, estamos iniciando el tercer milenio de nuestra era.
Volviendo a las horas del día, en latín estaban asociadas con números, uso que se ha mantenido en español y muchas otras lenguas hasta la actualidad. Existen en español dos sistemas para designar los veinticuatro intervalos horarios del día: En el primero, limitado a contextos institucionales y administrativos, se emplean los sustantivos numerales del cero al veintitrés para asignar un número a cada uno de los intervalos horarios en que se divide el día a fin de expresar tiempos exactos, que suelen escribirse en cifras: el Talgo sale a las 14 horas y 17 minutos. La visita al museo se efectúa a las 11 y las 16 horas. Cuando el intervalo horario se especifica en letras, alternan la expresión yuxtapuesta (a las dos veinte, restringida a algunos países hispanohablante) y la coordinada (a las dos y veinte), así como la presencia o ausencia de horas y minutos dependiendo de su necesidad para la comprensión del texto (a las dos horas veinte; a las dos horas y veinte minutos, a las tres horas y veinte). Al escribir cifras, se utilizan dos puntos o uno solo para separar horas y minutos: las 14:30 o las 14.30.
En el segundo sistema se emplean solo los numerales del uno al doce y
se añade junto a la referencia horaria una especificación distintiva, que puede
ser la abreviatura a. m. (del latín ante meridiem) y p. m. (del latín post
meridiem), con las que se distinguen las horas anteriores al mediodía de
las posteriores. El momento correspondiente al punto de división del sistema,
el mediodía, se representa como m. (del
latín meridies). En dicho sistema las
horas siempre han de escribirse en cifras. Es poco utilizado en el habla
corriente: le dije que nos veríamos a las
10 p. m. para cenar.
Lo habitual en el habla cotidiana es emplear este segundo sistema de
doce horas, pero añadiendo un complemento introducido por la preposición de para determinar la parte del día en
que se sitúa. Estas partes son la
madrugada (comprendida desde la medianoche hasta el amanecer), la mañana (comprendida desde el amanecer
hasta el mediodía), la tarde (comprendida
desde el mediodía hasta la puesta del sol) y la noche (comprendida desde la puesta del sol hasta la medianoche).
Asimismo, se usa la mañana con un
sentido próximo a la madrugada (me despertaron a las dos de la mañana). Otras
veces, la franja de la madrugada se
acumula a la noche (me despertaron a las dos de la noche).
A estos intervalos se agrega también el mediodía, periodo de límites poco concretos que puede cubrir
desde las doce hasta las dos, aunque lo más habitual es situar su fin hacia la una:
quedamos en vernos a la una del mediodía.
Sin embargo, estas referencias varían según países y costumbres. En gran parte
de América se emplea el saludo buenos
días o buen día hasta las doce, y
buenas tardes, hasta las seis o las
siete, mientras que en España la hora límite entre mañana y tarde se sitúa en
torno a las dos y se suele asociar con el hecho de haber comido. No es rara la
respuesta, cuando se dan las buenas tardes a alguien: para mí todavía son días, que aún no he comido. Además, en muchos países
se emplea la tardecita en el sentido
de la última hora de la tarde, aunque sin límite preciso; la nochecita, en el de primera hora de la noche, y la mañanita, en el de la primera hora de
la mañana.
En otros casos, el mediodía se
circunscribe al punto que separa la mañana de la tarde y no se usa como franja
horaria. Así pues, designan el mismo instante las expresiones las doce de la mañana, las doce del mediodía
y las doce del día, pero la
primera es tan poco usada en el español americano como la última lo es en el
español europeo. Cuando mediodía va
precedido de la preposición a, puede
emplearse con artículo o sin él (lo
esperamos a mediodía; lo esperamos al mediodía). En cuanto a la medianoche, siempre se concibe como
un punto y no como un segmento o intervalo. Por tanto, no acompaña a
designaciones horarias numéricas: nos
vimos a medianoche, a la medianoche o a
las doce de la noche, pero nunca a
las doce de la medianoche. Las variaciones de la duración del día y la
noche a lo largo de las estaciones del año tienden a desdibujar los límites entre
la tarde y la noche, aunque se suele entender que están fijados entre las siete
y las nueve: nos encontraremos a las ocho
de la noche; nos encontraremos a las ocho de la tarde.
En el sentido de las doce de la noche, se aconseja escribir medianoche en una sola palabra, aunque
también se admite en dos: no llegó hasta
la media noche del domingo. El plural de medianoche es medianoches,
y el de media noche, medias noches. La
locución a media noche se escribe
siempre en dos palabras. Por su parte, mediodía
se escribe siempre en una sola palabra y su plural es mediodías.
La hora se pide, se da o se tiene: ¿Qué
hora es? (también ¿qué horas son?)
¿Qué hora tienes? ¿Me da usted la hora? La
respuesta varía: Son las dos; las dos en
punto; las dos y cuarto. Aunque se percibe cierta vacilación en la
concordancia de número (son la una; ya es
las cinco), se recomienda emplear las variantes concordadas: es la una; ya son las cinco. Las
fracciones que se añaden a la designación de la hora se suelen expresar
mediante intervalos de cuartos: la una en
punto, la una y cuarto, la una y media, las dos menos cuarto. En buena
parte de América Latina se emplea la variante un cuarto para o cuarto para en
lugar de menos cuarto. Los minutos
que faltan para alcanzar la hora siguiente se expresan en España con la
conjunción menos (las ocho menos veinte; las diez menos diez), mientras que en el español americano
se suele emplear para seguido del
nombre de la hora (veinte para las diez;
cinco para las ocho).
Ultima multis, añadían en latín muchos de los relojes
de sol alzados en los muros meridionales de las iglesias medievales, recordando
que la muerte es nuestro destino inexorable y súbito. La leyenda de otros ahondaba
en el mismo concepto: Laedunt omnes,
ultima necat, que se traduce como «todas las horas hieren, la última mata».
Pero no se ha de olvidar que la nada no puede ser triste puesto que es nada. Además,
esa hora última que mata también será prima
multis, la primera para muchos: la esperanza.
«Varios tragos es la vida / y un solo trago es la muerte» (Miguel
Hernández, «Sentado sobre los muertos», 1937). Vale (que es adiós en latín).
La lengua destrabada
La lengua destrabada
Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.