martes, 20 de enero de 2015

Aprender a citar

Aprender a citar
Los medievales, que tenían un respeto exagerado por la autoridad de los escritores clásicos, decían de los modernos que, aun siendo «enanos» por comparación, al apoyarse sobre ellos se convertían en «enanos a hombros de gigantes» y, de este modo, veían más allá que sus predecesores.

Come si fa una tesis di laurea, Umberto Eco, 1977 (Cómo se hace una tesis doctoral; la traducción del italiano es mía) 

De la nada no suele salir nada. Todos recurrimos de uno u otro modo a nuestro bagaje cultural acumulado para expresarnos de forma oral o escrita. Cuando al escribir se acude  a las palabras o pensamientos de otros, bien sea para completar o respaldar los nuestros, bien para refutar los ajenos, es necesario dejar constancia de la procedencia exacta; esto es, hay que revelar las fuentes. No obstante, los datos de dominio público por todos conocidos, las frases hechas, los refranes u otras expresiones familiares o de moda, a no ser que se hayan tomado de otra fuente directa, son una excepción a la regla:  

Juventud, divino tesoro… quién tuviera tus años.

«Juventud divino tesoro, / ¡ya  te vas para no volver! / Cuando quiero llorar, no lloro… / y a veces lloro sin querer…» (Rubén Darío, Canción de otoño en primavera, 1905).

Tantas guerras… ya se sabe que el hombre es un lobo para el hombre.

«Lobo es el hombre para el  hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro» (Plauto, Asinaria, v. 495).

En el mundo académico, la revelación de las fuentes suele hacerse en forma de nota a pie de página o al final del texto; también puede componerse dentro del texto principal entre paréntesis. En escritos menos formales, cuando se parafrasean ideas ajenas, puede bastar con citar el nombre del autor para atribuírselas. En las citas del comienzo de un libro, un capítulo o un artículo, es convención habitual componerlas marginadas, a cuerpo menor y sin comillas, separando con líneas de blanco el texto literal de la cita y el autor citado (véase al inicio la cita de Umberto Eco).  

La extensión de la cita debe estar en consonancia con la importancia que tenga para el texto en el que aparece. Asimismo, se ha de decidir si, en lugar de transcribir las palabras exactas, se parafrasean. Si se decide parafrasear para lograr una escritura más fluida, no se trata de una cita directa y, por tanto, no se marca con comillas. Un motivo añadido para parafrasear en lugar de emplear la cita directa es el interés por subsanar un error que se ha advertido en las palabras de otro, lo que se conoce como «corrección silenciosa». Por el contrario, si lo que se desea es evidenciar dicho error, se transcribe la cita literal entre comillas y se añade, entre corchetes, sic (que significa así en latín):

La ministra de Sanidad, Igualdad y Política Social, Leire Pajín, en un acto con motivo del Día Internacional contra la Violencia de Género, anunció que a la mañana siguiente llevaría al Consejo de Ministros la propuesta para reformar el Código Civil a fin de prohibir la atribución de la custodia individual de los hijos al cónyuge inculpado en un proceso de violencia de género.

La ministra de Sanidad, Igualdad y Política Social, Leire Pajín, declaró: «Mañana llevaré al Consejo de Ministros la propuesta de reformar el Código Civil para prohibir expresamente la atribución de la custodia individual de los hijos e hijas al cónyugue [sic] incurso en un proceso de violencia de género» (25 de noviembre de 2010).

En los casos de mala puntuación o puntuación deficiente, también se pueden resaltar los errores del texto citado colocando entre corchetes la puntuación que corresponda o añadiendo [sic] junto al signo erróneo.

Las citas directas deben reproducir siempre las palabras literales pero, en general, se permiten ciertos cambios para lograr que encajen en la sintaxis y la tipografía del texto principal: se pueden sustituir las comillas altas (“”) por comillas angulares o latinas («»), las comillas simples por comillas dobles, etc., si así se requiere. Del mismo modo, la puntuación debe ajustarse en relación con las comillas: recuérdese que el punto y la coma se escriben después de las comillas de cierre, al igual que los dos puntos y el punto y coma; los signos de interrogación y exclamación también van detrás de las  comillas de cierre a menos que pertenezcan al texto entrecomillado:

Fue Miguel Hernández quien escribió en «El último rincón»: «¿Qué hice para que pusieran / a mi vida tanta cárcel?».

¡Cuánta pena hay en las palabras de Miguel Hernández en «El último rincón», cuánta desesperación en su «¿qué hice para que pusieran / a mi vida tanta cárcel?»!

Si dentro de una cita se introduce un inciso corto, se marca con rayas en lugar de abrir y cerrar nuevas comillas:

«Los adultos prodigio ―asevera Robert Greene en El arte de la seducción― suelen ser antiguos niños prodigio que han logrado conservar su impulsividad infantil y sus capacidades de improvisación».

Sin embargo, cuando se trata de varias citas literales dentro de un texto parafraseado, se deben ir abriendo y cerrando las comillas cuando corresponda:

Doña Marina, su maestra, explicó a Marie que el color azul ultramar se obtenía de la piedra llamada lapislázuli y era tan costoso que se solía emplear para las «representaciones de lo divino y la realeza»; maese Dirc añadió que el origen del color amarillo indio era menos noble, pues procedía «de la evaporación de la orina de las vacas». No obstante, su precio también era elevado porque, para conseguirlo, había que «alimentarlas únicamente con hojas de mango y agua». Después había que «traer a Sevilla el pigmento desde Bengala», que es donde se producía. Ante esta explicación, doña Guiomar frunció la nariz con asco y se negó a ser pintada con «el vil amarillo de orina», exigiendo: «A mí me pintaréis el vestido de rojo carmín, como desea mi padre, pues no ha de escatimar en gastos para darme gusto. Él mismo os entregará para que fabriquéis el color los panes de grana cochinilla que compró ha un año a las naos de ultramar».

El ejemplo previo, donde se parafrasea un fragmento del capítulo 14, «Amarillo indio, azul ultramar», de mi novela La historia escrita en el cielo, sirve también de ilustración sobre otros cambios permisibles al citar: la letra inicial puede ser mayúscula o minúscula según convenga (aunque también se puede conservar la original) y es lícito prescindir del punto final o sustituirlo por una coma si así conviene. Las llamadas de nota en la cita original pueden suprimirse siempre que no afecten a su comprensión; también se pueden añadir llamadas de nota nuevas si vienen al caso. Asimismo, como ya se ha señalado, se pueden corregir sin indicarlo las pequeñas erratas evidentes, a menos que se trate de la cita de un texto antiguo o de una fuente manuscrita especial en la que sea preciso conservar sus particularidades ortográficas. En estos casos, cualquier modernización o cambio de puntuación ha de indicarse (por lo general, en nota a pie de página o en el prólogo cuando se trate de un libro completo).  

En lo referente a la ortografía, corresponde a quien cita decidir si mantiene la original o la adecua a la actual prescrita por las Academias de la Lengua. Puede escribir, por ejemplo, fue, dio, rio aunque en el original aparezcan estas palabras con tilde: fué, dió, rió; puede suprimir las tildes de los pronombres este, ese y aquel, así como del adverbio solo, o puede simplificar los grupos cultos consonánticos o vocálicos para escribir oscuro en lugar de obscuro; trascender en lugar de transcender o seudónimo en lugar de pseudónimo. Ahora bien, hay que tener en cuenta que la ortografía empleada denota la época (años o siglos) en la que se ha escrito el texto citado y muchas veces será deseable, cuando no obligatorio, conservar la original. Con mucho más motivo habrá que conservarla cuando se citen autores que empleaban una ortografía original, como Miguel de Unamuno o Juan Ramón Jiménez.

Mención especial merecen los siguientes arcaísmos ortográficos que se han de respetar: México (y sus derivados), Texas (y sus derivados), así como otros topónimos mexicanos (Oaxaca) o nombres propios y apellidos (Ximénez, Xavier). La explicación para dichos arcaísmos es que hasta el siglo XVII, muchas palabras que ahora se escriben en castellano con j empleaban en su lugar la letra x: incluso el Quijote apareció publicado por primera vez como Quixote. El sonido de la j parece que no era el actual, aunque bien es cierto que esa letra tiene una pronunciación distinta dependiendo de las regiones españolas e incluso latinoamericanas, desde el sonido vibrante a la simple aspiración. La reforma ortográfica emprendida por la Real Academia de la Lengua en el siglo XVIII determinó que la x dejara de ser una grafía para el sonido representado por la j (o la g según los casos) y solo se empleara para representar el sonido  /s/ en posición inicial de palabra como en xilófono; /ks/ en posición intervocálica como en exagerar o /gs/ en posición final de sílaba como en extremo.

Sin embargo, cuando se publicó la Ortografía de 1815, los procesos de independencia en gran parte de la hasta entonces América española estaban en plena ebullición. México decidió conservar su grafía arcaica de /x/ para el sonido que representa la /j/ como signo de identidad, y lo mismo sucedió con Texas,  que era parte de su territorio. Muchos nombres propios y apellidos también conservan la grafía arcaica por razones parecidas, y hay que respetarlo, teniendo en cuenta que su pronunciación en español siempre es como j y no como la x actual. Los diccionarios recogen las dos escrituras de los topónimos cuando ambas son posibles: mexicano y mejicano; pero en otros solo se emplea la arcaica: Oaxaca (pronunciado casi como Guajaca).  Al citar, lo aconsejable es ceñirse a la preferencia de quien escribió.  

Cuando se incorporan citas fragmentarias a un texto, debe cuidarse la redacción de las oraciones previas y posteriores para que lo citado encaje en ellas lógica y gramaticalmente:

[Texto original]
—Esas gallinas de Indias que decís en mi tierra se conocen como guajolotes y son muy reputadas por su blanca y tierna carne —replicó doña Berta—. Es plato de buen gusto, propio de celebraciones, que se prepara sobre todo en mole, que quiere decir guiso en nuestra lengua azteca, cocinando una salsa espesa con diferentes chiles, que son vuestros pimientos, pero picantes, y muchos otros ingredientes y especias a elección de la cocinera, sin olvidar el condimento imprescindible, que es el cacao molido.
—¿El cacao con el que se prepara el chocolate? —se sorprendió Teodora. (La historia escrita en el cielocap. 17, «El llanto de las sibilas»).

[Texto parafraseado con citas fragmentarias]
Doña Berta explicó a Teodora que las gallinas de Indias en la Nueva España se conocían como guajolotes, añadiendo que era un plato «de buen gusto, propio de celebraciones», que se preparaba sobre todo en mole, palabra que «en lengua azteca quiere decir guiso, cocinando una salsa espesa con diferentes chiles […] y muchos otros ingredientes y especias a elección de la cocinera, sin olvidar el condimento imprescindible, que es el cacao molido».

Como se aprecia en el ejemplo, se deben modificar los tiempos verbales o los pronombres para amoldarlos al nuevo contexto y empezar la cita textual donde convenga según la lógica sintáctica y gramatical. A veces, se ha de incluir entre corchetes alguna palabra que ha habido que añadir para ajustar el texto. Tomando la cita anterior, si en lugar de haber suprimido parte de ella ―señalando la elipsis con los tres puntos suspensivos entre corchetes […] según la convención establecida―, se hubiera optado por mantener la oración de relativo siguiente, se tendría que haber redactado así:  

Doña Berta explicó a Teodora que las gallinas de Indias en la Nueva España se conocían como guajolotes, añadiendo que era un plato «de buen gusto, propio de celebraciones», que se preparaba sobre todo en mole, palabra que «en lengua azteca quiere decir guiso, cocinando una salsa espesa con diferentes chiles, que son [nuestros] pimientos, pero picantes, y muchos otros ingredientes y especias a elección de la cocinera, sin olvidar el condimento imprescindible, que es el cacao molido».

Cuando se introduce una cita en medio de una oración y cumple dentro de ella una función sintáctica, debe comenzar con letra minúscula, prescindiendo de que en el original lo hiciera con mayúscula por iniciar párrafo:  

¿Fue Descartes quien dijo aquello de «pienso, luego existo»?  

Sostengo, como Nietzsche, que «los monos son demasiado buenos para que el hombre pueda descender de ellos».

Sin embargo, cuando la cita va detrás de dos puntos y, por tanto, tiene menor relación con el resto de la oración, se mantiene la mayúscula inicial del original o incluso se cambia a mayúscula aunque el original no la lleve (pero también se puede conservar la minúscula):  

Sostengo lo que dijo Nietzsche: «Los monos son demasiado buenos para que el hombre pueda descender de ellos».

Cuando al terminar la cita se emplea un verbo de dicción, debe ir precedido de coma (,): 

«Entre un clavel y una rosa, su majestad es coja», cuentan que dijo Francisco de Quevedo a la reina.   

Cuando dentro de una cita aparece otro texto citado, se emplean las comillas altas; si se necesitaran otras más dentro de estas, las simples (en España; en América Latina se empieza por las altas, a continuación las simples y en último término las angulares):

En Historia de la sexualidad, M. Potts y R. Short relatan cómo Cornelia, la sacerdotisa de las vestales, «fue acusada falsamente de incesto por el emperador Domiciano. Según Plinio, “Cornelia imploró a Vesta y a todos los demás dioses, exclamando una y otra vez: ‘¿Cómo puede César pensar que me he manchado? Mientras he realizado los ritos sagrados, él ha efectuado conquistas y ha triunfado’. Cuando era conducida a la celda subterránea, su túnica se enganchó en alguna obstrucción. Trató de soltarla y el verdugo le ofreció la mano, pero ella le volvió el rostro”».

Cuando las citas son muy largas, se suelen componer en párrafo aparte. Salvo en casos especiales de edición, la longitud es el criterio fundamental que se tiene en cuenta para optar por una u otra composición. En el caso de la poesía, cuando se citan uno o dos versos, que se separan por una barra inclinada (/), se suelen intercalar en el texto: «Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos, / que son dos hormigueros solitarios» (Miguel Hernández, «Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos», en Imagen de tu huella, 1934).

Sin embargo, cuando la cita abarca una estrofa completa o más, se compone (según preferencia editorial) cargado a la izquierda, sangrado o centrado con el verso más largo y a cuerpo menor, dejando una línea de blanco al comienzo y al final. Las estrofas se separan entre sí con una línea de blanco:

Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos,
que son dos hormigueros solitarios,
y son mis manos sin las tuyas varios
intratables espinos a manojos.

Los autores clásicos de poesía solían comenzar cada verso con letra mayúscula, pero es costumbre abandonada por los más modernos. Al citar, debemos respetar el criterio seguido por el poeta o señalar que se ha preferido otro distinto.  

En los textos en prosa, es convención habitual componer las citas en párrafo aparte, sangradas y separadas en su principio y fin por una línea de blanco, cuando se prolongan más de cuatro líneas. Otras veces se componen a cuerpo menor y a la misma caja, según preferencias editoriales. Las citas en párrafo aparte no se marcan con comillas, pues su uso es redundante. En  la palabra final suele situarse una llamada de nota en voladita, a no ser que se haya expresado en el texto principal la fuente. El siguiente ejemplo está extraído de mi novela digital Nada del otro jueves (Amazon, 2013):

—Esto es para ti, Maite —susurra mamá, que ha vuelto a tu cuarto y te tiende una hoja de papel—. Es el último poema que me escribió tu padre, cuando ya estaba muy enfermo.
Te incorporas intrigada y a la luz de la lámpara que aún no has apagado, ves la letra irregular pero clara de papá:

Tus labios los deseo para el beso
Y no para las penas que te ofrezco
Y no rechazas, mujer mía.

  Ahí detienes la lectura, porque la emoción te ahoga y sientes que estás invadiendo una  intimidad que no te corresponde. Algo que solo perteneció a tus padres.
—Son tuyos, mamá —declaras, alargando la mano para devolverle la hoja, y esta vez sí que añades con voz clara―: Gracias, muchas gracias, mamá.

Como cabe apreciar, si dentro de una cita existe otro texto citado, se repite la sangría y la composición que corresponda. Las cartas completas se citan en texto separado (muchas veces, empleando letra cursiva) y marginado; los fragmentos cortos, dentro del texto principal y, por lo general, entrecomillados y en letra redonda.


Una cita en composición separada no empieza siempre con letra mayúscula. Al igual que en el caso de las citas insertas en un texto, se emplea minúscula o mayúscula según lo requiera la sintaxis:

Fue Ortega y Gasset quien popularizó la palabra «esnob» en castellano al explicar en  La rebelión de las masas que el hombre que triunfa ahora

es sólo un caparazón de hombre constituido por meros idola fori; carece de un «dentro», de una intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no se pueda revocar. De aquí que esté siempre en disponibilidad para fingir ser cualquier cosa. Tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tiene obligaciones: es el hombre sin la nobleza que obliga —sine nobilitate—, snob.

Sin embargo, también se podría citar así:

Fue Ortega y Gasset quien popularizó la palabra «esnob» en castellano al explicar en La rebelión de las masas:

El hombre que triunfa […] es sólo un caparazón de hombre constituido por meros idola fori; carece de un «dentro», de una intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no se pueda revocar. De aquí que esté siempre en disponibilidad para fingir ser cualquier cosa. Tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tiene obligaciones: es el hombre sin la nobleza que obliga —sine nobilitate—, snob.

Como ya se ha señalado, los puntos suspensivos entre corchetes indican que se ha suprimido texto dentro de la cita. No son necesarios al principio ni al final de una cita, puesto que se da por supuesto que dicha cita no es más que una selección que ha realizado el escritor sobre la obra de otro. Solo en casos especiales habrá que marcar con corchetes al principio la falta de alguna palabra o letra para que se entienda el contenido. 

Cuando, por alguna circunstancia especial, una cita larga de varios párrafos no se compone separada del texto principal, se han de utilizar las «comillas de seguir» (la comilla angular de cierre: ») cada vez que comience párrafo, lo mismo que sucede cuando en un diálogo el parlamento de un personaje abarca más de un párrafo (son casos raros, pues los escritores saben utilizar otros recursos más comprensibles y estéticos).

He aquí un ejemplo de «comillas de seguir» en cita de más de un párrafo que no se ha sangrado ni compuesto en texto aparte, extraído de mi novela Nada del otro jueves: «Debe de estar acurrucada en el sofá, porque acabas de escuchar como un hipo. Aguzas el oído y percibes un susurro débil, como de gemidos contenidos. ¿Estará llorando?, te preguntas, y de inmediato te contestas que sí, está llorando, cómo no iba a llorar al ver lo que está viendo, y las lágrimas que llevan tanto tiempo escociéndote en los ojos porque no las permites salir empiezan a fluir veloces, y esta vez no haces nada por detenerlas.
»—Mamá —dices al irrumpir en el salón y corres a abrazarte a ella—. Mamá...
»El CD se ha acabado, y la pantalla del televisor está llena de copos de nieve, a pesar de que ya es primavera en la calle. Mamá te acaricia la melena de medusa mientras sigue llorando, igual que tú.
»—Mamá —repites en medio de la llantina―. No estás sola. Sé tu secreto».

Si al comienzo de un capítulo o una sección se emplea como decoración una letra capitular y las primeras palabras forman parte de una cita inserta en el texto, es frecuente omitir las comillas de apertura (de igual modo, suelen omitirse los signos de apertura de admiración e interrogación), a pesar de que la RAE recomienda que se mantengan:

C

aséme en esta tierra con una mujer muy a mi voluntad. Y aunque allá os parezerá  cosa reçia el aberme casado con hindia, acá no se pierde honra ninguna, porque es una nación la de los hindios tenida en mucho», dice en su carta de 10 de febrero de 1571Andrés García desde México a su sobrino Pedro Guiñón, que estaba en Colmenar Viejo.

Si al citar se añaden cursivas para hacer hincapié en determinadas palabras, ha de señalarse entre corchetes dentro de la cita o en el lugar donde se especifique la fuente, ya sea entre paréntesis al cerrar las comillas o en nota a pie de página o final (cursivas añadidas o bien las cursivas son mías). Del mismo modo, todo añadido o aclaración dentro de una cita se compondrá entre corchetes para que no existan confusiones.

Cuando se cita en una lengua extranjera, el estilo tipográfico ha de ser el mismo que el del resto del texto: las citas se escriben en letra redonda y se insertan entre comillas o se componen por separado y sin comillas atendiendo a su longitud. Asimismo, se mantiene la puntuación original, salvo en el caso de las comillas, cuyo uso se ha de unificar con el criterio general empleado en el resto del texto. Si se citan palabras o frases aisladas en otra lengua, pueden entrecomillarse o componerse en letra cursiva. Si el original utiliza comillas para los diálogos (recuérdese que en inglés, por ejemplo, es el modo de marcarlos) y se compone una cita separada del texto principal, se mantienen dichas comillas:

«Is this a temporary marriage you have in mind?» I asked.
He looked at me, surprised.
«This isn’t a passing physical attraction I feel toward you. I want you for good».
«Ali, please—» (Marina Nemat, Prisoner of Tehran, 2007).

¿Se debe añadir la traducción de los pasajes citados en una lengua extranjera? Queda a criterio del escritor o la editorial. Si se decide ofrecer la traducción, debe situarse entre paréntesis detrás de la cita en la lengua original. No es necesario mantener en este caso las comillas de apertura y cierre (aunque puede hacerse), pero sí toda comilla que surja dentro de la cita. Asimismo, la traducción puede aparecer en una nota a pie de página o final. Cuando los escritores realizan sus propias traducciones, deben indicarlo (la traducción es mía o texto similar). De lo contrario, se recurrirá a traducciones publicadas y se indicará la fuente con todos sus datos de edición. Cuando se cite un pasaje de una obra escrita y publicada en español, nunca se ha de traducir partiendo del texto ya traducido a una segunda lengua. Por ejemplo, jamás traduciremos del francés al español una cita de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, sino que buscaremos el texto original citado para reproducirlo. Cuando se cite un texto extranjero de una segunda lengua, como sería el caso de un pasaje de La montaña mágica de Thomas Mann en un texto en inglés, se buscará en la traducción de la novela al español pero no se retraducirá desde el inglés al castellano. Si no es posible dar con la traducción original al español, siempre es preferible recurrir a la paráfrasis que retraducir.

Ahora quedaría hablar de las notas, el lugar habitual en el que se exponen las fuentes de las citas, sobre todo en el ámbito académico. Sin embargo, como es tema largo de explicar, lo dejaremos para otro momento, en el que también nos ocuparemos de la bibliografía.

Nota bene: Las citas separadas que aparecen en este texto no están compuestas a cuerpo menor debido a las limitaciones tipográficas del blog que, de momento, soy incapaz de superar. Para intentar que resalten más a primera vista, he creado mi propio estilo tipográfico, que no habrá pasado inadvertido al lector cuidadoso: las citas llevan justificación completa, los párrafos no se separan con línea de blanco y van sangrados, salvo el primero; en el resto del texto, no se sangran los párrafos, se separan con una línea de blanco y no están justificados a la derecha.

Tampoco he logrado que la letra capitular quede rodeada por el texto. Lo seguiré  intentando.


La lengua destrabada
Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.  

  





jueves, 8 de enero de 2015

Elena Fortún: vindicación de una escritora genial

Elena Fortún
Ilustración de Boni para Celia, lo que dice
Algunas veces [Celia] está triste (¡le dan tantos disgustos!) y tiene tanta pena que, aunque haya llorado mucho, los sollozos la ahogan todo el día. Entonces los mayores dicen: «¡Dios quiera que no tengas que llorar por algo más grande!». Y enseguida: «¡Feliz edad!... ¡Qué dichosos son los niños!».
¡Dichosos! Ellos sí que lo son, que se van a la calle cuando quieren, se acuestan cuando les parece bien, comen lo que les gusta y rompen lo que se les cae, sin que nadie acuda a darles azotes.

Celia, lo que dice, Elena Fortún, 1929


Días atrás, en una reunión navideña me mostraron un libro sobre mujeres republicanas porque en una de sus muchas fotografías aparecía una persona de nuestra familia. Interesada, al hojearlo me encontré con fotos y biografías de Zenobia Camprubí, María Zambrano, Isabel García Lorca, Margarita Xirgu o Victoria Kent, pero también con otros nombres femeninos menos conocidos y, sobre todo, con uno que constituyó para mí una sorpresa. Estaba Elena Fortún.

Encarnación Aragoneses Urquijo, que escribió bajo el seudónimo de Elena Fortún (tomado del título de una novela histórica escrita por su marido, Eusebio de Gorbea Lemmi), es la antaño famosa autora de una colección de libros infantiles sobre una niña madrileña llamada Celia Gálvez de Montalbán y su familia. Son los libros de Celia, ese personaje que acompañó la infancia e incluso adolescencia de muchas niñas y niños de preguerra y posguerra, y que en la década de los noventa del siglo pasado llegó a la televisión estatal española en una serie corta de gran éxito dirigida por José Luis Borau.

Los libros de Celia: así los conocíamos en mi infancia, sin prestar atención a quién los había escrito. Elena Fortún ya había muerto cuando yo nací, pero muchos de sus libros que  habían  sido de mi madre y de mis tías los guardaba mi abuela en un baúl que había en su dormitorio de los llamados «mundo» (siempre creí que por la de cosas admirables que atesoraba en su interior). A Paloma, la prima mayor, le compraron más títulos (recuerdo Celia madrecita, Celia institutriz y Cecilia se casa) que pasaron a engrosar la colección del baúl, y a ella le encantaba elegir alguno, casi siempre de los más antiguos, y sentarse en una silla baja pintada de verde a leernos en voz alta unas historias que nos dejaban boquiabiertas. ¡Qué imaginación tenía Celia y en cuántos líos la metía!

Muchos años después, cuando yo trabajaba como correctora de pruebas para Alianza Editorial en Madrid, compré a mi propia hija algunos de los libros de Celia que, aprovechando el éxito de la serie televisiva, empezó a reeditar en tapa dura dicha editorial, con ilustraciones de Gori Muñoz. Mi hija los leyó todos contenta pero confesó enseguida que le gustaba más la serie de televisión, que también compramos y vimos más de una vez. La reedición de los libros fue un éxito, aunque tal vez no tan sonado como la editorial esperaba. Probablemente la mayoría de los títulos con olor a nuevo llegaron a las manos y las bibliotecas de lectores nostálgicos ya crecidos (como yo misma), deseosos de compartir con su prole el placer que habían experimentado en el pasado leyendo las aventuras de la niña madrileña.

Como tampoco es de extrañar, el renacer de Celia provocó casi de inmediato la aparición de detractores supuestamente progresistas que acusaron a Fortún de retratar en sus relatos una sociedad pequeñoburguesa y decadente de Antiguo Régimen que más valía olvidar. Era el Madrid acomodado del barrio de Salamanca, la sociedad bien que cerraba sus puertas a cualquier intruso que no hubiera nacido en una buena cuna. Recuerdo críticas acerbas en tertulias radiofónicas y columnas de periódico en las que sesudos analistas en posesión de la verdad verdadera tachaban de ñoña y cursi a Celia y todo  lo que la rodeaba y ella representaba, recomendando, en cambio, leer las múltiples aventuras de Guillermo, escritas por la inglesa Richmal Crompton.

Eran muchos quienes presumían por entonces de haber leído a Guillermo en la infancia y pocos quienes nos atrevíamos a defender haber disfrutado con Celia. Confieso que a mí Guillermo me gustaba poquísimo: sus aventuras tenían algo de estrambótico, sonaban raras, ajenas… de niño pedante o memo. Entonces, a mis pocos años, la extrañeza de las situaciones y las palabras que leía hacían que yo perdiera interés en seguir con la aventura y abandonaba el libro a medias o corría para terminarlo cuanto antes. Ahora sé la razón de la desazón que me provocaba esa lectura: es dificilísimo traducir el lenguaje coloquial, más si es de niños; se suda tinta para hallar los modismos justos, las exclamaciones apropiadas, si se pretende relatar una gracia original sin que se pierda por el camino; es una tarea titánica conseguir que, al traducirlo, un contexto extraño adquiera verosimilitud y se entienda a la primera sin perder su particularidad ni caer en petulancias. Sirva como ejemplo ilustrativo el siguiente texto, extraído casi al azar de Travesuras de Guillermo (1922):

No había tiempo que perder. Corriendo, a su vez, como el viento, [Guillermo] bajó por la calle siguiente, dejando tras de él a un señor de edad, acariciándose un pie y maldiciendo con maravillosa volubilidad, de resultas del pisotón que le propinó. Al acercarse a la puertecilla del jardín de su casa, Guillermo volvió a sacar el lápiz del bolsillo y, mirando hacia atrás y disparando al mismo tiempo, franqueó la puerta con gran rapidez.
El padre de Guillermo se había quedado aquel día en casa porque tenía un fuerte dolor de cabeza y punzadas en el hígado. Como pudo, se levantó del centro de la mata de rododendros contra la que se había visto precipitado y asió a Guillermo por el cuello.
—¡Grandísimo bandido! —rugió—. ¿Qué significa esto de que cargues contra mí de semejante manera?

Al traducir, no es fácil lograr el equilibrio necesario para reproducir sintaxis, vocabulario y situaciones peculiares que no encajan en nuestros esquemas sociales ni mentales infantiles. Igual de difícil resultaría traducir a Celia al inglés, desde luego. Los niños ingleses que la leyeran también se quedarían estupefactos ante una traducción literal semejante a su lengua. Y sin embargo, Guillermo y Celia, niño y niña, son paradigmas de ingenuidad e imaginación, de perplejidad ante el incomprensible mundo de los mayores, en sus respectivos entornos familiares y sociales; los dos igual de bondadosos, de intuitivos, de perspicaces en su búsqueda del porqué de las cosas… pero Celia siempre más triste. La tristeza está presente desde el primer libro, Celia, lo que dice. Es uno de sus rasgos característicos, así como la soledad:

Mamá se vestía para salir.
—¿Ya te vas?
—Sí, hija, ya me voy.
—¿Estarás cuando yo vuelva del colegio?
—No sé, pero creo que no.
—¿Por qué te vas todas las tardes?
—No seas preguntona. Voy de compras, de visitas, a tomar el té. ¡Qué sé yo!
—¿Y todas las mamás se van de casa por la tarde?
—No sé qué harán las mamás, hija mía. Lo que sé es que las niñas no son tan preguntonas como tú.
Yo me quedé triste y con ganas de seguir preguntando. Al fin, dije:
—¡Si volvieras antes del anochecer!...
—No podré. Anochece muy pronto.

Por justicia (literaria al menos), he de añadir que, a pesar de todos los pesares, había algo más que compartíamos los esnobistas lectores de Guillermo y los castizos lectores de Celia: para nosotros eran personajes vivos, no los pensábamos salidos de la pluma de un escritor y creíamos a pie juntillas que, con un poco de suerte, nos los podríamos encontrar cualquier día en alguno de los lugares que frecuentaban. En el caso de Elena Fortún, su personaje la absorbió tanto, llegó a mimetizarse de tal modo con Celia Gálvez, que acabó convirtiéndose en ella: en Celia madrecita, por ejemplo, cuando la protagonista —ya escritora que publica en Blanco y Negro relatos para niños y contesta sus cartas— acude en verano a Santander invitada por su tía Cecilia y conoce a otras chicas veraneantes de su edad, «modernas, que viajan, que estudian» y la han leído en la revista, estas se admiran de que exista de verdad y confiesan que la creían fruto de la imaginación de una señora mayor con gafas. Fruto de la imaginación de Elena Fortún, escritora a la sombra de sí misma.

Quizá este sea uno de los motivos por los que su biografía pasó inadvertida; de que apenas nadie se interesara por su vida hasta que Carmen Martín Gaite escribió al respecto y le devolvió cierta visibilidad. Elena Fortún no fue una señora de la buena sociedad madrileña que se entretenía escribiendo; tampoco poseía estudios universitarios pero se esforzó en cultivarse. Sí es cierto, en cambio, que nació y murió en Madrid (1885-1952), pero además vivió en muchos otros lugares de España y se vio condenada al exilio en Argentina cuando los sublevados de África derrotaron a la Segunda República. Era una mujer idealista, simpática, una republicana convencida que tenía una fe ciega en que la educación salvaría al mundo y que no disfrutó de una vida fácil.  Muy joven quedó huérfana de padre y, sin recursos propios, siguió el consejo de su madre y se casó con un primo segundo, Eusebio Gorbea Lemmi, que era teniente de artillería y escritor aficionado asiduo de los círculos literarios. La muerte a los diez años de Manuel, conocido familiarmente como Bolín, el pequeño de los dos hijos que tuvo, fue el segundo golpe fuerte que le propinó la vida. Después llegarían la guerra civil, el exilio en Argentina y el suicidio de su marido, incapaz de soportar la derrota republicana y su salida de España. Su primogénito, Luis, que había perdido un ojo en un accidente de caza y jamás regresó del exilio estadounidense, también acabaría quitándose la vida, pero para entonces Elena Fortún ya había muerto y él no había acudido a su entierro en Madrid.

Hace casi un siglo que esta escritora, que siempre utilizó seudónimo, comenzó a publicar en el suplemento Gente Menuda de la revista Blanco y Negro, inspirándose en las conversaciones que mantenían sus hijos durante los juegos en el Parque del Retiro y que ella anotaba en un cuaderno. Quienes la conocieron la han descrito como una mujer pequeñita, de ojos grandes y oscuros, buena persona, algo chiflada e inclinada al ocultismo, la teosofía y el espiritismo, sobre todo tras la muerte de su hijo, con quien pretendía comunicarse. No se parecía en el físico a Celia, que es rubia: «Tiene el cabello de ese rubio tostado que con los años va oscureciéndose hasta parecer negro. Tiene los ojos claros  y la boca grande. Es guapa. Mamá se lo ha dicho a papá en secreto, pero ella lo ha oído» (Celia, lo que dice, p. 7). El éxito de las colaboraciones en Blanco y Negro llamó la atención de la editorial Aguilar, que le ofreció un contrato para publicar la colección de libros Celia y su Mundo. El personaje infantil, rodeado de otros muchos como su hermano Cuchifritín o su prima Matonkikí, fue creciendo y viviendo las mismas vicisitudes que su autora, ambas mujeres modernas según las convenciones sociales vigentes por entonces pero hijas de su siglo y, por tanto, presas de las ataduras patriarcales a pesar de su deseo siempre insatisfecho de independencia y  libertad… en la medida de sus posibilidades y entendimiento. En las novelas de la colección, autora y personaje van buscando su lugar en la sociedad, en el mundo que ellas van aprendiendo a descifrar, como escritoras y como mujeres. La ingenuidad y la ironía son sus armas preferidas para hacer crítica social en argumentos sencillos, de muchos diálogos, con abundantes exclamaciones y puntos suspensivos.

Para comprender la evolución creativa de Elena Fortún, los títulos más interesantes de la colección son Celia madrecita y Celia, institutriz en América. En el primero, una Celia adolescente afronta la muerte de su madre al dar a luz a María Fuencisla, se hace cargo de la crianza de sus dos hermanas pequeñas y renuncia a estudiar en la universidad: «Lloré sobre mis catorce años que habían sido felices hasta la muerte de mi madre; mis tres cursos de bachillerato, que consideraba perdidos, y los pájaros de mi cabeza, que aleteaban moribundos». La madre, que ya no es el ángel del hogar decimonónico, muere justo antes del estallido de la guerra civil. En el libro siguiente Celia está en Argentina; ha emigrado con su padre, arruinado, y sus hermanas. Al principio del libro este le dice que allí serán felices, que ella podrá reanudar sus estudios y «llegar a ser algún día una gran escritora». Celia, como la misma Elena Fortún, intenta conseguir en Buenos Aires alguna colaboración periodística con la esperanza de que su fama la haya precedido, puesto que, en sus propias palabras, la «conocen todos los niños de habla española». A sus diecinueve años, Celia encuentra trabajo en la estancia El Jacarandá de la Pampa como institutriz de dos niñas medio indias, sobrinas de un médico adinerado del que acaba enamorándose. Es el último libro con Celia como narradora, pues el siguiente, Celia se casa, ya está narrado por su hermana pequeña Mila (María Fuencisla).

Sin embargo, entre Celia madrecita y Celia, institutriz en América había un vacío argumental. En el segundo se da por supuesto que la guerra civil ha terminado y que Celia había mantenido un breve romance con Jorge, un joven muy guapo al que en Santander las chicas apodaban Gary Cooper. ¿Qué había pasado durante esos años de silencio literario? El descubrimiento y la publicación de Celia en la revolución vinieron a resolver el misterio. Elena Fortún no se había quedado callada durante la conflagración. Había colaborado en varias publicaciones periódicas para denunciar la situación de los hijos de los combatientes, las desgracias que surgían a diario y hasta la triste suerte de los animales domésticos que también perecían por doquier. La guerra no la paralizó y aunque no pertenecía a ningún partido político, no dudó en trabajar para mejorar las condiciones de la mujer y la infancia desde el Lyceum Club junto con otras feministas destacadas, defendiendo la República hasta el final, cuando ya sabía que la guerra estaba perdida y que le costaría el exilio. Desde el otro lado del océano, en tierras argentinas, hilvanando recuerdos  y vivencias, en 1943 terminó de redactar el borrador de la novela más desgarrada de todas las suyas para dejar constancia de la guerra pasada. La ingenuidad y la ironía ceden el paso a la crónica, casi periodística, de los horrores que se van entrelazando y para los que Celia no encuentra explicación. Es como una sucesión imparable de sinsentidos en la que todos sufren, hasta los animales, abandonados o muertos con sus dueños. Este es el comienzo:

El abuelo deja el periódico violentamente y suelta una palabrota.
Teresina lo mira con los ojos redondos de asombro y María Fuencisla, que come su sopita, hace un puchero con su boquita fruncida.
—¡Abuelito, que has asustado a las nenas!
—¡Más asustado estoy yo! ¿No sabes lo que pasa? ¿No?
—No abuelito, no, no lo sé.
—Se ha sublevado la guarnición de África.

Marisol Dorao fue quien tuvo la fortuna de dar con el manuscrito inédito. Ella misma lo cuenta en el prólogo de la novela:

La primera vez que oí hablar de Celia en la revolución fue en la editorial Aguilar: había sido pensado, había sido escrito…
—Sí, [Luis,] el hijo de Elena Fortún habló de un manuscrito, pero no sabemos dónde está…, quizá lo tenga su viuda, que vive en Estados Unidos…

Aprovechando el viaje transoceánico a un congreso de literatura en el que precisamente Dorao presentaba una ponencia sobre Elena Fortún, visitó a Ana María Link, la suiza que ya había enviudado de Luis. Muy amable, le entregó un bolsón de papeles, pidiéndole que se publicaran, y entre ellos apareció el manuscrito. Se había escrito a lápiz, en cuartillas que el tiempo ya había oscurecido, volviendo borrosas las letras. Dorao lo pasó a máquina «con la comprensible dificultad, agravada por el cansancio de la autora en los finales de capítulo, que le hacía dejar palabras, e incluso frases, sin terminar». La editorial Aguilar publicó Celia en la revolución en 1987 con una «Nota de los editores» en la que se explican los criterios de edición seguidos ante el carácter de borrador del texto, que nunca llegó a ser revisado a fondo por su autora, y las pequeñas incongruencias que surgen en el desarrollo del argumento, más el prólogo de Marisol Dorao, donde habla del dolorido asombro de la niña de quince años ante «la sangrienta, absurda y, esperemos que irrepetible, lucha fratricida que fue nuestra guerra civil».

La tirada se agotó y nunca se reeditó. El título está descatalogado y no he logrado encontrar la novela ni en librerías de viejo ni en las virtuales. Estaba resignada a buscar una biblioteca que la conservara en sus fondos, cuando descubrí que la podía leer en línea gracias a Scribd (Celia en la revolución, con ilustraciones), el sitio web que permite a los usuarios compartir documentos. Sin embargo, se trata de una edición algo descuidada, con frecuentes empastelamientos y erratas, aparte de las leves incongruencias en el argumento que ya señalaron en su día los editores de Aguilar al publicar la novela. Con todo, la lectura de sus 247 páginas merece muchísimo la pena: Celia vive en carne propia la vorágine de la guerra y va relatando lo que ocurre a su alrededor con sus ojos pasmados de quinceañera. A poco de comenzar el relato, su abuelo es fusilado por falangistas al haber entregado sus armas al pueblo para que se defienda de los sublevados. Celia huye de Segovia montada en el burro Picio con sus dos hermanas pequeñas mientras la fiel Valeriana lleva el ronzal. Tras un accidentado viaje, logran llegar a la capital:

     —¿Es esto Madrid?
—Sí. Ya estamos en el barrio de Palacio.
—Mu puerco está esto pa tener la capital tanta nombradía —dice gravemente.
Es verdad. Los árboles de la plaza están como si hubiera pasado por ellos un huracán, y el suelo, cubierto de ramas rotas, de hojas caídas pero no secas —¡estamos en pleno verano!—, de papeles, de libros y de pedazos de plomo.
Tomo uno y me lo pongo en la mano.
—Es una bala.
—¡Suelta eso! —dice Valeriana asustada.
Una mujer con un chico, que ha venido con nosotros en el camión, se acerca y nos explica lo ocurrido.
—Allí está el Cuartel de la Montaña y lo han tomao el otro día… Dicen que se encerraron dentro las tropas y los oficiales, y desde dentro disparaban. Pero los paisanos con cañones y con fusiles desde fuera les hicieron hincar el pico… Murieron achicharrados como chinches… a algunos los arrastraron por aquí.

Más adelante, la tía Julia y su hijo Gerardo, en cuya casa se han refugiado, son fusilados por los republicanos; las hermanas pequeñas de Celia, acompañadas por Valeriana, son evacuadas de la ciudad y les pierden el rastro. Y Celia, entre bombardeos y muertes, pierde el miedo y a sus pocos años aprende a sobrevivir y cuida de su padre que ha caído herido en el frente, además de ayudar en el Albergue de niños con sus amigas María Luisa y Fifina, otras dos valientes que sirven para todo. Pero no dejan de ser adolescentes y, entre tanta miseria, entre tantas delaciones, desgracias y hambruna, encuentran momentos de diversión e incluso se preocupan por estar guapas, y piensan en el amor. Cuando Celia ha viajado desde Madrid hasta Valencia para tratar de dar con el paradero de sus hermanas, aparece en escena Jorge:

Me hospedo en una casona enorme de un título que logró escapar y sus criados han hecho de la casa una pensión. Me ponen una cama, oculta con un biombo, en el suelo y duermo mal… todo el cuerpo me duele. Del Albergue nadie sabe nada […]. Salgo temprano. Las calles de casas bajas y blancas, el cielo azul claro, la temperatura deliciosa, mucha gente que va y viene, fruteros, verduleros, restaurantes, cafés… ¡Parece que no pasa nada…! En la calle de la Paz, todos los escaparates abiertos, ¡Haya collares y sortijas, figuritas de bronce, relojes de lujo, jarrones! Un café elegante… Entro. Tal vez pueda desayunarme […].
—Señorita… Compañera…
Un miliciano está frente a mí sonriente.
—¿No te llamas Celia?
—Sí…
—Yo soy Jorge Miranda, el hermano de Adela… ¡Vamos, mujer, recuerda…! El año pasado en Santander…
Siento que me pongo encarnada, y entonces me avergüenzo aún más.
—Es que… —se me llenan los ojos de lágrimas.
—Bueno, bueno, ¡ánimo! Ya me supongo que te habrán ocurrido cuarenta mil desgracias… Ahora, a todos… ¿Tu padre?
—En la guerra… Ni sé siquiera dónde puede estar en este momento… Mi abuelito fusilado… Tía Julia y Gerardo… fusilados también. Mis nenas en un Albergue… por aquí, no sé dónde. Por ellas he venido.

La guerra continúa y se va perdiendo. Celia empieza a darse cuenta, pero su padre le pide que no cambie de ideales:

    Yo no sé a qué llama papá mis ideales, pero él continúa:
—Ten en cuenta que el gobierno no tiene un ejército disciplinado, no tiene una policía interna, no tiene nada que le defienda y haga cumplir sus órdenes, más que este pueblo, indisciplinado y desatinado… este pobre pueblo en cuyas manos estamos tú y yo, y no le tememos, ¿verdad, hija mía, que no le tememos? Tú has cruzado durante meses todo Madrid dos veces al día por irme a cuidar al Hospital de Carabanchel, y yo nunca he temido por ti… y ahora te oigo salir de noche para ir a las colas y no temo que te pase nada… y aquí estoy solo, y he estado enfermo y solo, con las puertas abiertas en medio del campo, y nunca he temido nada… No, no tememos a este pueblo porque le queremos, y él lo sabe; la inteligencia puede equivocarse, la intuición no se equivoca nunca.
—Sin embargo, papá… yo no quiero hacerte sufrir… pero conozco a una mujer que ha hecho fusilar a toda una familia, y esta familia le daba limosna a ella y a sus hijos…
—¡Limosna, limosna! —papá habla a gritos, como siempre que se exalta—. ¡Pero el pueblo no quiere limosna!... y lógicamente, odia a quien le humilla dándosela… No, no es eso, hija mía, no. El pueblo tiene derecho a trabajar, porque todo el mundo tiene capacidad para ocupar sus manos, o su inteligencia, en algo útil… quiere vivir en casas que le ofrezcan un poco de bienestar, quiere vestirse con decencia, quiere escuelas para sus hijos… No míseras escuelas, sino la escuela única, la escuela que ya existe en América, donde el hijo del obrero  se sienta en el mismo banco que el hijo del propietario, sin más diferencia que las limitaciones impuestas por la misma naturaleza… Eso queremos tú y yo para el pueblo, y eso le hubiera dado la República… y esa esperanza viene a quitarla esta revolución de aristócratas y de lacayos…

Sus hermanas y Valeriana no han aparecido, a pesar de que Celia ha viajado también a Albacete y Barcelona, siguiendo las pistas que le dan del Albergue evacuado. Por fin se sabe que las tres están a salvo en Francia, y Celia abandona Barcelona, que sufre terribles bombardeos, para regresar a su casa en Madrid y aguardar el fin inminente de la guerra:

La casa sin muebles está helada y fea… pero aún queda el retrato de mamá en el comedor, y en mi cuarto del piso primero, las camitas de mis hermanas y el armario de palo santo que siempre estuvo en mi casa.
—Vengo a quedarme aquí hasta que acabe la guerra… Y luego  vendrán papá y las nenas… ¡Qué bonita se tiene que poner la casa para recibirlos!
Guadalupe quiere darme de cenar unas pobres lentejas sin aceite… Pero yo soy quien trae carne, y sardinas y salchichón. Al ver tan exquisitos y casi olvidados manjares, Guadalupe enmudece…
—Solo quiero dormir en mi cama, acostarme bajo mis mantas…, en las sábanas que bordó mamá… ¡No me cierres la ventana, Guadalupe! Quiero ver, cada vez que me despierte, el cielo de Madrid, tan hondo, tan aterciopelado… y con tantas estrellas… ¡Huele a Madrid en el aire!

Elena Fortún
De la novela, solo la frase final me ha defraudado porque no está a la altura. Pienso que es una de las cosas que Elena Fortún habría cambiado de haber tenido la oportunidad de revisar el borrador para su publicación. No obstante, cuánto me ha gustado leerla, qué sensación agridulce conservo de ella incluso ahora, cuando repaso las notas que fui tomando para componer este texto. Creo que merece una nueva edición. Muchos lectores disfrutarían y aprenderían con ella sobre un pasado no tan lejano del que apenas sabemos, pero ignoro quién tiene los derechos y por qué ha permitido que caiga en el olvido. Las palabras casi finales de Celia resultan premonitorias:

Me quedo sola en la ancha acera bajo los árboles aún desnudos de hojas… ¡Sola…! Todos, uno tras otro, han ido dejándome sola antes de que me fuera…


La lengua destrabada
Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.