De todos los cultos, el tuyo:
el más peligroso.
Esclava de tu palabra.
Del ornato de tu letra…
Mi piel de papel, rasgueada
con plumilla de tus besos.
Pilar Alberdi,
«Devocionario», en El pórtico de la luz
Mientras los colmillos crecen,
cada vez más cerca siento
la leve voz de tu carta
igual que un clamor inmenso.
La recibiré dormido,
si no es posible despierto.
Y mis heridas serán
los derramados tinteros,
las bocas estremecidas
de rememorar tus besos,
y con su inaudita voz
han de repetir: te quiero.
Miguel Hernández,
«Carta», en El hombre acecha
»Dependiendo de lo que se pretenda»
—¿Qué le pongo?
El palomar de las cartas que evocaba Miguel Hernández desde la cárcel
abre cada vez menos «su imposible vuelo desde las trémulas mesas» donde se
apoyaba el recuerdo… En el correo habitual que nos entrega el cartero ya no nos
aguardan más que facturas, publicidad no deseada (o tal vez sí) y
notificaciones oficiales: no hay en él cartas de amor. ¿Es que ya no se
escriben?
«Que la cera fundida sobre alisadas tablillas tiente el vado, que la
cera vaya en primer lugar como aliada de tu propósito. Sea ella portadora de
tus lisonjas y de palabras semejantes a las de los enamorados y añade, seas
quien seas, no pocas súplicas», recomendaba Ovidio a comienzos del siglo
primero de nuestra era en su Arte de amar.
Siguiendo este consejo, a lo largo de la historia se han escrito
innumerables cartas de amor sobre todo tipo de soportes, ya fuera cera, papel,
arena, muros o incluso el cielo, y también se han enviado por los medios más
diversos, hasta con palomas mensajeras o en verdosas botellas arrojadas a las
aguas. Lo hemos leído en novelas, escuchado contar por ahí, contemplado en las
pantallas de cine e incluso vivido en carne propia.
¿Quién no ha escrito, a mano o a máquina, en la infancia, juventud o
madurez, una carta de amor? Incluso si no se ha llegado a enviar, ¿quién no se
ha imaginado redactando o recibiendo una misiva de tal naturaleza? Pero ya casi
nunca llegarán por el antiguo correo. Eso no, porque es cosa de otros tiempos…
«En general, las cartas eran y continúan siendo un medio inapreciable para
crear una impresión» sobre la persona deseada; «la letra muerta de la carta
suele tener mucha mayor influencia que la palabra viva», escribió en el siglo
XIX el filósofo Kierkegaard en Diario de
un seductor. ¿Aún es cierta esta opinión?
Mayte F. Uceda cita a Mark Twain para corroborarla: «El producto más franco, más libre y
más privado de la mente y del corazón humano es una carta de amor», y añade por su cuenta que son «textos con una
intensa carga emocional, documentos privados cuya categoría ha trascendido para
convertirse en un género literario específico». Puede que ya no nos lleguen
cartas de amor por el correo habitual, pero Mayte nos recuerda que se ha desplegado
el abanico y «hoy en día son numerosos los concursos que abren las puertas a la
imaginación, a la producción de textos hermosos dedicados al amor». A las
cartas amorosas.
Así pues, sí se escriben y continúan llegando a sus destinatarios…
con la ayuda de las nuevas tecnologías de la información. Pero vayamos al grano
y comencemos a dar respuestas: «¿Cómo escribir una carta de amor? Dejando fluir
los sentimientos. Poco más puedo decir sobre un género —o subgénero— literario
con una tradición milenaria», indica Julio García Castillo. «La tradición sigue
pero los tiempos cambian. Imaginemos que un amante, de cualquiera de los tres
sexos, envía hoy mismo a su pareja una carta manuscrita en delicado papel donde
ha vertido unas gotas del perfume preferido por ella/él. O quizás su propio
perfume. Impensable. Demasiado literario. O tal vez no, porque se siguen
agradeciendo los obsequios personalizados en estos tiempos de globalización. Es
más probable que ella/él utilizara un medio de comunicación instantáneo. Quizás
acudiría a alguna de las páginas que ofertan en internet cartas apasionadas,
cartas de reconciliación, cartas de arrepentimiento… El resultado podría ser
este:
»Aurelio
»Para: Manolita@gmail.com
»Antes de ti no había amor, no conocía la palabra, no
existían los sentimientos, no me ilusionaba la ilusión... antes de ti no había
nada, después de ti hay todo».
Rafael R. Costa nos ilustra sobre los distintos tipos de
carta a los que se puede recurrir: «Una sería la del verdadero enamorado, donde
nuestro escribiente expresa todo aquello que es capaz de pensar para su amada:
pérdida de apetito o de sueño, pensamiento continuo o evocación permanente de
su persona, distracción en sus demás labores, embobamiento profundo... llegando
a su cúspide amorosa (máxime si no es correspondida) con la hifedonia, que se
traduce como la pérdida del gusto de vivir; todo sin esperar nada a cambio a
pesar del anhelo, pues es escrita más por la necesidad intrínseca de hacérselo
saber a la amada que por guardar dignas esperanzas. Viene a ser como una
confesión ante el cadalso». Considera que esta es la auténtica carta de amor,
pues «la esperanza no es un fin y, por ello, carece de sentido: se suele
terminar con "Tuyo"; "Muero por ti"; "Lleno de
desesperanza y amor" o "Adiós
para siempre"». Como variante de esta carta, apunta aquella otra «escrita
de verdad con amor que pretende llegar al objeto de su deseo cueste lo que
cueste, sin renunciar a nada que lo acerque a su propósito. Quien envía esta
carta da rienda suelta tanto a sus profundos sentimientos como a sus
inquietantes métodos para llevarlos a cabo con éxito; esta podría terminar con
"Serás mía"; "Te buscaré allá donde te escondas";
"Nunca te librarás de mí" o "No permitiré que ningún hombre se
acerque a ti"». Y luego está, prosigue Rafael, la carta escrita por «el
seductor, en todas sus subespecies», donde se «exaltan hasta la hipérbole las
características de la persona amada con el cristalino fin de poseerla; nada
hará detener una metáfora explosiva y ninguna tapia, por alta que se precie,
impedirá al seductor profesional acercarse a su objetivo y desplegar toda su
variante de trucos, arrogancia y perfumada palabrería». Piensa Rafael que «el
seductor cuenta con ventaja respecto al enamorado de baba: generalmente es más
hábil y no refrena sus impulsos. Entre don Juan y don Álvaro (O la fuerza del sino), siempre saldrá
airoso don Juan aunque, paradójicamente, ambos amantes (porque, en efecto,
aman), se precipiten de cabeza, uno al Leteo, otro al Aqueronte».
Mayte F. Uceda analiza el contenido de la carta: «Si la dividimos
en varias partes, posiblemente el saludo y la despedida sean los puntos a los
que menos esfuerzo dedicamos, por considerar que ejercen una menor influencia
en el destinatario. De esta manera, habrá cartas que después de un esmerado
discurso amoroso dejen un residuo amargo al receptor a causa de una despedida
fría y torpe o de un saludo inapropiado». No conviene, por tanto, descuidarlos,
aunque lo primordial llega después: «En el cuerpo de la carta pondremos a
prueba nuestra capacidad de expresión escrita. No debemos tratar de imitar ni
transcribir frases de amor que ya han escrito otros. Debemos huir de un
lenguaje ampuloso que pueda entorpecer la comprensión de nuestro mensaje, así
como de expresiones cursis o demasiado poéticas. La sencillez y la naturalidad
serán las protagonistas de una buena carta de amor». Además, hemos de mostrar «entre
letras los rasgos de nuestra
personalidad; al destinatario le gustará reconocernos en ellas. La necesidad
parece obligarnos a la cercanía, y el receptor debe sentirnos cerca». Asimismo,
destaca Mayte que «cada relación es única, cada sentimiento irrepetible. La
personalización se hace indispensable y los sentimientos se deben mostrar en
profundidad, sin llegar a ser demasiado efusivos ni tampoco quedarnos en la
superficie de nuestras emociones». Y reconoce que será más fácil desarrollar el
argumento «cuantas más cosas nos unan con la otra persona», aunque también apunta
que «se han escrito epístolas muy bellas dedicadas a un amor no correspondido o
incluso dirigidas a alguien desconocido».
Julio García Castillo recuerda lo que cantaba Mari Trini allá
por la séptima década del siglo pasado: ¿Quién no escribió un poema / huyendo de la soledad / quién
a sus quince años/ no dejó su cuerpo abrazar? Y hace una revelación: «Yo mismo, confieso. No asumo las
dos últimas estrofas pero sí las dos primeras. Hace más de cuarenta años
escribí desde Tarragona una larguísima carta a una chica francesa a quien había
conocido en las vacaciones Cuando ella marchó a París después de un breve
encuentro, me sumí en la melancolía». La carta era «un borrador escrito con la
letra ilegible que me caracteriza. Entre lamentos y nostalgias, escribí un
poema en francés que recuerdo de memoria desde entonces. Estos son los versos
iniciales. Ruego comprensión a quienes dominen la lengua de Molière: Tu sais, c´était à la plage/ reflets d’argent
dans l´eau/ moi, j´aurais voulu prendre un peu d’argent / pour te faire un
merveilleux cadeau / mais, du reflet tout simplement,/ ma main aurait plongé au
fond. No pienso burlarme de este desahogo lírico. Escrito está». Pero como suele
suceder, Julio no tardó demasiado en «superar el dolor lacerante de la
separación. En la primera juventud es fácil pasar de la depresión a la euforia.
Y sabido es que la distancia es el olvido».
Hace unos días, cuando reunía los
textos para redactar esta entrada, recibí lo siguiente por correo electrónico: «Para
empezar una carta de amor, es buena idea encabezarla con las palabras “querida”
o “querido” y no volver a mencionar que quieres o amas a esa persona hasta que,
a modo de despedida, pones un “te quiero” o “te amo” al final. De lo contrario,
la carta puede ser empalagosa, cursi y ñoña.
»Dependiendo de lo que se pretenda»
Ahí se cortaba. Sin puntuación.
Sin nada. El texto era de Carmen Grau. Después
de varias líneas en blanco, más abajo proseguía: «Querida Carmen: El párrafo de
arriba lo escribí hace dos días y ya no supe cómo continuar. Le he dado vueltas
al tema y he llegado a la conclusión de que me cuesta tanto decir cómo escribir
una carta de amor porque yo no sé cómo hacerlo. No recuerdo haber redactado
jamás ninguna, aunque he escrito y enviado cientos, quizás hasta mil, cartas a
amigos y personas queridas. Sí he recibido algunas cartas de amor, unas peores
que otras, de las cuales solo conservo dos, cortísimas, porque están en forma
de poema y me gustan».
Aunque Carmen insistía
en que no sabía escribir cartas de amor, añadía unos útiles consejos: «Lo único
que se me ocurre es qué no escribir en una carta de amor. Por ejemplo, evitar frases
como “siempre te querré” o “no he querido nunca a nadie más que a ti” porque
eso no es cierto. Insistir en la inmortalidad del amor es una futilidad y
desgaste de energía innecesario. Además, a la persona que recibe la carta le
puede sonar a falsedad. El amor se acaba, como todo, y más el amor romántico.
Algunas personas afortunadas permanecen juntas durante muchos años porque el
enamoramiento se transformó en cariño, costumbre, comodidad, lazos familiares e
intereses comunes. Pero el amor loco que lleva a escribir cartas de amor no
dura toda la vida». Lo de ser felices y comer perdices es solo para las novelas
y el cine, porque Carmen continuaba: «Como he leído por ahí, el amor es una
locura pasajera que se cura con el matrimonio o, lo que es lo mismo: con la
cotidianeidad, el día a día, el tener que pagar facturas, educar a los niños…».
Y hacía una advertencia: «Lo que se escribe
en una carta permanece escrito para siempre, así que es mejor no hacer promesas
de futuro ni comparaciones con otros amores pasados o por venir. Hay que usar
el presente: te quiero, y sin más florituras. También hay que evitar tópicos,
como “no puedo leer ni escribir” o “no puedo comer ni dormir”, “solo pienso en
ti” porque tampoco son verdades, sino exageraciones». Pero a continuación venía
una hermosa confesión: «A mí las cartas que más me gustan son las que describen el
momento en que conociste o te enamoraste de la persona amada. Para la persona
que recibe la carta es muy gratificante leer sobre un momento que ella ya ha
vivido y conoce pero desde el punto de vista de la otra persona». Y proseguía con una verdad
como un puño: «A menudo, con los años, las parejas se olvidan de decirse por
qué se quieren, por qué continúan juntas y qué es lo que siguen valorando de la
otra persona. Son cosas que se dan por supuestas y ya no se dicen; en cambio,
sí hay reproches y quejas, como para que la otra persona “corrija” sus defectos».
En su lugar, Carmen proponía una reflexión: «¿Qué es lo que te gusta de esa
persona para que la quieras tanto? No está prohibido halagar algún aspecto
físico, pero es preferible no hacerlo, porque la belleza física es superficial
y si es de eso de lo que estás enamorado, poco te durará el enamoramiento, y
las palabras “te quiero” serán mentira, y la carta merecerá ser pasto de las
llamas o, en estos tiempos modernos que corren, deberá someterse a la tecla de “eliminar”
y “volver a eliminar” de la bandeja de reciclaje».
A otros escritores, sin embargo, no les cuesta hablar de amor y de cartas. Es el caso de Iván Hernández que, preguntado al respecto, comienza con una definición
rotunda y poética: «Una carta de amor es un buen puñado de latidos. Latidos de
un corazón más cercano al alma que al cuerpo. Un corazón que no bombea sangre,
sino emociones. Y las emociones no se ven, como mucho se muestran en gestos,
respiraciones entrecortadas y palabras trabadas por los nervios. Por eso las
cartas de amor, que tienen la virtud de detenernos y obligarnos a acomodar las
ideas y los sentimientos en palabras, son mágicas. Desde la más torpe a la más
trabajada, el objetivo, si es sincero, es el más bello de todos: decir “Te
quiero”». No es de extrañar que alguien capaz de escribir de este modo revele:
«Mis declaraciones de amor durante la juventud siempre fueron por carta.
Miento. Hubo una que fue oral. Me explico: boca seca, mirada perdida,
tartamudeando más que hablando. Un horror». ¿Con esta labia? Parece increíble,
pero sigamos con la historia de Iván, una carta de amor oculto por fin
declarado: «Para eso me tengo que
remontar a una época sin tanta tecnología como ahora, en la que día a día
esperaba encontrarla, aunque fuera a lo lejos, para tener una dosis de su risa.
Cinco años de universidad soñando un imposible, diciéndole a mi corazón que
aquello no tenía sentido, aunque él insistía y me recordaba que, pese a que
ella tenía novio formal y que entre nosotros nunca habría nada más que una
amistad que con los años se disiparía, yo tenía la necesidad de hablarle de
manera clara de lo que sentía por ella». Reconoce Iván que con la perspectiva
que dan los años y superada la timidez, ahora habría sido más directo, pero
entonces no pudo elegir el momento ideal, sino más bien el momento final: «Sí,
en breve finalizaríamos nuestros estudios y estaba claro que una chica con
pareja desaparecería más pronto que tarde de mi vida. Así que un
día como cualquier otro decidí escribir una carta ¡de papel! Se lo dije, sí. Le
dije que tenía una carta para ella. Me miró y temió que fuera una carta donde
le anunciara que rompíamos nuestra amistad, una despedida o algo similar. En
realidad, no andaba desencaminada, pues declarar el amor puede traer efectos
secundarios de todo tipo». Y la chica accedió a leerla pero con una condición:
Iván debería estar presente.
El tímido enamorado fue temerario porque al menos
de ese modo la vería unos minutos más: «En la carta no fui directo desde la primera
línea, sino meticuloso en algunos recuerdos de mi infancia relacionados con el
amor. Ella reía mientras recorría las líneas con esos ojos chispeantes. Hasta
que llegó a la parte en la que ella era la protagonista indiscutible. Entonces
su gesto cambió. Ya no eran risas, sino lágrimas. Las manos le temblaban, pero
no dejó de leer. No. Siguió hasta el final. Estaba leyendo lo que mi corazón me
había obligado a resumir. Cinco años. Toda una vida de miradas, cosquilleos,
risas y confidencias. Al llegar al final ella no tenía que responder a nada, ya
que yo no necesitaba saber lo obvio. Pese a todo me dijo que me quería dar un
beso y un abrazo (no recuerdo el orden). Para mí, ese gesto de amistad supuso
mucho, porque nunca había recibido nada así de nadie hasta ese momento. El pago
perfecto a una carta de amor imposible». Y, según Iván lo mejor
fue observar las reacciones de la chica: eso le motivó para escribir sobre
emociones. Porque, también en palabras de Iván, «si hay algo básico a la hora de
escribir una carta de amor, es hablar de lo que uno siente sin necesidad de
mucho artificio. Cuándo surgió el sentimiento, cuándo renació, cuándo creció...
Situaciones llenas de pequeños detalles que permiten que el ser amado empatice
y nos comprenda, aunque no seamos correspondidos. En ese caso, ganarás su
entendimiento y calmarás tu corazón».
Con todo, cuando nos
falle la inspiración, siempre queda el recurso de los espacios virtuales donde,
según informa Mayte F. Uceda, «se elaboran cartas de amor a medida. Basta con
introducir el nombre del ser amado y algún pequeño dato para que un programa
nos diseñe nuestra carta personalizada, una versión moderna de Cyrano de Bergerac que las nuevas
tecnologías ponen a disposición de los que tienen dificultades para expresar
sus sentimientos. También Vargas Llosa confesó haber escrito cartas de amor
para sus compañeros cuando estos no sabían cómo contestarlas». Son muchos los que,
como Florentino Ariza en El amor en los
tiempos del cólera, la novela de Gabriel García Márquez, dedican sus horas a escribir cartas de amor propias y
ajenas. No es difícil encontrarlos en la literatura, el cine o incluso la vida real,
y pueden servir de modelos. Aunque tal vez no será
necesario: a continuación vienen tres hermosas cartas de amor, muy diferentes
entre sí, las tres excepcionales.
La primera la ha escrito Rafael R. Costa, se titula «Tu carta» y dice así:
La primera la ha escrito Rafael R. Costa, se titula «Tu carta» y dice así:
Sinceramente tuyo decías en tu carta, arriba de tu firma,
después de las pasiones; olía casi siempre a las incógnitas flores que
dibujabas esmerado en cada nuevo envío; despacio abría el sobre sonámbula y
perdida creyéndome ciudad deshabitada y sola, corría hacia mi cuarto y con las
luces apagadas abría bien los ojos y acariciaba la tinta.
Después de respirar varias veces en la cama un nombre
reinventaba que podía ser el tuyo, de las paredes del cuarto nacían aves
blancas que cruzaban el aire en circulares vuelos, manos de otros mundos debajo
de la almohada mi cabello alisaban con lentísimos temblores, sentía dedos
frágiles como cristal muy frío que mi mejilla recorrían igual que insectos
diminutos, mis labios medio abiertos, mi boca como hoguera que se encendía y se
encendía a cada nueva palabra, y la cabeza perdida en un lejano bosque de
árboles gigantes y de niños que lloran.
Sinceramente tuyo: te espero a media noche, sabrás que
estoy dormida y casi soñando nada, mis pechos ateridos esperarán tu aliento y
en mi mano para ti habrá una rosa seca.
Ahora que amanece tal vez en otro sitio tal vez en otra
carta me digas que no vienes, no importa porque el sueño que tuve y no recuerdo
me ha dejado inconsciente como loca por la casa, silenciosa camino por las
habitaciones y consigo encontrarte en todos los objetos, en el humo del café,
en la radio siempre puesta una serpiente de amor que anida en cada cosa, un
cuchillo de plata que no puedo despegarme entre dos de las costillas que quería
que fueran tuyas.
Sinceramente tuyo decías en tu carta arriba de la firma que
no puede entenderse, yo que siempre fui muy fuerte para poder engañarme supongo
que más tarde, después en la bañera, cerraré los ojos y pensaré que existes en
todos los buzones, y luego a medianoche ya tranquila y descuidada volveré a por
tu carta para mi colección de sellos.
La segunda carta la
escribe Mónica Rouanet:
Hoy he recibido una carta de amor.
Creo que es una carta de amor.
Sí, es una carta de amor.
Lo sé porque empieza así: «Carta de amor», y acaba con un «…te
quiero».
Me la escribe un hombre al que no conozco, un hombre que,
según él, se cruza conmigo todas las mañanas y consigue, al verme, que su día
despierte. Un hombre que espera bajo la lluvia y el viento para escuchar mi
risa. Le encanta que pase acompañada porque así puede oír mi voz, una voz que
se le mete en la cabeza como una fina melodía y le acompaña susurrándole
secretos.
Conoce mi pelo como si fuese el suyo. Sabe el sonido que
emite cuando giro la cabeza y se mueve, cadencioso, sobre mis hombros. Incluso
asegura que una vez pudo olerlo. Pasé muy cerca de él, sin verlo, colocando
detrás de mi oreja un mechón que andaba enfadado, y recibió su aroma en forma de nube, una nube que lo abrazó
recomponiendo sus cicatrices.
Afirma que con solo mirar mis ojos, unos ojos que jamás le
han devuelto la mirada, su corazón tiembla entre latido y latido, permitiéndole
vivir una vida que creía perdida.
Mis labios… mis labios le hacen sonreír. Se conforma con
eso, con lo que le suscitan. Una sonrisa…
Mi piel es para él una tregua de suavidad y calor. Solo con
imaginar acariciarla le envuelve el aplomo de un día de mar en calma, con el
sol haciendo bailar escamas de luz sobre su superficie.
Y mi cuerpo… Mi cuerpo consigue estremecerlo. Cierra los
ojos y lo evoca casi constantemente, sabiendo que existe, sabiendo que, aunque
nunca será suyo, está ahí, y con eso sus miedos desaparecen.
Leo esto y sé que no me quiere.
No, no me quiere.
Si me quisiera dejaría que le descubriera para iluminar el
amanecer de mis días. Reiría en un grito secreto para que lo escuchara desde la
distancia y me acompañaría con susurros reales, posado sobre mi oreja, sin detenerse
un solo instante.
Si me quisiera apoyaría su cabeza sobre mi estómago, los
dos tumbados, y me dejaría acariciar su pelo para enredarme en él.
Si me quisiera clavaría sus ojos en los míos, desbocando la
sangre que vaga por mis venas.
Si me quisiera me recorrería con sus labios, incluso sobre
esa sonrisa que seguro estallaba en mi cara.
Si me quisiera se arrancaría la piel para abrigarme en
ella, para envolverme en mis deseos y cumplirlos uno a uno.
Si me quisiera conseguiría que su cuerpo se enfrentara a
mis recelos, que luchara con ellos, que venciera, lograría que me dejaran
tranquila.
Si me quisiera…
Pero no me quiere.
No es a mí a quien quiere.
Solo me habla de lo que yo le doy. No se da cuenta de que
ni siquiera ha pensado en regalarme una parte de eso. En dejarme decidir si lo
quiero o no.
No, no es una carta de amor, es una carta de amor propio,
aunque empiece con un «esto es una carta de amor» y acabe con un «…te quiero».
La tercera carta la
escribe Antonia Romero:
Cuando recibas esta carta ya me habré ido. Tengo las
maletas en la puerta y un taxi esperando. Hace semanas que lo decidí aunque no
te negaré que esperaba un milagro. Milagro, qué palabra tan vacía. Habré pasado
por tu vida como un sueño efímero y quizá quieras llevarme en tu recuerdo a ese
lugar al que dices que iremos todos.
Todavía recuerdo el olor que desprendían tus manos aquel
día. Olor a incienso. Entré para refugiarme de la lluvia, la soledad me
embargaba y el silencio actuó como un bálsamo en mis heridas. Te sentaste y
hablamos como dos amigos que hace tiempo que no se han visto y tienen mucho que
contarse. Fui quitándome una tras otra las espadas que llevaba clavadas y tú
las recogiste para lanzarlas lejos. Me hablaste de tu niñez, de los campos
repletos de olivos donde solías refugiarte en los momentos de angustia. ¡Cuánto
hubiese deseado haberte conocido entonces, cuando aún era tiempo!
Me acompañaste a casa, la lluvia era persistente y
encontraba la manera de colarse en nuestra ropa. Te invité a que subieras y te
calentases, sin ninguna intención, puedes creerme. Entonces aún no sabía que te
habías colado muy adentro, allí donde solo entran las palabras que no se dicen.
Temblabas, ¿lo recuerdas?
Cuando pienses en mí no me recuerdes solo por aquellas
tardes junto al fuego, quemándonos por dentro. No olvides los momentos dulces
en que me cogías las manos y me explicabas todo lo que te estallaba en el
corazón. Entonces era cuando más te quería.
Hace dos semanas te escuché llorar. Creías que estabas solo
porque te sentías solo, pero yo estaba allí, tras la puerta. Ese día supe que
debía marcharme. Permíteme un poco de autocompasión, déjame llorar también
detrás de la puerta. Saber que tus brazos no van a sostenerme más, ni tus
labios susurrarán mi nombre se me hace una verdad insoportable. Añoraré cada
parte de tu cuerpo y suspiraré recordando tu voz.
Les perteneces a ellos, a ellos que nada saben de ti, de lo
que deseas, de lo que temes. A ellos, que volverán a sus vidas mientras tú te
quedas solo, en esa soledad que un día elegiste y yo vine a destruir. Ya no
tendrás que avergonzarte cuando me veas pasar y estés rodeado de gente, no hará
falta que gires la cara, mires al suelo y sujetes el temblor de tus manos. Esas
manos que tantas veces me han acariciado.
Hoy cuando vengas a verme con la cara pálida y los ojos
brillantes, no me hallarás, me habré ido. Sé que después de la pena vendrá el
alivio. Sé que la tranquilidad será pago suficiente a tu pérdida. Se acabaron
para ti las noches sin dormir, los remordimientos, la angustia y la culpa. Pero
allí adonde vaya, yo te llevaré conmigo.
...
Cuando el viajero se
apeó del tren ya era noche cerrada. Necesitaba tomar una copa, y el bar de la
estación le pareció un lugar tan bueno como cualquier otro. Entró y se sentó en
la barra.
—Una cerveza.
—¿Quiere algo de picar?
—No, gracias, solo la
cerveza.
Dio un largo trago,
sentía la garganta como esparto.
—¿Ha oído la noticia?
—el dueño del bar tenía ganas de conversación.
—¿Qué noticia?
—La del cura que se ha
suicidado.
La cerveza viajaba
hacia su boca pero no llegó a su destino.
—Parece ser que le han
encontrado muerto.
—¿Do-dónde ha sido eso?
—En el programa de
sucesos...
—No, no, quiero decir
en qué lugar.
—En un pueblecito de
Jaén. Por lo visto, su amante le había abandonado. Dicen que tenía una carta en
la mano en la que se despachaba a gusto.
El camarero se percató
entonces de la cadavérica palidez de su cliente, que se sujetaba a la barra
para no caer.
—¿Pero qué le pasa,
hombre?
El viajero se desplomó.
El
vaso rebotó antes de estrellarse contra el suelo.
Posdata: Cuando
solicité colaboraciones para escribir esta entrada, me llevé una sorpresa. A
diferencias de otras ocasiones, recibí excusas e incluso hubo quien ni siquiera
se dignó contestarme. Por eso deseo agradecer especialmente a Mayte, Julio, Carmen,
Iván, Rafael, Antonia y Mónica su tiempo, su dedicación y sus hermosísimos textos. Para mí
también ha sido más difícil que otras veces redactar esta entrada, pero porque no
quería cortar nada al hilvanar el argumento. Aunque me doy cuenta de que la
entrada ha quedado larga, creo que el contenido lo merece. Muchas gracias a
todos.
La lengua destrabada
Si te interesan los asuntos de lengua y escritura, te invito a leer La lengua destrabada. Manual de escritura, publicado por Marcial Pons (Madrid, 2017). Clica en este enlace para entrar en la página de la editorial, donde encontrarás la presentación del libro y este pdf, que recoge las páginas preliminares, el índice y la introducción completa.